El pescador y su mujer


Du pêcheur et sa femme


Había una vez un pescador que vivía con su mujer en una choza, a la orilla del mar. El pescador iba todos los días a echar su anzuelo, y le echaba y le echaba sin cesar.
Estaba un día sentado junto a su caña en la ribera, con la vista dirigida hacia su límpida agua, cuando de repente vio hundirse el anzuelo y bajar hasta lo más profundo y al sacarle tenía en la punta un barbo muy grande, el cual le dijo: -Te suplico que no me quites la vida; no soy un barbo verdadero, soy un príncipe encantado; ¿de qué te serviría matarme si no puedo serte de mucho regalo? Échame al agua y déjame nadar.
-Ciertamente, le dijo el pescador, no tenías necesidad de hablar tanto, pues no haré tampoco otra cosa que dejar nadar a sus anchas a un barbo que sabe hablar.
Le echó al agua y el barbo se sumergió en el fondo, dejando tras sí una larga huella de sangre.
El pescador se fue a la choza con su mujer: -Marido mío, le dijo, ¿no has cogido hoy nada?
-No, contestó el marido; he cogido un barbo que me ha dicho ser un príncipe encantado y le he dejado nadar lo mismo que antes.
-¿No le has pedido nada para ti? -replicó la mujer.
-No, repuso el marido; ¿y qué había de pedirle?
-¡Ah! -respondió la mujer; es tan triste, es tan triste vivir siempre en una choza tan sucia e infecta como esta; hubieras debido pedirle una casa pequeñita para nosotros; vuelve y llama al barbo, dile que quisiéramos tener una casa pequeñita, pues nos la dará de seguro.
-¡Ah! -dijo el marido, ¿y por qué he de volver?
-¿No le has cogido, continuó la mujer, y dejado nadar como antes? Pues lo harás; ve corriendo.
El marido no hacía mucho caso; sin embargo, fue a la orilla del mar, y cuando llegó allí, la vio toda amarilla y toda verde, se acercó al agua y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.
El barbo avanzó hacia él y le dijo: -¿Qué quieres?
-¡Ah! -repuso el hombre, hace poco que te he cogido; mi mujer sostiene que hubiera debido pedirte algo. No está contenta con vivir en una choza de juncos, quisiera mejor una casa de madera.
-Puedes volver, le dijo el barbo, pues ya la tiene.
Volvió el marido y su mujer no estaba ya en la choza, pero en su lugar había una casa pequeña, y su mujer estaba a la puerta sentada en un banco. Le cogió de la mano y le dijo: -Entra y mira: esto es mucho mejor.
Entraron los dos y hallaron dentro de la casa una bonita sala y una alcoba donde estaba su lecho, un comedor y una cocina con su espetera de cobre y estaño muy reluciente, y todos los demás utensilios completos. Detrás había un patio pequeño con gallinas y patos, y un canastillo con legumbres y frutas. -¿Ves, le dijo la mujer, qué bonito es esto?
-Sí, la dijo el marido; si vivimos siempre aquí, seremos muy felices.
-Veremos lo que nos conviene, replicó la mujer.
Después comieron y se acostaron.
Continuaron así durante ocho o quince días, pero al fin dijo la mujer: -¡Escucha, marido mío: esta casa es demasiado estrecha, y el patio y el huerto son tan pequeños!... El barbo hubiera debido en realidad darnos una casa mucho más grande. Yo quisiera vivir en un palacio de piedra; ve a buscar al barbo; es preciso que nos dé un palacio.
-¡Ah!, mujer, replicó el marido, esta casa es en realidad muy buena; ¿de qué nos serviría vivir en un palacio?
-Ve, dijo la mujer, el barbo puede muy bien hacerlo.
-No, mujer, replicó el marido, el barbo acaba de darnos esta casa, no quiero volver, temería importunarle.
-Ve, insistió la mujer, puede hacerlo y lo hará con mucho gusto; ve, te digo.
El marido sentía en el alma dar este paso, y no tenía mucha prisa, pues se decía: -No me parece bien, -pero obedeció sin embargo.
Cuando llegó cerca del mar, el agua tenía un color de violeta y azul oscuro, pareciendo próxima a hincharse; no estaba verde y amarilla como la vez primera; sin embargo, reinaba la más completa calma. El pescador se acercó y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.
-¿Qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.
-¡Ah! -contestó el marido medio turbado, quiere habitar un palacio grande de piedra.
-Vete, replicó el barbo, la encontrarás a la puerta.
Marchó el marido, creyendo volver a su morada; pero cuando se acercaba a ella, vio en su lugar un gran palacio de piedra. Su mujer, que se hallaba en lo alto de las gradas, iba a entrar dentro; le cogió de la mano y le dijo: -Entra conmigo. -La siguió. Tenía el palacio un inmenso vestíbulo, cuyas paredes eran de mármol; numerosos criados abrían las puertas con grande estrépito delante de sí; las paredes resplandecían con los dorados y estaban cubiertas de hermosas colgaduras; las sillas y las mesas de las habitaciones eran de oro; veíanse suspendidas de los techos millares de arañas de cristal, y había alfombras en todas las salas y piezas; las mesas estaban cargadas de los vinos y manjares más exquisitos, hasta el punto que parecía iban a romperse bajo su peso. Detrás del palacio había un patio muy grande, con establos para las vacas y caballerizas para los caballos y magníficos coches; había además un grande y hermoso jardín, adornado de las flores más hermosas y de árboles frutales, y por último, un parque de lo menos una legua de largo, donde se veían ciervos, gamos, liebres y todo cuanto se pudiera apetecer.
-¿No es muy hermoso todo esto? -dijo la mujer.
-¡Oh!, ¡sí! -repuso el marido; quedémonos aquí y viviremos muy contentos.
-Ya reflexionaremos, dijo la mujer, durmamos primero; y nuestras gentes se acostaron.
A la mañana siguiente despertó la mujer siendo ya muy de día y vio desde su cama la hermosa campiña que se ofrecía a su vista; el marido se estiró al despertarse; diole ella con el codo y le dijo:
-Marido mío, levántate y mira por la ventana; ¿ves?, ¿no podíamos llegar a ser reyes de todo este país? Corre a buscar al barbo y seremos reyes.
-¡Ah!, mujer, repuso el marido, y por qué hemos de ser reyes, yo no tengo ganas de serlo.
-Pues si tú no quieres ser rey, replicó la mujer, yo quiero ser reina. Ve a buscar al barbo, yo quiero ser reina.
-¡Ah!, mujer, insistió el marido; ¿para qué quieres ser reina? Yo no quiero decirle eso.
-¿Y por qué no? -dijo la mujer; ve al instante; es preciso que yo sea reina.
El marido fue, pero estaba muy apesadumbrado de que su mujer quisiese ser reina. No me parece bien, no me parece bien en realidad, pensaba para sí. No quiero ir; y fue sin embargo.
Cuando se acercó al mar, estaba de un color gris, el agua subía a borbotones desde el fondo a la superficie y tenía un olor fétido; se adelantó y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece;
es preciso darla lo que se merece.
-¿Y qué quiere tu mujer? -dijo el barbo.
-¡Ah! -contestó el marido; quiere ser reina.
-Vuelve, que ya lo es, replicó el barbo.
Partió el marido, y cuando se acercaba al palacio, vio que se había hecho mucho mayor y tenía una torre muy alta decorada con magníficos adornos. A la puerta había guardias de centinela y una multitud de soldados con trompetas y timbales. Cuando entró en el edificio vio por todas partes mármol del más puro, enriquecido con oro, tapices de terciopelo y grandes cofres de oro macizo. Le abrieron las puertas de la sala: toda la corte se hallaba reunida y su mujer estaba sentada en un elevado trono de oro y de diamantes; llevaba en la cabeza una gran corona de oro, tenía en la mano un cetro de oro puro enriquecido de piedras preciosas, y a su lado estaban colocadas en una doble fila seis jóvenes, cuyas estaturas eran tales, que cada una la llevaba la cabeza a la otra. Se adelantó y dijo:
-¡Ah, mujer!, ¿ya eres reina?
-Sí, le contestó, ya soy reina.
Se colocó delante de ella y la miró, y en cuanto la hubo contemplado por un instante, dijo:
-¡Ah, mujer!, ¡qué bueno es que seas reina! Ahora no tendrás ya nada que desear.
-De ningún modo, marido mío, le contestó muy agitada; hace mucho tiempo que soy reina, quiero ser mucho más. Ve a buscar al barbo y dile que ya soy reina, pero que necesito ser emperatriz.
-¡Ah, mujer! -replicó el marido, yo sé que no puede hacerte emperatriz y no me atrevo a decirle eso.
-¡Yo soy reina, dijo la mujer, y tú eres mi marido! Ve, si ha podido hacernos reyes, también podrá hacernos emperadores. Ve, te digo.
Tuvo que marchar; pero al alejarse se hallaba turbado y se decía a sí mismo: No me parece bien. ¿Emperador? Es pedir demasiado y el barbo se cansará.
Pensando esto vio que el agua estaba negra y hervía a borbotones, la espuma subía a la superficie y el viento la levantaba soplando con violencia, se estremeció, pero se acercó y dijo:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.
-¿Y qué quiere? -dijo el barbo.
-¡Ah, barbo! -le contestó; mi mujer quiere llegar a ser emperatriz.
-Vuelve, dijo el barbo; lo es desde este instante.
Volvió el marido, y cuando estuvo de regreso, todo el palacio era de mármol pulimentado, enriquecido con estatuas de alabastro y adornado con oro. Delante de la puerta había muchas legiones de soldados, que tocaban trompetas, timbales y tambores; en el interior del palacio los barones y los condes y los duques iban y venían en calidad de simples criados, y le abrían las puertas, que eran de oro macizo. En cuanto entró, vio a su mujer sentada en un trono de oro de una sola pieza y de más de mil pies de alto, llevaba una enorme corona de oro de cinco codos, guarnecida de brillantes y carbunclos; en una mano tenía el cetro y en la otra el globo imperial; a un lado estaban sus guardias en dos filas, más pequeños unos que otros; además había gigantes enormes de cien pies de altos y pequeños enanos que no eran mayores que el dedo pulgar.
Delante de ella había de pie una multitud de príncipes y de duques: el marido avanzó por en medio de ellos, y la dijo:
-Mujer, ya eres emperatriz.
-Sí, le contestó, ya soy emperatriz.
Entonces se puso delante de ella y comenzó a mirarla y le parecía que veía al sol. En cuanto la hubo contemplado así un momento:
-¡Ah, mujer, la dijo, qué buena cosa es ser emperatriz!
Pero permanecía tiesa, muy tiesa y no decía palabra.
Al fin exclamó el marido:
-¡Mujer, ya estarás contenta, ya eres emperatriz! ¿Qué más puedes desear?
-Veamos, contestó la mujer.
Fueron enseguida a acostarse, pero ella no estaba contenta; la ambición la impedía dormir y pensaba siempre en ser todavía más.
El marido durmió profundamente; había andado todo el día, pero la mujer no pudo descansar un momento; se volvía de un lado a otro durante toda la noche, pensando siempre en ser todavía más; y no encontrando nada por qué decidirse. Sin embargo, comenzó a amanecer, y cuando percibió la aurora, se incorporó un poco y miró hacia la luz, y al ver entrar por su ventana los rayos del sol...
-¡Ah! -pensó; ¿por qué no he de poder mandar salir al Sol y a la Luna? Marido mío, dijo empujándole con el codo, ¡despiértate, ve a buscar al barbo; quiero ser semejante a Dios!
El marido estaba dormido todavía, pero se asustó de tal manera, que se cayó de la cama. Creyendo que había oído mal, se frotó los ojos y preguntó:
-¡Ah, mujer! ¿Qué dices?
-Marido mío, si no puedo mandar salir al Sol y a la Luna, y si es preciso que los vea salir sin orden mía, no podré descansar y no tendré una hora de tranquilidad, pues estaré siempre pensando en que no los puedo mandar salir.
Y al decir esto le miró con un ceño tan horrible, que sintió bañarse todo su cuerpo de un sudor frío.
-Ve al instante, quiero ser semejante a Dios.
-¡Ah, mujer! -dijo el marido arrojándose a sus pies; el barbo no puede hacer eso; ha podido muy bien hacerte reina y emperatriz, pero, te lo suplico, conténtate con ser emperatriz.
Entonces echó a llorar; sus cabellos volaron en desorden alrededor de su cabeza, despedazó su cinturón y dio a su marido un puntapié gritando:
-No puedo, no quiero contentarme con esto; marcha al instante.
El marido se vistió rápidamente y echó a correr, como un insensato.
Pero la tempestad se había desencadenado y rugía furiosa; las casas y los árboles se movían; pedazos de roca rodaban por el mar, y el cielo estaba negro como la pez; tronaba, relampagueaba y el mar levantaba olas negras tan altas como campanarios y montañas, y todas llevaban en su cima una corona blanca de espuma. Púsose a gritar, pues apenas podía oírse él mismo sus propias palabras:
Tararira ondino, tararira ondino,
hermoso pescado, pequeño vecino,
mi pobre Isabel grita y se enfurece,
es preciso darla lo que se merece.
-¿Qué quieres tú, amigo? -dijo el barbo.
-¡Ah, contestó, quiere ser semejante a Dios!
-Vuelve y la encontrarás en la choza.
Y a estas horas viven allí todavía.
Il y avait une fois un pêcheur et sa femme, qui habitaient ensemble une cahute au bord de la mer, le pêcheur allait tous les jours jeter son hameçon, et il le jetait et le jetait encore. Un jour il était assis près de sa ligne, sur le rivage, le regard tourné du côté de l'eau limpide, et il restait assis, toujours assis; tout à coup il vit l'hameçon plonger et descendre profondément, et quand il le retira, il tenait au bout une grosse barbue. La barbue lui dit: « Je te prie de me laisser vivre; je ne suis pas une vraie barbue, je suis un prince enchanté. A quoi te servirait de me faire mourir? Je ne serais pas pour toi un grand régal; rejette-moi dans l'eau et laisse-moi nager.
- Vraiment, dit l'homme, tu n'as pas besoin d'en dire si long, je ne demande pas mieux que de laisser nager à son aise une barbue qui sait parler. » Il la rejeta dans l'eau, et la barbue s'y replongea jusqu'au fond, en laissant après elle une longue traînée de sang.
L'homme alla retrouver sa femme dans la cahute. « Mon homme, lui dit-elle, n'as-tu rien pris aujourd'hui?
- Non, dit l'homme, j'ai pris une barbue qui m'a dit qu'elle était un prince enchanté, et je l'ai laissée nager comme auparavant.
- N'as-tu rien demandé pour toi? dit la femme.
- Non, dit l'homme; et qu'aurais-je demandé?
- Ah! dit la femme, c'est pourtant triste d'habiter toujours une cahute sale et infecte comme celle-ci: tu aurais pu pourtant demander pour nous une petite chaumière. Retourne et appelle la barbue: dis-lui que nous voudrions avoir une petite chaumière; elle fera cela certainement.
- Ah! dit l'homme, pourquoi y retournerais-je?
- Vraiment, dit la femme, tu l'as prise et tu l'as laissée nager comme auparavant, elle le fera; vas-y sur-le-champ. »
L'homme ne s'en souciait point; pourtant il se rendit au bord de la mer, et quand il y fut il la vit toute jaune et toute verte; il s'approcha de l'eau et
dit:
Tarare ondin, Tarare ondin,
Petit poisson, gentil fretin,
Mon Isabeau crie et tempête;
Il en faut bien faire à sa tête.
La barbue s'avança vers lui et lui dit: « Que veut-elle donc?
- Ah! dit l'homme, je t'ai prise tout à l'heure; ma femme prétend que j'aurais dû te demander quelque chose. Elle s'ennuie de demeurer dans une cahute; elle voudrait bien avoir une chaumière.
- Retourne sur tes pas, dit la barbue, elle l'a déjà. »
L'homme s'en retourna, et sa femme n'était plus dans sa cahute; mais à sa place était une petite chaumière, et sa femme était assise à la porte sur un banc. Elle le prit par la main et lui dit: « Entre donc et regarde; cela vaut pourtant bien mieux »
Ils entrèrent, et dans la chaumière étaient une jolie petite salle, une chambre où était placé leur lit, une cuisine et une salle à manger avec une batterie de cuivre et d'étain très brillants, et tout l'attirail d'un service complet. Derrière étaient une petite cour avec des poules et des canards, et un petit jardin avec des légumes et des fruits. « Vois, dit la femme, n'est-ce pas joli?
- Oui, dit l'homme, restons comme cela, nous allons vivre vraiment heureux.
- Nous y réfléchirons, » dit la femme. Là-dessus ils mangèrent et se mirent au lit. Cela alla bien ainsi pendant huit ou quinze jours, puis la femme dit: « Écoute, mon homme, cette chaumière est aussi trop étroite, et la cour et le jardin sont si petits! La barbue aurait bien pu en vérité nous donner une maison plus grande. J'aimerais à habiter un grand château en pierre: va trouver la barbue, il faut qu'elle nous donne un château.
- Ah! femme, dit l'homme, cette chaumière est vraiment fort bien; à quoi bon servirait d'habiter un château?
- Eh! dit la femme, va, la barbue peut très-bien le faire.
- Non, femme, dit l'homme, la barbue vient tout justement de nous donner cette chaumière, je ne veux pas retourner vers elle; je craindrais de l'importuner.
- Vas-y, dit la femme; elle peut le faire, elle le fera volontiers; va, te dis-je. »
L'homme sentait cette démarche lui peser sur le cœur, et ne se souciait point de la faire; il se disait à lui-même: « Cela n'est pas bien. » Pourtant il obéit.
Quand il arriva près de la mer, l'eau était violette et d'un bleu sombre, grisâtre et prête à se soulever; elle n'était plus verte et jaune comme auparavant; pourtant elle n'était point agitée. Le pêcheur s'approcha et dit:
Tarare ondin, Tarare ondin,
Petit poisson, gentil fretin,
Mon Isabeau crie et tempête;
Il en faut bien faire à sa tête.
« Et que veut-elle donc? dit la barbue.
- Ah! dit l'homme à demi troublé, elle veut habiter un grand château de pierre.
- Va, dit la barbue, tu la trouveras sur la porte. »
L'homme s'en alla, et croyait retrouver son logis; mais, comme il approchait, il vit un grand château de pierre, et sa femme se tenait au haut du perron; elle allait entrer dans l'intérieur. Elle le prit par la main et lui dit: « Entre avec moi. » Il la suivit, et dans le château était un vestibule immense dont les murs étaient plaqués de marbre; il y avait une foule de domestiques qui ouvraient avec fracas les portes devant eux; les murs étaient brillants et couverts de belles tentures; dans les appartements les sièges et les tables étaient en or, des lustres en cristal étaient suspendus aux plafonds, et partout aussi des tapis de pied dans les chambres et les salles; des mets et des vins recherchés chargeaient les tables à croire qu'elles allaient rompre. Derrière le château était une grande cour renfermant des étables pour les vaches et des écuries pour les chevaux, des carrosses magnifiques; de plus un grand et superbe jardin rempli des plus belles fleurs, d'arbres à fruits; et enfin un parc d'au moins une lieue de long, où l'on voyait des cerfs, des daims, des lièvres, tout ce que l'on peut désirer. « Eh bien! dit la femme, cela n'est-il pas beau?
- Ah! oui, dit l'homme, tenons-nous-en là; nous habiterons ce beau château, et nous vivrons contents.
- Nous y réfléchirons, dit la femme, dormons là-dessus d'abord. » Et nos gens se couchèrent.
Le lendemain la femme s'éveilla comme il faisait grand jour, et de son lit elle vit la belle campagne qui s'offrait devant elle. L'homme étendait les bras en s'éveillant Elle le poussa du coude et dit: « Mon homme, lève-toi et regarde par la fenêtre; vois, ne pourrions-nous pas devenir rois de tout ce pays? Va trouver la barbue, nous serons rois.
- Ah! femme, dit l'homme, pourquoi serions-nous rois? je ne m'en sens nulle envie.
- Bon, dit la femme, si tu ne veux pas être roi, moi je veux être reine. Va trouver ta barbue, je veux être reine.
- Ah! femme, dit l'homme, pourquoi veux-tu être reine? Je ne me soucie point de lui dire cela.
- Et pourquoi pas? dit la femme; vas-y à l'instant, il faut que je sois reine. »
L'homme y alla, mais il était tout consterné de ce que sa femme voulait être reine. « Cela n'est pas bien, cela n'est vraiment pas bien, pensait-il. Je ne veux pas y aller. » Il y allait pourtant.
Quand il approcha de la mer, elle était d'un gris sombre, l'eau bouillonnait du fond à la surface et répandait une odeur fétide. Il s'avança et
dit:
Tarare ondin, Tarare ondin,
Petit poisson, gentil fretin,
Mon Isabeau crie et tempête;
Il en faut bien faire à sa tête.
« Et que veut-elle donc? dit la barbue.
- Ah! dit l'homme, elle veut devenir reine.
- Retourne, elle l'est déjà, » dit la barbue.
L' homme partit et, quand il approcha du palais, il vit que le château s'était de beaucoup agrandi et portait une haute tour décorée de magnifiques ornements. Des gardes étaient en sentinelle à la porte, et il y avait là des soldats en foule avec des trompettes et des timbales. Comme il entrait dans l'édifice, il vit de tous côtés le marbre le plus pur enrichi d'or, des tapis de velours et de grands coffres d'or massif. Les portes de la salle s'ouvrirent; toute la cour y était réunie, et sa femme était assise sur un trône élevé, tout d'or et de diamant; elle portait sur la tête une grande couronne d'or, elle tenait dans sa main un sceptre d'or pur garni de pierres précieuses; et à ses côtés étaient placées, sur un double rang, six jeunes filles, plus petites de la tête l'une que l'autre. Il s'avança et dit: « Ah! femme, te voilà donc reine!
- Oui, dit-elle, je suis reine. »
Il se plaça devant elle et la regarda, et, quand il l'eut contemplée un instant, il dit:
« Ah! femme, quelle belle chose que tu sois reine! Maintenant nous n'avons plus rien à désirer.
- Point du tout, mon homme, dit-elle tout agitée; le temps me dure fort de tout ceci, je n'y puis plus tenir. Va trouver la barbue; je suis reine, il faut maintenant que je devienne impératrice.
- Ah! femme, dit l'homme, pourquoi Veux-tu devenir impératrice?
- Mon homme, dit-elle, va trouver la barbue, je veux être impératrice.
- Ah! femme, dit l'homme, elle ne peut pas te faire impératrice, je n'oserai pas dire cela à la barbue; il n'y a qu'un empereur dans l'empire: la barbue ne peut pas faire un empereur; elle ne le peut vraiment pas.
- Je suis reine, dit la femme, et tu es mon mari. Veux-tu bien y aller à l'instant même? Va, si elle a pu nous faire rois, elle peut nous faire empereurs. Va, te dis-je. »
Il fallut qu'il marchât. Mais tout en s'éloignant, il était troublé et se disait en lui-même: « Cela n'ira pas bien; empereur! c'est trop demander, la barbue se lassera. »
Tout en songeant ainsi, il vit que l'eau était noire et bouillonnante; l'écume montait à la surface, et le vent la soulevait en soufflant avec violence: il se sentit frissonner. Il s'approcha et dit:
Tarare ondin, Tarare ondin,
Petit poisson, gentil fretin,
Mon Isabeau crie et tempête,
Il en faut bien faire à sa tête.
« Et que veut-elle donc? dit la barbue.
-Ah! barbue, dit-il, ma femme veut devenir impératrice.
- Retourne, dit la barbue: elle l'est maintenant. »
L'homme revint sur ses pas, et, quand il fut de retour, tout le château était d'un marbre poli, enrichi de figures d'albâtre et décoré d'or. Des soldats étaient en nombre devant la porte; ils sonnaient de la trompette, frappaient les timbales et battaient le tambour; dans l'intérieur du palais, les barons, les comtes et les ducs allaient et venaient en qualité de simples serviteurs: ils lui ouvrirent les portes, qui étaient d'or massif. Et quand il fut entré, il vit sa femme assise sur un trône qui était d'or d'une seule pièce, et haut de mille pieds; elle portait une énorme couronne d'or de trois coudées, garnie de brillants et d'escarboucles: d'une main elle tenait le sceptre, et de l'autre le globe impérial; à ses côtés étaient placés sur deux rangs ses gardes, tous plus petits l'un que l'autre, depuis les plus énormes géants, hauts de mille pieds, jusqu'au plus petit nain, qui n'était pas plus grand que mon petit doigt.
Devant elle se tenaient debout une foule de princes et de ducs. L'homme s'avança au milieu d'eux, et dit: « Femme, te voilà donc impératrice!
- Oui, dit-elle, je suis impératrice. »
Alors il se plaça devant elle et la contempla; puis quand il l'eut considérée un instant: « Ah! femme, dit-il, quelle belle chose que de te voir impératrice!
-Mon homme, dit-elle, que fais-tu là planté? Je suis impératrice, je veux maintenant être pape; va trouver la barbue.
-Ah! femme, dit l'homme, que demandes-tu là? tu ne peux pas devenir pape; il n'y a qu'un seul pape dans la chrétienté; la barbue ne peut pas faire cela pour toi.
- Mon homme, dit-elle, je veux devenir pape; va vite, il faut que je sois pape aujourd'hui même.
- Non, femme, dit l'homme, je ne puis pas lui dire cela; cela ne peut être ainsi, c'est trop; la barbue ne peut pas te faire pape.
- Que de paroles, mon homme! dit la femme; elle a pu me faire impératrice, elle peut aussi bien me faire pape. Marche, je suis impératrice, et tu es mon homme; vite, mets-toi en chemin. »
Il eut peur et partit; mais le cœur lui manquait, il tremblait, avait le frisson, et ses jambes et ses genoux flageolaient sous lui. Le vent soufflait dans la campagne, les nuages couraient, et l'horizon était sombre vers le couchant; les feuilles s'agitaient avec bruit sur les arbres; l'eau se soulevait et grondait comme si elle eût bouillonné, elle se brisait à grand bruit sur le rivage, et il voyait de loin les navires qui tiraient le canon d'alarme et dansaient et bondissaient sur les vagues. Le ciel était bleu encore à peine sur un point de son étendue, mais tout à l'entour des nuages d'un rouge menaçant annonçaient une terrible tempête. Il s'approcha tout épouvanté et dit:
Tarare ondin, Tarare ondin,
Petit poisson, gentil fretin,
Mon Isabeau crie et tempête;
Il en faut bien faire a sa tète.
« Et que veut-elle donc? dit la barbue.
- Ah! dit l'homme, elle veut devenir pape.
- Retourne, dit la barbue, elle l'est à cette heure. »
Il revint, et quand il arriva, il vit une immense église tout entourée de palais. Il perça la foule du peuple pour y pénétrer. Au dedans, tout était éclairé de mille et mille lumières; sa femme était revêtue d'or de la tête aux pieds; elle était assise sur un trône beaucoup plus élevé que l'autre, et portait trois énormes couronnes d'or; elle était environnée d'une foule de prêtres. A ses côtés étaient placées deux rangées de cierges, dont le plus grand était épais et haut comme la plus haute tour, et le plus petit pareil au plus petit flambeau de cuisine; tous les empereurs et les rois étaient agenouillés devant elle et baisaient sa mule.
« Femme, dit l'homme en la contemplant, il est donc vrai que te voilà pape?
- Oui, dit-elle, je suis pape. »
Alors il se plaça devant elle et se mit à la considérer, et il lui semblait qu'il regardait le soleil. Quand il l'eut ainsi contemplée un moment:
« Ah! femme, dit-il, quelle belle chose que de te voir pape! » ,
Mais elle demeurait roide comme une souche et ne bougeait.
Il lui dit: « Femme, tu seras contente maintenant; te voilà pape: tu ne peux pas désirer d'être quelque chose de plus.
- J'y réfléchirai, » dit la femme. Là-dessus, ils allèrent se coucher. Mais elle n'était pas contente; l'ambition l'empêchait de dormir, et elle pensait toujours à ce qu'elle voudrait devenir.
L'homme dormit très-bien, et profondément: il avait beaucoup marché tout le jour. Mais la femme ne put s'assoupir un instant; elle se tourna d'un côté sur l'autre pendant toute la nuit, pensant toujours à ce qu'elle pourrait devenir, et ne trouvant plus rien à imaginer. Cependant le soleil se levait, et, quand elle aperçut l'aurore, elle se dressa sur son séant et regarda du côté de la lumière. Lorsqu'elle vit que les rayons du soleil entraient par la fenêtre:
« Ah! pensa-t-elle, ne puis-je aussi commander de se lever au soleil et à la lune?... Mon homme, dit-elle en le poussant du coude, réveille-toi, va
trouver la barbue: je veut devenir, pareille au bon Dieu. »
L'homme était encore tout endormi, mais il fut tellement effrayé qu'il tomba de son lit. Il pensa qu'il avait mal entendu; il se frotta les yeux et dit: « Ah! femme, que dis-tu?
- Mon homme, dit-elle, si je ne peux pas ordonner au soleil et à la lune de se lever, et s'il faut que je les voie se lever sans mon commandement, je n'y pourrai tenir, et je n'aurai pas une heure de bon temps; je songerai toujours que je ne puis les faire lever moi-même. »
Et en disant cela, elle le regarda d'un air si effrayant qu'il sentit un frisson lui courir par tout le corps.
« Marche à l'instant, je veux devenir pareille au bon Dieu »
- Ah! femme, dit l'homme eu se jetant à ses genoux, la barbue ne peut pas faire cela. Elle peut bien te faire impératrice et pape; je t'en prie, rentre en toi-même, et contente-toi d'être pape. »
Alors elle se mit en fureur, ses cheveux volèrent en désordre autour de sa tête, elle déchira son corsage, et donna à son mari un cou de pied en criant:
« Je n'y tiens plus, Je n'y puis plus tenir! Veux-tu marcher à l'instant même?»
Alors il s'habilla rapidement et se mit à courir comme un insensé.
Mais la tempête était déchaînée, et grondait si furieuse qu'à peine il pouvait se tenir sur ses pieds; les maisons et les arbres étaient ébranlés, les éclats de rochers roulaient dans la mer, et le ciel était noir comme de la poix; il tonnait, il éclairait, et la mer soulevait des vagues noires, aussi hautes que des clochers et des montagnes, et à leur sommet elles portaient toutes une couronne blanche d'écume. Il se mit à crier (à peine lui-même pouvait-il entendre ses propres paroles):
Tarare ondin, Tarare ondin,
Petit poisson, gentil fretin,
Mon Isabeau crie et tempête;
Il en faut bien faire à sa tête.
« Et que veut-elle donc? dit la barbue.
- Ah! dit-il, elle veut devenir pareille au bon Dieu.
- Retourne, tu la trouveras logée dans la cahute. »
Et ils y logent encore aujourd'hui à l'heure qu'il est.