Pulgarcito


Daumesdick


Érase un pobre campesino que estaba una noche junto al hogar atizando el fuego, mientras su mujer hilaba, sentada a su lado.
Dijo el hombre: - ¡Qué triste es no tener hijos! ¡Qué silencio en esta casa, mientras en las otras todo es ruido y alegría! - Sí -respondió la mujer, suspirando-. Aunque fuese uno solo, y aunque fuese pequeño como el pulgar, me daría por satisfecha. Lo querríamos más que nuestra vida.
Sucedió que la mujer se sintió descompuesta, y al cabo de siete meses trajo al mundo un niño que, si bien perfectamente conformado en todos sus miembros, no era más largo que un dedo pulgar.
Y dijeron los padres: - Es tal como lo habíamos deseado, y lo querremos con toda el alma. En consideración a su tamaño, le pusieron por nombre Pulgarcito. Lo alimentaban tan bien como podían, pero el niño no crecía, sino que seguía tan pequeño como al principio. De todos modos, su mirada era avispada y vivaracha, y pronto mostró ser listo como el que más, y muy capaz de salirse con la suya en cualquier cosa que emprendiera.
Un día en que el leñador se disponía a ir al bosque a buscar leña, dijo para sí, hablando a media voz: "¡Si tuviese a alguien para llevarme el carro!". - ¡Padre! -exclamó Pulgarcito-, yo te llevaré el carro. Puedes estar tranquilo; a la hora debida estará en el bosque. Se puso el hombre a reír, diciendo: - ¿Cómo te las arreglarás? ¿No ves que eres demasiado pequeño para manejar las riendas? - No importa, padre. Sólo con que madre enganche, yo me instalaré en la oreja del caballo y lo conduciré adonde tú quieras. "Bueno -pensó el hombre-, no se perderá nada con probarlo".
Cuando sonó la hora convenida, la madre enganchó el caballo y puso a Pulgarcito en su oreja; y así iba el pequeño dando órdenes al animal: "¡Arre! ¡Soo! ¡Tras!". Todo marchó a pedir de boca, como si el pequeño hubiese sido un carretero consumado, y el carro tomó el camino del bosque. Pero he aquí que cuando, al doblar la esquina, el rapazuelo gritó: "¡Arre, arre!", acertaban a pasar dos forasteros.
- ¡Toma! -exclamó uno-, ¿qué es esto? Ahí va un carro, el carretero le grita al caballo y, sin embargo, no se le ve por ninguna parte. - ¡Aquí hay algún misterio! -asintió el otro-. Sigamos el carro y veamos adónde va. Pero el carro entró en el bosque, dirigiéndose en línea recta al sitio en que el padre estaba cortando leña.
Al verlo Pulgarcito, gritó: - ¡Padre, aquí estoy, con el carro, bájame a tierra! El hombre sujetó el caballo con la mano izquierda, mientras con la derecha sacaba de la oreja del rocín a su hijito, el cual se sentó sobre una brizna de hierba. Al ver los dos forasteros a Pulgarcito quedaron mudos de asombro, hasta que, al fin, llevando uno aparte al otro, le dijo: - Oye, esta menudencia podría hacer nuestra fortuna si lo exhibiésemos de ciudad en ciudad. Comprémoslo. -Y, dirigiéndose al leñador, dijeron: - Vendenos este hombrecillo, lo pasará bien con nosotros. - No -respondió el padre-, es la luz de mis ojos, y no lo daría por todo el oro del mundo.
Pero Pulgarcito, que había oído la proposición, agarrándose a un pliegue de los calzones de su padre, se encaramó hasta su hombro y le murmuró al oído: - Padre, dejame que vaya; ya volveré. Entonces el leñador lo cedió a los hombres por una bonita pieza de oro. - ¿Dónde quieres sentarte? -le preguntaron. - Ponme en el ala de vuestro sombrero; podré pasearme por ella y contemplar el paisaje: ya tendré cuidado de no caerme. Hicieron ellos lo que les pedía, y, una vez Pulgarcito se hubo despedido de su padre, los forasteros partieron con él y anduvieron hasta el anochecer. Entonces dijo el pequeño: - Dejame bajar, lo necesito. - ¡Bah!, no te muevas -le replicó el hombre en cuyo sombrero viajaba el enanillo-. No voy a enfadarme; también los pajaritos sueltan algo de vez en cuando. - No, no -protestó Pulgarcito-, yo soy un chico bien educado; bajame, ¡deprisa! El hombre se quitó el sombrero y depositó al pequeñuelo en un campo que se extendía al borde del camino. Pegó él unos brincos entre unos terruños y, de pronto, escabullóse en una gazapera que había estado buscando. - ¡Buenas noches, señores, pueden seguir sin mí! -les gritó desde su refugio, en tono de burla. Acudieron ellos al agujero y estuvieron hurgando en él con palos, pero en vano; Pulgarcito se metía cada vez más adentro; y como la noche no tardó en cerrar, hubieron de reemprender su camino enfurruñados y con las bolsas vacías. Cuando Pulgarcito estuvo seguro de que se habían marchado, salió de su escondrijo. "Eso de andar por el campo a oscuras es peligroso -díjo-; al menor descuido te rompes la crisma". Por fortuna dio con una valva de caracol vacía: "¡Bendito sea Dios! -exclamó-. Aquí puedo pasar la noche seguro". Y se metió en ella. Al poco rato, a punto ya de dormirse, oyó que pasaban dos hombres y que uno de ellos decía. - ¿Cómo nos las compondremos para hacernos con el dinero y la plata del cura? - Yo puedo decírtelo -gritó Pulgacito. - ¿Qué es esto? -preguntó, asustado, uno de los ladrones-. He oído hablar a alguien. Sa pararon los dos a escuchar, y Pulgarcito prosiguió: -Llevenme con ustedes, yo los ayudaré. - ¿Dónde estás? - Busca por el suelo, fijate de dónde viene la voz -respondió. Al fin lo descubrieron los ladrones y la levantaron en el aire: - ¡Infeliz microbio! ¿Tú pretendes ayudarnos? - Mira -respondió él-. Me meteré entre los barrotes de la reja, en el cuarto del cura, y les pasaré todo lo que quieran llevar. - Está bien -dijeron los ladrones-. Veremos cómo te portas. Al llegar a la casa del cura, Pulgarcito se deslizó en el interior del cuarto, y, ya dentro, gritó con todas sus fuerzas: - ¿Quieren llevarse todo lo que hay aquí? Los rateros, asustados, dijeron: - ¡Habla bajito, no vayas a despertar a alguien!
Mas Pulgarcito, como si no les hubiese oído, repitió a grito pelado: - ¿Qué quieren? ¿Van a llevarse todo lo que hay? Oyóle la cocinera, que dormía en una habitación contigua, e, incorporándose en la cama, se puso a escuchar. Los ladrones, asustados, habían echado a correr; pero al cabo de un trecho recobraron ánimos, y pensando que aquel diablillo sólo quería gastarles una broma, retrocedieron y le dijeron: - Vamos, no juegues y pásanos algo.
Entonces Pulgarcito se puso a gritar por tercera vez con toda la fuerza de sus pulmones: - ¡Se los daré todo enseguida; sólo tienen que alargar las manos! La criada, que seguía al acecho, oyó con toda claridad sus palabras y, saltando de la cama, precipitóse a la puerta, ante lo cual los ladrones echaron a correr como alma que lleva el diablo.
La criada, al no ver nada sospechoso, salió a encender una vela, y Pulgarcito se aprovechó de su momentánea ausencia para irse al pajar sin ser visto por nadie. La doméstica, después de explorar todos los rincones, volvió a la cama convencida de que había estado soñando despierta.
Pulgarcito trepó por los tallitos de heno y acabó por encontrar un lugar a propósito para dormir. Deseaba descansar hasta que amaneciese, y encaminarse luego a la casa de sus padres.
Pero aún le quedaban por pasar muchas otras aventuras. ¡Nunca se acaban las penas y tribulaciones en este bajo mundo! Al rayar el alba, la criada saltó de la cama para ir a alimentar al ganado. Entró primero en el pajar y tomó un brazado de hierba, precisamente aquella en que el pobre Pulgarcito estaba durmiendo.
Y es el caso que su sueño era tan profundo, que no se dio cuenta de nada ni se despertó hasta hallarse ya en la boca de la vaca, que lo había arrebatado junto con la hierba. - ¡Válgame Dios! -exclamó-. ¿Cómo habré ido a parar a este molino? Pero pronto comprendió dónde se había metido. Era cosa de prestar atención para no meterse entre los dientes y quedar reducido a papilla. Luego hubo de deslizarse con la hierba hasta el estómago. - En este cuartito se han olvidado de las ventanas -dijo-. Aquí el sol no entra, ni encienden una lucecita siquiera. El aposento no le gustaba, y lo peor era que, como cada vez entraba más heno por la puerta, el espacio se reducía continuamente. Al fin, asustado de veras, pse puso a gritar con todas sus fuerzas: - ¡Basta de forraje, basta de forraje! La criada, que estaba ordeñando la vaca, al oír hablar sin ver a nadie y observando que era la misma voz de la noche pasada, se espantó tanto que cayó de su taburete y vertió toda la leche.
Corrió hacia el señor cura y le dijo, alborotada: - ¡Santo Dios, señor párroco, la vaca ha hablado! - ¿Estás loca? -respondió el cura; pero, con todo, bajó al establo a ver qué ocurría. Apenas puesto el pie en él, Pulgarcito volvió a gritar: - ¡Basta de forraje, basta de forraje! Se pasmó el cura a su vez, pensando que algún mal espíritu se había introducido en la vaca, y dio orden de que la mataran. Así lo hicieron; pero el estómago, en el que se hallaba encerrado Pulgarcito, fue arrojado al estercolero.
Allí trató el pequeñín de abrirse paso hacia el exterior, y, aunque le costó mucho, por fin pudo llegar a la entrada. Ya iba a asomar la cabeza cuando le sobrevino una nueva desgracia, en forma de un lobo hambriento que se tragó el estómago de un bocado. Pulgarcito no se desanimó. "Tal vez pueda entenderme con el lobo", pensó, y, desde su panza, le dijo: - Amigo lobo, sé de un lugar donde podrás comer a gusto. - ¿Dónde está? -preguntó el lobo. - En tal y tal casa. Tendrás que entrar por la alcantarilla y encontrarás bollos, tocino y embutidos para darte un hartazgo -. Y le dio las señas de la casa de sus padres. El lobo no se lo hizo repetir; se escurrió por la alcantarilla, y, entrando en la despensa, se hinchó hasta el hartarse. Ya harto, quiso marcharse; pero se había llenado de tal modo, que no podía salir por el mismo camino. Con esto había contado Pulgarcito, el cual, dentro del vientre del lobo, se puso a gritar y alborotar con todo el vigor de sus pulmones. - ¡Cállate! -le decía el lobo-. Vas a despertar a la gente de la casa. - ¡Y qué! -replicó el pequeñuelo-. Tú bien te has llenado, ahora me toca a mí divertirme -y reanudó el griterío. Despertaron, por fin, su padre y su madre y corrieron a la despensa, mirando al interior por una rendija. Al ver que dentro había un lobo, volvieron a buscar, el hombre, un hacha, y la mujer, una hoz. - Quédate tú detrás -dijo el hombre al entrar en el cuarto-. Yo le pegaré un hachazo, y si no lo mato, entonces le abres tú la barriga con la hoz. Oyó Pulgarcito la voz de su padre y gritó: - Padre mío, estoy aquí, en la panza del lobo. Y exclamó entonces el hombre, gozoso: - ¡Alabado sea Dios, ha aparecido nuestro hijo! -y mandó a su mujer que dejase la hoz, para no herir a Pulgarcito. Levantando el brazo, asestó un golpe tal en la cabeza de la fiera, que ésta se desplomó, muerta en el acto. Subieron entonces a buscar cuchillo y tijeras, y, abriendo la barriga del animal, sacaron de ella a su hijito. - ¡Ay! -exclamó el padre-, ¡cuánta angustia nos has hecho pasar! - Sí, padre, he corrido mucho mundo; a Dios gracias vuelvo a respirar el aire puro.
- ¿Y dónde estuviste? - ¡Ay, padre! Estuve en una gazapera, en el estómago de una vaca y en la panza de un lobo. Pero desde hoy me quedaré con ustedes. - Y no volveremos a venderte por todos los tesoros del mundo -dijeron los padres, acariciando y besando a su querido Pulgarcito. Le dieron de comer y de beber y le encargaron vestidos nuevos, pues los que llevaba se habían estropeado durante sus correrías.
Es war ein armer Bauersmann, der saß Abends beim Herd und schürte das Feuer, und die Frau saß und spann. Da sprach er "wie ists so traurig, daß wir keine Kinder haben! es ist so still bei uns, und in den andern Häusern gehts so laut und lustig her." - "Ja," antwortete die Frau und seufzte, "wenns nur ein einziges wäre, und wenns auch ganz klein wäre, nur Daumes groß, so wollt ich schon zufrieden sein; wir hättens doch von Herzen lieb." Nun geschah es, daß die Frau kränklich ward und nach sieben Monaten ein Kind gebar, das zwar an allen Gliedern vollkommen, aber nicht länger als ein Daumen war. Da sprachen sie "es ist, wie wir es gewünscht haben, und es soll unser liebes Kind sein," und nannten es nach seiner Gestalt Daumesdick. Sie ließens nicht an Nahrung fehlen, aber das Kind ward nicht größer, sondern blieb, wie es in der ersten Stunde gewesen war; doch schaute es verständig aus den Augen und zeigte sich bald als ein kluges und behendes Ding, dem alles glückte, was es anfieng.
Der Bauer machte sich einmal fertig in den Wald zu gehen und Holz zu fällen; da sprach er so vor sich hin "nun wollt ich, daß einer da wäre, der mir den Wagen nach brächte." - "O Vater," rief Daumesdick, "den Wagen will ich schon bringen, verlaßt euch drauf, er soll zur bestimmten Zeit im Walde sein." Da lachte der Mann und sprach "wie sollte das zugehen, du bist viel zu klein, um das Pferd mit dem Zügel zu leiten." - "Das thut nichts, Vater, wenn nur die Mutter anspannen will, ich setze mich dem Pferd ins Ohr und rufe ihm zu, wie es gehen soll." - "Nun," antwortete der Vater, "einmal wollen wirs versuchen." Als die Stunde kam, spannte die Mutter an und setzte den Daumesdick dem Pferd ins Ohr: da rief der Kleine, wie das Pferd gehen sollte, "jüh und joh! hott und har!" Da ging es ganz ordentlich als wie bei einem Meister, und der Wagen fuhr den rechten Weg nach dem Walde. Es trug sich zu, als er eben um eine Ecke bog, und der Kleine "har, har!" rief, daß zwei fremde Männer daher kamen. "Mein," sprach der eine, "was ist das? da fährt ein Wagen, und ein Fuhrmann ruft dem Pferde zu und ist doch nicht zu sehen." - "Das geht nicht mit rechten Dingen zu," sagte der andere, "wir wollen dem Karren folgen und sehen, wo er anhält." Der Wagen aber fuhr vollends in den Wald hinein und richtig zu dem Platze, wo das Holz gehauen ward. Als Daumesdick seinen Vater erblickte, rief er ihm zu "siehst du, Vater, da bin ich mit dem Wagen, nun hol mich herunter." Der Vater faßte das Pferd mit der linken und holte mit der rechten sein Söhnlein aus dem Ohr, das sich ganz lustig auf einen Strohhalm niedersetzte. Als die beiden fremden Männer den Daumesdick erblickten, wußten sie nicht, was sie vor Verwunderung sagen sollten. Da nahm der eine den andern beiseit und sprach "hör, der kleine Kerl könnte unser Glück machen, wenn wir ihn in einer großen Stadt für Geld sehen ließen: wir wollen ihn kaufen." Sie giengen zu dem Bauer und sprachen "verkauft uns den kleinen Mann, er solls gut bei uns haben." - "Nein," antwortete der Vater, "es ist mein Herzblatt und ist mir für alles Gold in der Welt nicht feil." Daumesdick aber, als er von dem Handel hörte, kroch an den Rockfalten seines Vaters hinauf, stellte sich ihm auf die Schulter und sagte ihm ins Ohr "Vater, gib mich nur hin, ich will schon wieder zu dir kommen." Da gab ihn der Vater für ein schones Stück Geld den beiden Männern hin. "Wo willst du sitzen?" sprachen sie zu ihm. "Ach, setzt mich nur auf den Rand von eurem Hut, da kann ich auf und ab spazieren und die Gegend betrachten und falle doch nicht herunter." Sie thaten ihm den Willen, und als Daumesdick Abschied von seinem Vater genommen hatte, machten sie sich mit ihm fort. So giengen sie, bis es dämmerig ward, da sprach der Kleine "hebt mich einmal herunter, es ist nöthig." - "Bleib nur droben," sprach der Mann, auf dessen Kopf er saß, "ich will mir nichts draus machen, die Vögel lassen mir auch manchmal was drauf fallen." - "Nein," sprach Daumesdick, "ich weiß auch, was sich schickt: hebt mich nur geschwind herab." Der Mann nahm den Hut ab und setzte den Kleinen auf einen Acker am Weg, da sprang und kroch er ein wenig zwischen den Schollen hin und her und schlüpfte dann auf einmal in ein Mausloch das er sich ausgesucht hatte. "Guten Abend ihr Herren, geht nur ohne mich heim," rief er ihnen zu und lachte sie aus. Sie liefen herbei und stachen mit Stöcken in das Mausloch, aber das war vergebliche Mühe, Daumesdick kroch immer weiter zurück; und da es bald ganz dunkel ward, so mußten sie mit Aerger und mit leerem Beutel wieder heim wandern.
Als Daumesdick merkte, daß sie fort waren, kroch er aus dem unterirdischen Gang wieder hervor. "Es ist hier auf dem Acker in der Finsterniß so gefährlich gehen," sprach er, "wie leicht bricht einer Hals und Bein!" Zum Glück stieß er an ein leeres Schneckenhaus. "Gottlob," sagte er, "da kann ich die Nacht sicher zubringen," und setzte sich hinein. Nicht lang, als er eben einschlafen wollte, so hörte er zwei Männer vorüber gehen, davon sprach der eine "wie wirs nur anfangen, um dem reichen Pfarrer sein Geld und sein Silber zu holen?" - "Das könnt ich dir sagen," rief Daumesdick dazwischen. "Was war das?" sprach der eine Dieb erschrocken, "ich hörte jemand sprechen." Sie blieben stehen und horchten, da sprach Daumesdick wieder "nehmt mich mit, so will ich euch helfen." - "Wo bist du denn?" - "Suchet nur hier auf der Erde und merkt, wo die Stimme herkommt," antwortete er. Da fanden ihn endlich die Diebe und hoben ihn in die Höhe. "Du kleiner Wicht, was willst du uns helfen!" sprachen sie. "Seht," antwortete er, "ich krieche zwischen den Eisenstäben in die Kammer des Pfarrers hinein und reiche euch heraus, was ihr haben wollt." - "Wohlan," sagten sie, "wir wollen sehen, was du kannst." Als sie bei dem Pfarrhaus kamen, kroch Daumesdick in die Kammer, schrie aber gleich aus Leibeskräften "wollt ihr alles haben, was hier ist?" Die Diebe erschraken und sagten "so sprich doch leise, damit niemand aufwacht." Aber Daumesdick that, als hätte er sie nicht verstanden und schrie von neuem "was wollt ihr? wollt ihr alles haben, was hier ist?" Das hörte die Köchin, die in der Stube daran schlief, richtete sich im Bette auf und horchte. Die Diebe aber waren vor Schrecken ein Stück Wegs zurückgelaufen, endlich faßten sie wieder Muth, dachten "der kleine Kerl will uns necken," kamen zurück und flüsterten ihm hinein "nun mach Ernst und reich uns etwas heraus." Da schrie Daumesdick noch einmal, so laut er konnte, "ich will euch ja alles geben, reicht nur die Hände herein." Das hörte die horchende Magd ganz deutlich, sprang aus dem Bett und stolperte zur Thür herein. Die Diebe liefen fort und rannten, als wäre der wilde Jäger hinter ihnen: die Magd aber, als sie nichts bemerken konnte, gieng ein Licht anzuzünden. Wie sie damit herbei kam, machte sich Daumesdick, ohne daß er gesehen wurde, hinaus in die Scheune: die Magd aber, nachdem sie alle Winkel durchgesucht und nichts gefunden hatte, legte sich endlich wieder zu Bett und glaubte, sie hätte mit offenen Augen und Ohren doch nur geträumt.
Daumesdick war in den Heuhälmchen herumgeklettert und hatte einen schönen Platz zum Schlafen gefunden: da wollte er sich ausruhen, bis es Tag wäre, und dann zu seinen Eltern wieder heim gehen. Aber er mußte andere Dinge erfahren! ja, es gibt viel Trübsal und Noth auf der Welt! Die Magd stieg, wie gewöhnlich, als der Tag graute, schon aus dem Bett und wollte das Vieh füttern. Ihr erster Gang war in die Scheune, wo sie einen Arm voll Heu packte und gerade dasjenige, worin der arme Daumesdick lag und schlief. Er schlief aber so fest, daß er nichts gewahr ward, auch nicht eher aufwachte als bis er in dem Maul der Kuh war, die ihn mit dem Heu aufgerafft hatte. "Ach Gott," rief er, "wie bin ich in die Walkmühle gerathen!" merkte aber bald, wo er war. Da hieß es aufpassen, daß er nicht zwischen die Zähne kam und zermalmt ward, aber er mußte doch mit in den Magen hinabrutschen. "In dem Stübchen sind die Fenster vergessen," sprach er, "und scheint keine Sonne hinein: ein Licht wird gar nicht zu haben sein!" Ueberhaupt gefiel ihm das Quartier schlecht, und was das schlimmste war, es kam immer mehr neues Heu zur Thür herein und der Platz ward immer enger. Da rief er endlich in der Angst, so laut er konnte, "bringt mir kein frisch Futter mehr, bringt mir kein frisch Futter mehr." Die Magd melkte gerade die Kuh, und als sie sprechen hörte, ohne jemand zu sehen, und es dieselbe Stimme war, die sie auch in der Nacht gehört hatte, erschrak sie so, daß sie von ihrem Stühlchen herab glitschte und die Milch verschüttete. Sie lief in der größten Hast zu ihrem Herrn und rief "ach Gott, Herr Pfarrer, die Kuh hat geredet." - "Du bist verrückt," antwortete der Pfarrer, gieng aber doch selbst in den Stall nachzusehen, was vor wäre. Aber kaum hatte er den Fuß hineingesetzt, so rief Daumesdick eben aufs neue "bringt mir kein frisch Futter mehr, bringt mir kein frisch Futter mehr." Da erschrak der Pfarrer selbst, meinte, es wäre ein böser Geist und hieß die Kuh tödten. Nun ward sie geschlachtet, der Magen aber worin Daumesdick steckte, ward auf den Mist geworfen. Daumesdick suchte sich hindurch zu arbeiten, und hatte große Mühe damit, doch endlich brachte er es so weit, daß er Platz bekam, aber, als er eben sein Haupt herausstrecken wollte, kam ein neues Unglück. Ein hungriger Wolf sprang vorbei und verschlang den ganzen Magen mit einem Schluck. Daumesdick verlor den Muth nicht, "vielleicht," dachte er, "läßt der Wolf mit sich reden," und rief ihm aus dem Wanste zu "lieber Wolf, ich weiß dir einen herrlichen Fraß." - "Wo ist der zu holen?" sprach der Wolf. "In dem und dem Haus, da mußt du durch die Gosse hinein kriechen und wirst Kuchen, Speck und Wurst finden, so viel du essen willst," und beschrieb ihm genau seines Vaters Haus. Der Wolf ließ sich das nicht zweimal sagen, drängte sich in der Nacht zur Gosse hinein und fraß in der Vorrathskammer nach Herzenslust. Als er satt war, wollte er wieder fort, aber er war so dick geworden, daß er denselben Weg nicht wieder hinaus konnte. Darauf hatte Daumesdick gerechnet und fieng nun an in dem Leib des Wolfs einen gewaltigen Lärmen zu machen, tobte und schrie, was er konnte. "Willst du stille sein," sprach der Wolf, "du weckst die Leute auf." - "Ei was," antwortete der Kleine, "du hast dich satt gefressen, ich will mich auch lustig machen," und fieng von neuem an aus allen Kräften zu schreien. Davon erwachte endlich sein Vater und seine Mutter, liefen an die Kammer und schauten durch die Spalte hinein. Wie sie sahen, daß ein Wolf darin hauste, liefen sie davon, und der Mann holte die Axt, und die Frau die Sense. "Bleib dahinten," sprach der Mann, als sie in die Kammer traten, "wenn ich ihm einen Schlag gegeben habe und er davon noch nicht todt ist, so mußt du auf ihn einhauen und ihm den Leib zerschneiden." Da hörte Daumesdick die Stimme seines Vaters und rief "lieber Vater, ich bin hier, ich stecke im Leibe des Wolfs." Sprach der Vater voll Freuden "gottlob, unser liebes Kind hat sich wieder gefunden," und hieß der Frau die Sense wegthun, damit Daumesdick nicht beschädigt würde. Danach holte er aus und schlug dem Wolf einen Schlag auf den Kopf, daß er todt niederstürzte: dann suchten sie Messer und Scheere, schnitten ihm den Leib auf und zogen den Kleinen wieder hervor. "Ach," sprach der Vater, "was haben wir für Sorge um dich ausgestanden!" - "Ja, Vater, ich bin viel in der Welt herumgekommen; gottlob, daß ich wieder frische Luft schöpfe." - "Wo bist du denn all gewesen?" - "Ach Vater, ich war in einem Mauseloch, in einer Kuh Bauch und in eines Wolfes Wanst: nun bleib ich bei euch." - "Und wir verkaufen dich um alle Reichthümer der Welt nicht wieder." Da herzten und küßten sie ihren lieben Daumesdick, gaben ihm zu essen und trinken und ließen ihm neue Kleider machen, denn die seinigen waren ihm auf der Reise verdorben.