Hermano Alegre


Il Buontempone


Hubo una vez una gran guerra, terminada la cual, fueron licenciados muchos soldados. Entre ellos estaba el Hermano Alegre, que, con su licencia, no recibió más ayuda de costas que un panecillo de munición y cuatro cruzados. Y con todo esto se marchó.
Pero San Pedro se había apostado en el camino, disfrazado de mendigo, y, al pasar Hermano Alegre le pidió limosna. Respondióle éste:
- ¿Qué puedo darte, buen mendigo? Fui soldado, me licenciaron y no tengo sino un pan de munición y cuatro cruzados en dinero. Cuando lo haya terminado, tendré que mendigar como tú. Algo voy a darte, de todos modos. Partió el pan en cuatro pedazos y dio al mendigo uno y un cruzado. Agradecióselo
San Pedro y volvió a situarse más lejos, tomando la figura de otro mendigo; cuando pasó el soldado, pidióle nuevamente limosna.
Hermano Alegre repitió lo que la vez anterior, y le dio otra cuarta parte del pan y otro cruzado. San Pedro le dio las gracias y, adoptando de nuevo figura de mendigo, lo aguardó más adelante para solicitar otra vez su limosna . Hermano Alegre le dio la tercera porción del pan y el tercer cruzado.
San Pedro le dio las gracias, y hermano alegre continuó su ruta sin más que la última cuarta parte del pan y el último cruzado. Entrando, con ello, en un mesón, se comió el pan y se gastó el cruzado en cerveza. Luego reemprendió la marcha y entonces San Pedro le salió al encuentro en forma de soldado licenciado, y le dijo:
- buenos días, compañero, ¿no podrías darme un trocito de pan y un cruzado para echar un trago?
- ¿De dónde quieres que lo saque?- le respondó Hermano Alegre, -me han licenciado sin darme otra cosa que un pan de munición y cuatro cruzado en dinero. Me topé en la carretera con tres pobres; a cada uno le di la cuarta parte del pan y un cruzado. La última cuarta parte me la he comido en el mesón, y con el último cruzado he comprado cerveza. Ahora soy pobre como una rata y, puesto que tú tampoco tienes nada, podríamos ir a mendigar juntos.
- No -respondió San Pedro, -no será necesario. Yo entiendo algo de medicina y espero ganarme lo suficiente para vivir.
- Sí- dijo Hermano Alegre, -pues yo no entiendo pizca en este arte, así, me tocará mendigar solo.-
- Vente conmigo- le dijo San Pedro, -nos partiremos lo que yo gane.
- Por mí, de perlas- exclamó Hermano Alegre; y emprendieron juntos el camino. No tardaron en llegar a una casa de campo, de cuyo interior salían agudos gritos y lamentaciones. Al entrar se encontraron con que el marido se hallaba a punto de morir, por lo que la mujer lloraba a voz en grito.
- Basta de llorar y gritar -le dijo San Pedro-, yo curaré a vuestro marido -y sacándose una pomada del bolsillo, en un santiamén hubo curado al hombre, el cual se levantó completamente sano. El hombre y la mujer, fuera de sí de alegría, le dijeron
- ¿cómo podremos pagaros? ¿Qué podríamos daros? Pero San Pedro se negó a aceptar nada, y cuanto más insistían los labriegos, tanto más se resistía él. Hermano Alegre, dando un codazo a San Pedro, le susurró
- ¡acepta algo, hombre, bien lo necesitamos! Por fin, la campesina trajo un cordero y dijo a San Pedro que debía aceptarlo; pero él no lo quería. Hermano Alegre, dándole otro codazo, insistió a su vez
- ¡tómalo, zoquete, bien sabes que lo necesitamos! Al cabo, respondió San Pedro
- bBueno, me quedaré con el cordero; pero no quiero llevarlo; si tú quieres, carga con él.
- ¡Si sólo es eso! -exclamó el otro-. ¡Claro que lo llevaré! -. Y se lo cargó al hombro.
Siguieron caminando hasta llegar a un bosque; el cordero le pesaba a Hermano Alegre, y además tenía hambre, por lo que dijo a San Pedro
- mira, éste es un buen lugar; podríamos degollar el cordero, asarlo y comérnoslo.
- No tengo inconveniente -respondió su compañero-; pero como yo no entiendo nada de cocina, lo habrás de hacer tú, ahí tienes un caldero; yo, mientras tanto, daré unas vueltas por aquí Pero no empieces a comer hasta que venga yo. Volveré a tiempo.
- Márchate tranquilo -dijo hermano alegre-. Yo entiendo de cocina y sabré arreglarme. Marchóse San Pedro, y Hermano Alegre sacrificó el cordero, encendió fuego, echó la carne en el caldero y la puso a cocer. El guiso estaba ya a punto, y San Pedro no volvía; entonces Hermano Alegre lo sacó del caldero, lo cortó en pedazos y encontró el corazón:
- Esto debe ser lo mejor, se dijo; probó un pedacito y, a continuación, se lo comió entero. Llegó, al fin, San Pedro y le dijo
-puedes comerte todo el cordero; déjame sólo el corazón. Hermano Alegre cogió cuchillo y tenedor y se puso a hurgar entre la carne, como si buscara el corazón y no lo hallara, hasta que, al fin, dijo
-pues no está.
- ¡Cómo! -dijo el apóstol. -¿Pues dónde quieres que esté? - No sé -respondió Hermano Alegre-. Pero, ¡seremos tontos los dos! ¡Estamos buscando el corazón del cordero, y a ninguno se le ha ocurrido que los corderos no tienen corazón!
- ¡Con qué me sales ahora! -dijo San Pedro. -Todos los animales tienen corazón, ¿por qué no habría de tenerlo el cordero? -
-No, hermano, puedes creerlo; los corderos no tienen corazón. Piénsalo un poco y comprenderás que no lo pueden tener.
- En fin, dejémoslo -dijo San Pedro-. Puesto que no hay corazón, yo no quiero nada. Puedes comértelo todo. - Lo que me sobre lo guardaré en la mochila -dijo Hermano Alegre, y, después de comerse la mitad, metió el resto en su mochila. Siguieron andando, y San Pedro hizo que un gran río se atravesara en su camino, de modo que no tenían más remedio que cruzarlo. Dijo San Pedro:
- Pasa tú delante. - No -respondió Hermano Alegre-, tú primero, -pensando: "Si el río es demasiado profundo, yo me quedo atrás".
Pasó San Pedro, y el agua sólo le llegó hasta la rodilla. Entró entonces en él Hermano Alegre; pero se hundía cada vez más, hasta que el agua le llegó al cuello. Gritó entonces:
- ¡Hermano, ayúdame! Y dijo San Pedro - ¿quieres confesar que te has comido el corazón del cordero?
- ¡No -respondió, - no me lo he comido!
El agua continuaba subiendo, y le llegaba ya hasta la boca.
-¡Ayúdame, hermano!- exclamó el soldado.
Volvió a preguntarle San Pedro - ¿quieres confesar que te comiste el corazón del cordero?
- ¡No -repitió, - no me lo he comido!
Pero el santo, no queriendo que se ahogase, hizo bajar el agua y lo ayudó a llegar a la orilla. Continuaron adelante y llegaron a un reino, donde les dijeron que la hija del rey se hallaba en trance de muerte. - Anda, hermano -dijo el soldado a San Pedro, -esto nos viene al pelo. Si la curamos, se nos habrán acabado las preocupaciones para siempre. Pero San Pedro no se daba gran prisa. - ¡Vamos, aligera las piernas, hermanito! -ledecía, ¡tenemos que llegar a tiempo!
Pero San Pedro avanzaba cada vez con mayor lentitud, a pesar de la insistencia y las recriminaciones de Hermano Alegre; y, así, les llegó la noticia de que la princesa había muerto. - ¡Ahí tienes! -dijo el Hermano Alegre, ¡todo, por tu cachaza! - No te preocupes - le contestó San Pedro, -puedo hacer algo más que curar enfermos; puedo también resucitar muertos.
- ¡Anda! -dijo Hermano Alegre, -si es así, ¡no te digo nada! Por lo menos has de pedir la mitad del reino.-
Y se presentaron en palacio, donde todo era tristeza y aflicción. Pero San Pedro dijo al rey que resucitaría a su hija.
Conducido a presencia de la difunta, dijo
- que me traigan un caldero con agua.
Luego hizo salir a todo el mundo; y se quedó sólo Hermano Alegre.
Seguidamente cortó todos los miembros de la difunta, los echó en el agua y, después de encender fuego debajo del caldero, los puso a cocer. Cuando ya toda la carne se hubo separado de los huesos, sacó el blanco esqueleto y lo colocó sobre una mesa, disponiendo los huesos en su orden natural. Cuando lo tuvo hecho, avanzó y dijo por tres veces
- ¡en el nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate!; y, a la tercera, la princesa recobró la vida, quedando sana y hermosa.
El rey se alegró sobremanera y dijo a San Pedro
- señala tú mismo la recompensa que quieras; te la daré, aunque me pidas la mitad del reino. Pero San Pedro le contestó
- ¡no pido nada! -¡Valiente tonto!-, pensó Hermano Alegre, y, dando un codazo a su compañero, le dijo: - ¡No seas bobo! Si tú no quieres nada, yo, por lo menos, necesito algo. Pero San Pedro se empeñó en no aceptar nada. Sin embargo, observando el rey que el otro quedaba descontento, mandó a su tesorero que le llenase de oro su mochila.
Marcháronse los dos, y, al llegar a un bosque, dijo San Pedro a Hermano Alegre
- Ahora nos repartiremos el oro. - Muy bien -asintió el otro-. Manos a la obra. Y San Pedro lo repartió en tres partes, mientras su compañero pensaba
¡a éste le falta algún tornillo! Hace tres partes, cuando sólo somos dos.
Pero dijo San Pedro
- he hecho tres partes exactamente iguales: una para mí, otra para ti, y la tercera para el que se comió el corazón del cordero.
- ¡Oh, fui yo quien se lo comió! -exclamó Hermano Alegre, embolsando el oro. -Esto puedes creérmelo. - ¡Cómo puede ser esto!- dijo San Pedro, - si un cordero no tiene corazón. -
¡Vamos, hermano! ¡Tonterías! Un cordero tiene corazón como todos los animales. ¿Por qué no iban a tenerlo?
- Está bien- dijo San Pedro, -guárdate el oro; pero no quiero seguir contigo; seguiré solo mi camino.
- Como quieras, hermanito- respondióle el soldado-. ¡Adiós! San Perdro tomó otra carretera, mientras Hermano Alegre pensaba -mejor que se marche, pues, bien mirado, es un santo bien extraño.
Tenía ahora bastante dinero; pero como era un manirroto y no sabía administrarlo, lo derrochó en poco tiempo, y pronto volvió a estar sin blanca. En esto llegó a un país donde le dijeron que la hija del Rey acababa de morir. - ¡Bien! -pensó.- Ésta es la mía. La resucitaré y me haré pagar bien. ¡Así da gusto! -. Y, presentándose al rey, le ofreció devolver la vida a la princesa.
Es el caso que había llegado a oídos del rey que un soldado licenciado andaba por el mundo resucitando muertos, y pensó que bien podía tratarse de Hermano Alegre; sin embargo, no fiándose del todo, consultó primero a sus consejeros, los cuales opinaron que merecía la pena realizar la prueba, dado que la princesa, de todos modos, estaba muerta. Mandó entonces Hermano Alegre que le trajese un caldero con agua y, haciendo salir a todos, cortó los miembros del cadáver, los echó en el agua y encendió fuego, tal como lo hubiera visto hacer a San Pedro. Comenzó el agua a hervir, y la carne se desprendió; sacando entonces los huesos, los puso sobre la mesa; pero como no sabía en qué orden debía colocarlos, los juntó de cualquier modo. Luego se adelantó y exclamó
- ¡en nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate! - y lo dijo tres veces, pero los huesos no se movieron.
Volvió a repetirlo tres veces, pero otra vez en vano. -¡Diablo de mujer! ¡Levántate!- gritó entonces, -o lo pasarás mal!
Apenas había pronunciado estas palabras, San Pedro entró de pronto por la ventana, presentándose en su anterior figura de soldado licenciado y dijo
- Hombre impío, ¿qué estás haciendo? ¿Cómo quieres que resucite a la muerta, si le has puesto los huesos de cualquier modo?
- Hermanito, lo hice lo mejor que supe - le respondió Hermano Alegre.
- Por esta vez te sacaré de apuros; pero, tenlo bien entendido: si otra vez te metes en estas cosas, te costará caro. Además, no pedirás nada al rey ni aceptarás la más mínima recompensa por lo de hoy.- Entonces San Pedro dispuso los huesos en el orden debido y pronunció por tres veces
- ¡en nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate! -, a lo cual la princesa se incorporó, sana y hermosa como antes, mientras el santo salía de la habitación por la ventana.
Hermano Alegre, aunque satisfecho de haber salido tan bien parado de la aventura, estaba colérico por no poder cobrarse el servicio.
- Me gustaría saber -pensaba - qué diablos tiene en la cabeza, que lo que me da con una mano me lo quita con la otra. ¡Esto no tiene sentido!
El rey ofreció al Hermano Alegre lo que quisiera. Éste, aunque no podía aceptar nada, se las arregló con indirectas y astucias para que el monarca le llenase de oro la mochila, y con eso, se marchó.
Al salir, lo aguardaba en la puerta San Pedro, y le dijo
- mira, que clase de hombre eres. ¿No te prohibí que aceptases nada? Y ahora te llevas la mochila llena de oro.-
- ¡Qué otra cosa podía hacer! -replicó Hermano Alegre-. ¡Si me lo han metido a la fuerza!
- Pues atiende a lo que te digo, que no vuelvas a hacer estas cosas o lo vas a pasar mal.
- ¡No te preocupes, hermano! Ahora tengo oro. ¿Por qué debería ocuparme en lavar huesos?
- Sí- dijo San Pedro, ¡con lo que te va a durar este oro! Mas para que no vuelvas a meterte en lo que no debes, daré a tu mochila la virtud de que se llene con todo lo que desees. Adiós, pues ya no volverás a verme.
- ¡Vaya con Dios! -le respondió Hermano Alegre, pensando -me alegro de perderte de vista, bicho raro; no hay peligro de que te siga.
Y ni por un momento se acordó del don maravilloso adjudicado a su morral.
Hermano Alegre anduvo con su oro de un lugar a otro, malgastándolo y gastándolo a manos llenas, como la primera vez.
Al quedarle ya nada más que cuatro cruzados, pasó por delante de un mesón pensó -voy a gastar lo que me queda-, y pidió vino por tres cruzados y pan por un cruzado. Mientras comía y bebía, llegó a sus narices el olor de unos gansos asados. Hermano Alegre, mirando y mirando, vio que el mesonero tenía un par de gansos en el horno. Entonces se le ocurrió lo que le dijera su antiguo compañero respecto a la virtud de su mochila.
-¡Vaya! Vamos a probarlo con los gansos.
Salió a la puerta y dijo:
- Deseo que los dos gansos asados pasen del horno a mi mochila.-
Pronunciadas estas palabras, abrió la mochila para mirar su interior, y allí estaban los dos gansos.
-¡Ay, así está bien!- pensó, ¡ahora soy un hombre de fortuna! se marchó, llegó a un prado y sacó los gansos para comérselos. En éstas pasaron dos menestrales y se quedaron mirando con ojos hambrientos uno de los gansos, todavía intacto. Hermano Alegre pensó - con uno tienes bastante-, y llamando a los dos mozos, les dijo
- tomad este ganso y os lo coméis a mi salud.-
Le dieron las gracias, cogieron el ganso, se fueron al mesón, pidieron media jarra de vino y un pan, desenvolvieron el ganso que les acababan de regalar y comenzaron a comer.
Al verlos la posadera dijo a su marido
- esos dos se están comiendo un ganso; ve a ver que no sea uno de los que están asándose en el horno.
Fue el ventero, y el horno estaba vacío.
- ¡Cómo, bribonzazos! ¡Pues sí que os saldría barato el asado! ¡Pagadme en el acto, si no queréis que os friegue las espaldas con jarabe de palo!
Los dos dijeron - no somos ladrones; este ganso nos lo ha regalado un soldado licenciado que estaba ahí en aquel prado.
- ¡A mí no me tomáis el pelo! El soldado estuvo aquí, y salió por la puerta, como una persona honrada; yo no lo perdí de vista. ¡Vosotros sois los ladrones y vais a pagarme!
Pero como no tenían dinero, el dueño tomó un bastón los echó a la calle a garrotazos.
Hermano Alegre siguió su camino y llegó a un lugar donde se levantaba un magnífico palacio, a poca distancia de una mísero mesón. Entró en el hostal y pidió cama para la noche; pero el hostelero lo rechazó, diciendo
- No hay sitio, tengo la casa llena de viajeros distinguidos.
- ¡Me extraña- dijo Hermano Alegre, -que se hospeden en vuestra casa! ¿Por qué no se alojan en aquel magnífico palacio?
- Sí, contestó el hostelero, - cualquiera pasa allí la noche. Aún no lo ha probado nadie que haya salido con vida.
- Si otros lo han probado-, dijo Hermano Alegre, también lo haré yo -.
- No lo intentéis –le aconsejó el hostelero-; os jugáis la cabeza con ello.
- Eso no me costará el pellejo- dijo Hermano alegre, -dadme la llave y algo bueno de comer y beber.
El hostelero le dio las llaves y comida y bebida, y con todo ello, Hermano Alegre se dirigió al castillo. Se dio allí un buen banquete, y cuando, al fin, le entró sueño, se tumbó en el suelo, puesto que no había cama. No tardó en dormirse. Avanzada ya la noche, lo despertó un fuerte ruido, y, al despabilarse, vio que en la habitación había nueve demonios feos, bailando en círculo, a su alrededor.
Hermano Alegre dijo
- ¡bueno, bailad cuanto queráis, pero no os acerquéis a mí!
Los diablos, sin embargo, se aproximaban cada vez más, hasta que casi le pisotearon la cara con sus repugnantes pezuñas.
¡Quietos, fantasmas endiablados!- dijo, pero iban demasiado lejos.
Al fin, Hermano Alegre se enfureció y les gritó
- ¡vaya, quiero meter paz en un momento! -y, agarrando una pata de silla, arremetió contra toda aquella caterva. Pero nueve diablos eran demasiado para un solo soldado, y, a pesar de que el hombre pegaba al que tenía delante, los otros le tiraban de los cabellos por detrás y lo dejaban hecho una lástima.
- ¡Gentuza del diablo! -exclamó, esto pasa ya de la medida. ¡Ahora vais a ver! ¡Todos a mi mochila!
¡Cataplum! ¡Ya todos estaban dentro! Él ató la mochila y la echó en un rincón. Instantáneamente quedó todo en silencio, y Hermano Alegre, echándose de nuevo, pudo dormir tranquilo hasta bien entrada la mañana. Acudieron entonces el hostelero y el noble propietario del palacio y querían ver qué tal le había ido la prueba, y, al encontrarlo sano y satisfecho, le preguntaron admirados
- ¿no os han hecho nada los espíritus?
- ¡Cómo que no! -les respondió Hermano Alegre, ahí los tengo a los nueve en la mochila. Podéis instalaros sin temor en vuestro palacio; desde hoy, ninguno volverá a meterse en él.
Entonces el noble le dio las gracias, recompensándolo ricamente y le propuso que se quedase a su servicio, asegurándole que nada le faltaría durante el resto de su vida.
- No -respondió, -estoy acostumbrado a la vida de trotamundos y quiero seguirla.
Y se marchó, entró en una herrería, y, poniendo la mochila que contenía los nueve diablos sobre el yunque, pidió al herrero y sus oficiales que empezasen a martillazos con ella. Esos se pusieron a golpear con grandes martillos y con todas sus fuerzas, así que los diablos armaban un estrepitoso griterío. Cuando, al fin, abrió la mochila, ocho estaban muertos, pero uno, que había logrado refugiarse en un pliegue de la tela y seguía vivo, saltó afuera y corrió a refugiarse al infierno.
Hermano Alegre siguió vagando por el mundo durante mucho tiempo todavía, y quien supiera de sus aventuras podría contar de él y sin acabar. Pero, viejo al fin, comenzó a pensar en la muerte. Se fue a visitar a un ermitaño, que tenía fama de hombre piadoso, y le dijo
- estoy cansado de mi vida errante y ahora quisiera tomar el camino que lleva al cielo.
El ermitaño respondió
- hay dos caminos, uno, ancho y agradable, conduce al infierno; otro, estrecho y duro, va al cielo.
- ¡Tonto sería- pensó Hermano Alegre, - si eligiese el duro y estrecho!
Y, así, se puso en camino y tomó el holgado y agradable, que lo condujo ante un gran portal negro, que era el del infierno. Hermano Alegre llamó, y el portero se asomó a ver quién llegaba. Pero al ver a Hermano Alegre se asustó, pues era nada menos que el noveno de aquellos diablos que habían quedado aprisionados en la mochila, el único que salió bien librado. Por eso echó rápidamente el cerrojo, acudió ante el jefe de los demonios y le dijo
- ahí fuera está un tío con una mochila que quiere entrar. Pero no lo permitáis, pues se metería el infierno entero en la mochila. Una vez estuve yo dentro, y por poco me mata a martillazos.
Pues le dijeron a Hermano Alegre que se volviese, pues allí no entraría.
- Puesto que aquí no me quieren- pensó, voy a probar si me admiten en el cielo. ¡En uno u otro sitio tengo que quedarme!
Entonces dio la vuelta y siguió el camino hasta llegar a la puerta del paraíso y llamó a la puerta.
San Pedro se encontraba exactamente en la portería. Hermano Alegre lo reconoció en seguida y pensó -éste es un viejo amigo; aquí tendrás más suerte. Pero San Pedro le dijo
- pienso que quieres entrar en el cielo.
- Déjame entrar, hermano; en un lugar u otro tengo que refugiarme. Si me hubiesen admitido en el infierno, no habría venido hasta aquí.
- No -dijo San Pedro, -aquí no entras.
- Está bien; pero si no quieres dejarme pasar, quédate también con la mochila; no quiero guardar nada que venga de ti- dijo Hermano Alegre.
- Dámela- respondió San Pedro. Entonces le alargó la mochila a través de la reja al cielo, y San Pedro la tomó y la colgó al lado de su asiento. Dijo entonces Hermano Alegre
- ¡ahora deseo estar dentro de la mochila!
Y, ¡cataplum!, en un santiamén estuvo en ella, y, por tanto, en el cielo. Y San Pedro no tuvo más remedio que admitirlo.
Una volta ci fu una grande guerra e quando finì molti soldati furono congedati. Anche il Buontempone ebbe il suo congedo, e nient'altro all'infuori di una piccola forma di pane secco e quattro soldi; e così se ne andò. Ma san Pietro si era seduto sul ciglio della strada come un povero mendicante e quando arrivò il Buontempone gli chiese l'elemosina. Quello rispose: -Caro mendicante, che cosa posso darti? Sono stato soldato, ho ottenuto il mio congedo e nient'altro che questo pane e quattro soldi; quando li avrò finiti, dovrò mendicare come te. Ma ti darò lo stesso qualcosa-. Divise il pane in quattro parti, e ne diede una all'apostolo con un soldo. San Pietro ringraziò, proseguì e andò ad aspettarlo di nuovo sulla strada, prendendo le sembianze di un altro mendicante; e quando il soldato lo raggiunse tornò a chiedergli l'elemosina. Il Buontempone parlò come prima e tornò a dargli un quarto di pane e un soldo. San Pietro ringraziò e proseguì, poi prese per la terza volta l'aspetto di un mendicante e, messosi sulla strada, chiese l'elemosina al Buontempone. Questi gli diede anche il terzo quarto di pane e il terzo soldo. San Pietro ringraziò e il Buontempone proseguì il suo cammino con una sola moneta e un solo pezzo di pane. Entrò in un'osteria a mangiarlo e si fece portare un soldo di birra. Quand'ebbe finito continuò per la sua strada, e subito tornò a incontrare san Pietro, con l'aspetto anche lui di un soldato in congedo. -Buon giorno, camerata- disse questi -mi daresti un pezzo di pane e un soldo per una bevuta?- -E dove lo prendo?- rispose il Buontempone. -Insieme al congedo non ho avuto altro che una pagnotta e quattro soldi. Per strada ho incontrato tre mendicanti, e a ciascuno ho dato un quarto del mio pane e un soldo. L'ultimo quarto me lo sono mangiato all'osteria, e con l'ultimo soldo ho bevuto un bicchiere. Adesso non mi resta più nulla, e se anche per te è lo stesso, possiamo andare a mendicare insieme.- -No, non ce n'è bisogno- rispose san Pietro -m'intendo un po' di medicina e così mi guadagnerò da vivere.- -Sì- rispose il Buontempone -io non ne capisco nulla, perciò mi toccherà chiedere l'elemosina da solo.- -Be', vieni con me!- disse san Pietro. -Se guadagno qualcosa avrai la metà.- -Mi sta bene- rispose il Buontempone, e se ne andarono insieme. Passarono davanti a una casa di contadini dove si udivano grida e pianti; entrarono, e c'era l'uomo gravemente ammalato e prossimo a morire, mentre la donna gridava e si disperava. -Non piangete e non lamentatevi più- disse san Pietro -guarirò quest'uomo.- Prese di tasca una pomata, e all'istante sanò l'ammalato che pot‚ alzarsi, perfettamente guarito. Marito e moglie dissero, tutti contenti: -Come possiamo ricompensarvi, cosa dobbiamo darvi?-. Ma san Pietro non voleva nulla e più i contadini insistevano, più egli rifiutava. Allora il Buontempone gli diede una gomitata e disse: -Ma prendi qualcosa, ne abbiamo bisogno!-. Alla fine, la contadina portò un agnello e disse a san Pietro di accettarlo, ma egli non voleva. Il Buontempone tornò a dar di gomito e disse: -Suvvia, prendilo, sciocco; ne abbiamo davvero bisogno!-. Finalmente san Pietro disse: -Va bene, prenderò l'agnello, ma non lo porterò io; visto che sei tu a volerlo, te lo porterai-. -D'accordo- disse il Buontempone -lo porterò io.- E se lo mise in spalla. Camminarono finché‚ giunsero in un bosco; l'agnello incominciava a pesare e il Buontempone aveva fame, sicché‚ disse a san Pietro: -Guarda che bel posto, potremmo cucinare l'agnello e mangiarlo-. -Per me va bene- rispose san Pietro -però non so occuparmi di cucina; se vuoi cucinare tu, eccoti un paiolo; io, intanto, me ne vado in giro qua attorno finché‚ è cotto. Ma non iniziare a mangiare prima che io sia di ritorno; arriverò per tempo.- -Va' pure- disse il Buontempone -so cucinare, ci penserò io.- San Pietro se ne andò e il Buontempone sgozzò l'agnello, accese il fuoco, mise la carne nel paiolo e la fece cuocere. L'agnello era già cotto, ma l'apostolo non tornava; allora il Buontempone lo tolse dal paiolo, lo tagliò e trovò il cuore. -Dev'essere il pezzo migliore- disse, lo assaggiò e finì poi col mangiarselo tutto. Finalmente ritornò san Pietro e disse: -Puoi mangiarti pure tutto l'agnello, io voglio soltanto il cuore: dammelo-. Allora il Buontempone prese coltello e forchetta e finse di cercare fra la carne, ma non riuscì a trovare il cuore; così finì col dire: -Non c'è-. -Ma dove sarà mai?- disse l'apostolo. -Non lo so- rispose il Buontempone -ma guarda un po' che sciocchi che siamo! Cerchiamo il cuore dell'agnello e non ci viene in mente che l'agnello non ha cuore!- -Oh!- esclamò san Pietro -questa è proprio nuova! Tutte le bestie hanno il cuore, perché‚ l'agnello non dovrebbe averlo?- -No di certo, fratello, l'agnello non ha cuore. Pensaci bene un momento e ti verrà in mente che non ce l'ha davvero.- -Va bene, va bene- disse san Pietro -se il cuore non c'è non voglio altri pezzi; puoi mangiarti l'agnello da solo.- -Quello che non riesco a mangiare lo metto nello zaino- disse il Buontempone; mangiò metà agnello e mise il resto nello zaino. Proseguirono e san Pietro fece in modo che un gran corso d'acqua attraversasse il loro cammino, ed essi dovettero attraversarlo. San Pietro disse: -Va' tu avanti-. -No- rispose il Buontempone -vacci tu.- E pensava: "Se l'acqua è troppo alta per lui, io me ne resto qua." San Pietro attraversò e l'acqua gli arrivava soltanto alle ginocchia. Allora volle passare anche il Buontempone, ma l'acqua s'alzò e gli arrivò fino al collo. -Aiutami, fratello!- gridò, ma san Pietro rispose: -Confesserai di aver mangiato il cuore dell'agnello?-. -No- rispose quello -non l'ho mangiato.- L'acqua crebbe ancora e gli arrivò alla bocca. -Aiutami, fratello!- gridò il soldato. San Pietro tornò a dire: -Confesserai di aver mangiato il cuore dell'agnello?-. -No- rispose -non l'ho mangiato.- San Pietro non lo lasciò affogare, fece abbassare l'acqua e lo aiutò a passare sull'altra riva. Proseguirono e giunsero in un regno dove sentirono che la principessa era in punto di morte. -Olà, fratello- disse il soldato a san Pietro -è una bella fortuna per noi! Se la guariamo siamo a posto per tutta la vita.- Ma gli pareva che san Pietro non camminasse abbastanza svelto. -Su, muovi le gambe, caro fratello- gli diceva. -Dobbiamo arrivare in tempo.- Ma san Pietro camminava sempre più adagio, benché‚ il Buontempone lo spingesse e lo incitasse; infine udirono che la principessa era morta. -Ecco, bel risultato!- disse il Buontempone. -E tutto grazie alla tua pigrizia!- -Sta' tranquillo- rispose san Pietro -so far meglio che guarire i malati: posso risuscitare i morti.- -Be', se è così tanto meglio- disse il Buontempone -come ricompensa potremo ottenere almeno metà del regno!- Così entrarono nel castello reale che era in gran lutto; ma san Pietro disse al re che avrebbe risuscitato la morta. Fu condotto da lei e disse: -Portatemi un paiolo con dell'acqua-. Quando l'ebbe, fece uscire tutti, e solo al Buontempone permise di rimanere. Poi tagliò a pezzi le membra della morta, le gettò in acqua, accese il fuoco sotto il paiolo e le fece cuocere. Quando la carne si staccò, prese le belle ossa bianche, le mise sulla tavola disponendole una accanto all'altra secondo il loro ordine naturale. Compiuta quest'operazione, vi si mise davanti e, per tre volte, disse: -In nome della Santissima Trinità, alzati o morta!-. Alla terza volta, la principessa si alzò, viva, bella e sana. Il re, tutto contento disse a san Pietro: -Chiedi pure la tua ricompensa: fosse anche la metà del regno, te la darò-. Ma san Pietro rispose: -Io non voglio nulla-. "Oh, ma che sciocco!" pensò fra s‚ il Buontempone; diede di gomito all'amico e gli disse: -Non essere così stupido: se tu non vuoi niente, a me occorre invece qualcosa!-. Ma san Pietro non voleva nulla. Tuttavia il re vide che l'altro avrebbe accettato volentieri qualcosa e ordinò che gli riempissero lo zaino d'oro. Proseguirono il cammino e, quando giunsero in un bosco, san Pietro disse al Buontempone: -Adesso divideremo l'oro-. -Sì- rispose quello -dividiamolo.- San Pietro divise l'oro e ne fece tre parti. Il Buontempone pensò: "Chissà che razza di nuova idea ha per la testa! Fa tre parti e siamo in due!." Ma san Pietro disse: -Ho fatto le parti giuste: una parte per me, una per te e una per chi ha mangiato il cuore dell'agnello-. -Oh, l'ho mangiato io!- rispose il Buontempone intascando subito l'oro -puoi credermi.- -Come può essere vero?- disse san Pietro -Un agnello non ha cuore!- -Ehi, ma che dici fratello? L'agnello ha il cuore come qualsiasi altro animale: perché‚ solo lui non dovrebbe averlo?- -D'accordo, non ne parliamo più- disse san Pietro -tienti pure tutto il denaro; io però non rimango più con te, me ne andrò per la mia strada.- -Come vuoi, fratello caro- rispose il soldato. -Addio.- San Pietro prese un'altra strada e il Buontempone pensò: "E' un bene che se ne vada: è un tipo così strano!." Ora egli aveva denaro a sufficienza, ma non seppe amministrarlo: lo dissipò, lo regalò e dopo poco tempo non ne aveva più. Giunse allora in un paese dove udì che la principessa era morta. "Olà" pensò "le cose si mettono bene! La risusciterò e mi farò pagare a dovere." Così andò dal re e gli propose di risvegliare la morta. Il re aveva udito parlare di un soldato in congedo che andava in giro a risuscitare i morti, e pensò che si trattasse del Buontempone; tuttavia, dato che non se ne fidava, domandò prima il parere dei suoi consiglieri; e questi gli dissero che poteva rischiare, visto che la fanciulla era ormai morta. Allora il Buontempone si fece portare un paiolo d'acqua, ordinò a tutti di uscire, tagliò le membra della fanciulla, le gettò in acqua e accese il fuoco sotto il paiolo, proprio come aveva visto fare a san Pietro. L'acqua incominciò a bollire e la carne si staccò; allora egli tirò fuori le ossa e le mise sulla tavola; ma non sapeva in che ordine disporle e le mise tutte alla rinfusa. Poi vi si mise davanti e disse: -In nome della Santissima Trinità, alzati, o morta-. Lo disse tre volte ma la principessa non si mosse. Lo disse altre tre volte ma invano. -Alzati, diavolo di una ragazza!- gridò. -Alzati, o guai a te!- Come ebbe pronunciato queste parole, ecco san Pietro entrare dalla finestra con l'aspetto di un soldato in congedo, e disse: -Cosa stai facendo, disgraziato? Come puoi risuscitare la morta se hai buttato all'aria tutte le ossa?-. -Caro fratello, ho fatto quel che ho potuto!- rispose il Buontempone. -Per questa volta ti tirerò fuori dai pasticci; ma bada che se proverai un'altra volta, ti andrà male; inoltre non accetterai o esigerai dal re nemmeno la più piccola ricompensa.- Poi san Pietro dispose le ossa nel loro ordine giusto e disse tre volte: -In nome della Santissima Trinità, alzati o morta!- e la principessa si alzò bella e sana come prima. Poi san Pietro tornò a uscite per la finestra. Il Buontempone era soddisfatto che tutto fosse andato così bene, ma lo irritava l'esser costretto a non accettar nulla. "Vorrei proprio sapere che razza di idee ha per la testa" pensava. "Ciò che dà con una mano, lo toglie con l'altra: non ha senso!" Il re gli offrì ciò che voleva, ma il Buontempone non poteva accettare nulla; tuttavia a forza di astuzie e di allusioni, riuscì a fare in modo che il re gli riempisse lo zaino d'oro; e con quello se ne andò. Quando uscì, davanti al portone trovò san Pietro che gli disse: -Guarda che razza di uomo sei! Ti avevo proibito di accettare alcunché, e hai lo zaino pieno d'oro-. -Che colpa ne ho- rispose il Buontempone -se me l'hanno riempito a mia insaputa!- -Ti avverto: guardati bene dal fare un'altra volta cose simili, o te la vedrai brutta.- -Ehi, non ti preoccupare fratello! Di oro adesso ne ho: perché‚ mai dovrei mettermi a cuocer ossa?- -Sì- disse San Pietro -l'oro durerà a lungo! Ma perché‚ tu non ti rimetta a fare ciò che non devi, farò in modo che il tuo zaino contenga tutto ciò che desideri. Addio, non mi rivedrai più.- -Addio!- disse il Buontempone, e pensava: "Sono ben felice che tu te ne vada, strano tipo! Non ti verrò certo dietro!." Ma al potere miracoloso dello zaino non pensò più. Il Buontempone vagò qua e là con il suo oro, spendendolo e dissipandolo come la prima volta. Quando non gli rimasero che quattro soldi, passò davanti a un'osteria e pensò: "Spendiamo anche questi ultimi!." E si fece portare tre soldi di vino e uno di pane. Mentre se ne stava là seduto a bere gli giunse alle nari il profumo d'oca arrosto. Si guardò attorno e vide che l'oste aveva messo nella stufa due oche. Allora gli venne in mente ciò che il camerata gli aveva detto: qualunque cosa egli desiderasse, l'avrebbe trovata nello zaino. "Olà, devi provare con le oche!" Uscì e, davanti alla porta, disse: -Voglio che le due oche che sono nella stufa finiscano nel mio zaino!-. Detto questo, aprì lo zaino, ci guardò dentro e le trovò tutt'e due. -Ah, così sì che va bene!- esclamò. -Ora sono proprio a posto!- Andò in un prato e tirò fuori l'arrosto. Mentre mangiava di gusto, arrivarono due garzoni e guardarono con occhi affamati l'oca che egli non aveva ancora toccato. Il Buontempone pensò: "Una ti basta." Chiamò i due garzoni e disse: -Prendete quest'oca e mangiatevela alla mia salute!-. Quelli ringraziarono, andarono all'osteria, si fecero portare mezzo litro di vino e del pane, tirarono fuori l'oca regalata e incominciarono a mangiarla. L'ostessa, che li osservava, disse al marito: -Quei due mangiano un'oca, va' un po' a controllare che non sia una delle due che abbiamo nella stufa-. L'oste corse a vedere, ma la stufa era vuota. -Razza di ladri! Volevate mangiare l'oca a buon mercato, vero? Pagate immediatamente o vi lavo con succo di bastone!- I due garzoni dissero: -Non siamo ladri: è stato un soldato in congedo a regalarci l'oca, là fuori, sul prato-. -Non menatemi per il naso! Il soldato è stato qui, ma se n'è andato da persona per bene, ho fatto attenzione a lui, siete voi i ladri e dovete pagare!- Ma siccome non avevano soldi, prese il randello e li cacciò fuori a bastonate. Il Buontempone intanto se ne andava per la sua strada e giunse in un luogo dove c'era uno splendido castello e, non molto lontano, una misera osteria. Egli vi entrò e chiese un letto per la notte, ma l'oste glielo rifiutò e disse: -Non c'è più posto, la locanda è piena di ospiti di riguardo-. -Mi meraviglia- disse il Buontempone -che vengano da voi e non vadano in quel magnifico castello.- -Sì- rispose l'oste -non c'è da fidarsi a passarvi una notte: chi ha provato non ne è uscito vivo.- -Se altri hanno tentato- disse il Buontempone -tenterò anch'io!- -Lasciate perdere!- soggiunse l'oste -ne va della vostra pelle.- -Questo è da vedersi- disse il Buontempone -datemi soltanto le chiavi, da mangiare e da bere in abbondanza.- L'oste gli diede la chiave, da mangiare e da bere; poi, presa ogni cosa, il Buontempone andò al castello. Mangiò di gusto e quando gli venne sonno si sdraiò per terra perché‚ non c'era neanche un letto. Non tardò ad addormentarsi, ma, durante la notte, fu svegliato da un gran rumore, aprì gli occhi e vide che nella stanza c'erano nove orrendi diavoli: avevano fatto cerchio attorno a lui e ballavano. Il Buontempone disse: -Ballate pure quanto volete, basta che non mi veniate troppo vicino-. Ma i diavoli gli si avvicinavano sempre di più e gli pestavano quasi la faccia con i loro sudici piedi. -Piantatela, spiriti maligni!- disse il Buontempone, ma quelli facevano sempre peggio. Allora egli andò in collera e gridò: -Adesso vi metto io a tacere!- Afferrò una sedia per le gambe e si mise a dar colpi a destra e a manca. Ma nove diavoli contro un soldato erano pur sempre troppi e, mentre egli picchiava quelli che gli stavano davanti, gli altri di dietro l'afferrarono per i capelli e lo trascinarono miseramente. -Furfanti di diavoli!- disse -adesso ne ho proprio abbastanza; ma aspettate un po'!- E aggiunse: -Voglio che tutti e nove i diavoli finiscano nel mio zaino-. In un baleno furono dentro; poi egli chiuse lo zaino e lo buttò in un angolo. Di colpo, tutto tornò tranquillo, il Buontempone si sdraiò di nuovo e dormì fino a giorno chiaro. Allora giunsero l'oste e il signore cui apparteneva il castello, per vedere come gli fosse andata. Quando lo videro sano e arzillo si stupirono e gli domandarono: -Non vi hanno fatto niente gli spiriti?. -Perbacco!- rispose il Buontempone -li ho tutti e nove nel mio zaino. Potete tornare ad abitare tranquillamente il vostro castello: d'ora in poi non ci saranno più spiriti!- Il nobiluomo lo ringraziò ricompensandolo con ricchi doni e offrendogli di entrare al suo servizio: avrebbe provveduto a mantenerlo per tutta la vita. -No- rispose il Buontempone -sono abituato a girovagare per il mondo, voglio proseguire per la mia strada.- Così se ne andò; entrò in una fucina, mise sull'incudine lo zaino con dentro i nove diavoli e pregò il fabbro e i suoi garzoni di picchiarci sopra. Quelli adoperarono tutta la forza che avevano e picchiarono con i loro grossi martelli, sicché‚ i diavoli levavano grida da far paura. Poi quando egli apri lo zaino, otto erano morti; solo uno viveva ancora, perché‚ si era rannicchiato in una piega; saltò fuori e se ne andò all'inferno. Il Buontempone andò a lungo in giro per il mondo e, a saperle, se ne potrebbero raccontare molte. Ma alla fine diventò vecchio e pensò alla morte. Allora andò da un eremita, conosciuto come uomo pio, e gli disse: -Sono stanco di girovagare, desidererei entrare nel Regno dei cieli-. L'eremita rispose: -Vi sono due vie: una è larga e piacevole e conduce all'inferno, l'altra è stretta e aspra e conduce in cielo-. "Sarei proprio uno sciocco, se scegliessi il cammino stretto e aspro!" pensò il Buontempone. Imboccò la via larga e piacevole e giunse infine davanti a una grande porta nera, che era la porta dell'inferno. Bussò e il custode guardò chi fosse. Ma quando riconobbe il Buontempone, si spaventò: si trattava proprio del nono diavolo, che era stato chiuso nello zaino e ne era uscito con un occhio nero. Perciò tornò a tirare in fretta il catenaccio, corse dal capo dei diavoli e gridò: -Fuori c'è un tale con uno zaino e vuole venire dentro; ma per carità, non lasciatelo entrare, altrimenti tutto l'inferno finisce nel suo zaino. Là dentro, una volta, mi ha fatto picchiare di santa ragione con il martello-. Perciò gridarono al Buontempone di andarsene via, che non l'avrebbero lasciato entrare. "Se qui non mi vogliono" pensò "andrò a vedere se troverò asilo in paradiso: da qualche parte devo pur alloggiare!" Tornò indietro e camminò finché‚ giunse davanti alla porta del paradiso, e bussò di nuovo. San Pietro faceva da guardiano proprio in quel momento; il Buontempone lo riconobbe e pensò: "Qui trovo qualcuno che conosco, le cose andranno meglio." Ma san Pietro disse: -Suppongo che tu voglia entrare in paradiso-. -Suvvia, fratello, lasciami entrare! Devo pure alloggiare da qualche parte; se all'inferno mi avessero preso, non sarei venuto qui!- -No- disse san Pietro -tu non entri.- -Bene, se non vuoi lasciarmi entrare, riprenditi pure il tuo zaino: non voglio avere niente da te!- disse il Buontempone. -Dammelo!- disse san Pietro. Egli fece allora passare lo zaino in paradiso attraverso l'inferriata, san Pietro lo prese e lo mise accanto alla sua sedia. Allora il Buontempone disse: -E ora voglio essere nello zaino-. In un baleno vi fu dentro, ed eccolo in paradiso; e san Pietro dovette lasciarvelo.