Había una vez, en pleno invierno, una reina que se dedicaba a la costura sentada cerca de una venta-na con marco de ébano negro. Los copos de nieve caían del cielo como plumones. Mirando nevar se pinchó un dedo con su aguja y tres gotas de sangre cayeron en la nieve. Como el efecto que hacía el rojo sobre la blanca nieve era tan bello, la reina se dijo.
-¡Ojalá tuviera una niña tan blanca como la nie-ve, tan roja como la sangre y tan negra como la madera de ébano!
Poco después tuvo una niñita que era tan blanca como la nieve, tan encarnada como la sangre y cuyos cabellos eran tan negros como el ébano.
Por todo eso fue llamada Blancanieves. Y al na-cer la niña, la reina murió.
Un año más tarde el rey tomó otra esposa. Era una mujer bella pero orgullosa y arrogante, y no po-día soportar que nadie la superara en belleza. Tenía un espejo maravilloso y cuando se ponía frente a él, mirándose le preguntaba:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces el espejo respondía:
La Reina es la más hermosa de esta región.
Ella quedaba satisfecha pues sabía que su espejo siempre decía la verdad.
Pero Blancanieves crecía y embellecía cada vez más; cuando alcanzó los siete años era tan bella co-mo la clara luz del día y aún más linda que la reina.
Ocurrió que un día cuando le preguntó al espejo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
el espejo respondió:
La Reina es la hermosa de este lugar,
pero la linda Blancanieves lo es mucho más.
Entonces la reina tuvo miedo y se puso amarilla y verde de envidia. A partir de ese momento, cuando veía a Blancanieves el corazón le daba un vuelco en el pecho, tal era el odio que sentía por la niña. Y su envidia y su orgullo crecían cada día más, como una mala hierba, de tal modo que no encontraba reposo, ni de día ni de noche.
Entonces hizo llamar a un cazador y le dijo:
-Lleva esa niña al bosque; no quiero que aparez-ca más ante mis ojos. La matarás y me traerás sus pulmones y su hígado como prueba.
El cazador obedeció y se la llevó, pero cuando quiso atravesar el corazón de Blancanieves, la niña se puso a llorar y exclamó:
-¡Mi buen cazador, no me mates!; correré hacia el bosque espeso y no volveré nunca más.
Como era tan linda el cazador tuvo piedad y di-jo:
-¡Corre, pues, mi pobre niña!
Pensaba, sin embargo, que las fieras pronto la devorarían. No obstante, no tener que matarla fue para él como si le quitaran un peso del corazón. Un cerdito venía saltando; el cazador lo mató, extrajo sus pulmones y su hígado y los llevó a la reina como prueba de que había cumplido su misión. El cocine-ro los cocinó con sal y la mala mujer los comió cre-yendo comer los pulmones y el hígado de Blancanieves.
Por su parte, la pobre niña se encontraba en medio de los grandes bosques, abandonada por todos y con tal miedo que todas las hojas de los árbo-les la asustaban. No tenía idea de cómo arreglárselas y entonces corrió y corrió sobre guijarros filosos y a través de las zarzas. Los animales salvajes se cruza-ban con ella pero no le hacían ningún daño. Corrió hasta la caída de la tarde; entonces vio una casita a la que entró para descansar. En la cabañita todo era pequeño, pero tan lindo y limpio como se pueda imaginar. Había una mesita pequeña con un mantel blanco y sobre él siete platitos, cada uno con su pe-queña cuchara, más siete cuchillos, siete tenedores y siete vasos, todos pequeños. A lo largo de la pared estaban dispuestas, una junto a la otra, siete camitas cubiertas con sábanas blancas como la nieve. Como tenía mucha hambre y mucha sed, Blancanieves co-mió trozos de legumbres y de pan de cada platito y bebió una gota de vino de cada vasito. Luego se sin-tió muy cansada y se quiso acostar en una de las ca-mas. Pero ninguna era de su medida; una era demasiado larga, otra un poco corta, hasta que fi-nalmente la séptima le vino bien. Se acostó, se en-comendó a Dios y se durmió.
Cuando cayó la noche volvieron los dueños de casa; eran siete enanos que excavaban y extraían metal en las montañas. Encendieron sus siete faro-litos y vieron que alguien había venido, pues las co-sas no estaban en el orden en que las habían dejado. El primero dijo:
-¿Quién se sentó en mi sillita?
El segundo:
-¿Quién comió en mi platito?
El tercero:
-¿Quién comió de mi pan?
El cuarto:
-¿Quién comió de mis legumbres?
El quinto.
-¿Quién pinchó con mi tenedor?
El sexto:
-¿Quién cortó con mi cuchillo?
El séptimo:
-¿Quién bebió en mi vaso?
Luego el primero pasó su vista alrededor y vio una pequeña arruga en su cama y dijo:
-¿Quién anduvo en mi lecho?
Los otros acudieron y exclamaron:
-¡Alguien se ha acostado en el mío también! Mi-rando en el suyo, el séptimo descubrió a Blancanie-ves, acostada y dormida. Llamó a los otros, que se precipitaron con exclamaciones de asombro. Enton-ces fueron a buscar sus siete farolitos para alumbrar a Blancanieves.
-¡Oh, mi Dios -exclamaron- qué bella es esta ni-ña!
Y sintieron una alegría tan grande que no la des-pertaron y la dejaron proseguir su sueño. El séptimo enano se acostó una hora con cada uno de sus com-pañeros y así pasó la noche.
Al amanecer, Blancanieves despertó y viendo a los siete enanos tuvo miedo. Pero ellos se mostraron amables y le preguntaron.
-¿Cómo te llamas?
-Me llamo Blancanieves -respondió ella.
-¿Como llegaste hasta nuestra casa?
Entonces ella les contó que su madrastra había querido matarla pero el cazador había tenido piedad de ella permitiéndole correr durante todo el día hasta encontrar la casita.
Los enanos le dijeron:
-Si quieres hacer la tarea de la casa, cocinar, ha-cer las camas, lavar, coser y tejer y si tienes todo en orden y bien limpio puedes quedarte con nosotros; no te faltará nada.
-Sí -respondió Blancanieves- acepto de todo co-razón. Y se quedó con ellos.
Blancanieves tuvo la casa en orden. Por las ma-ñanas los enanos partían hacia las montañas, donde buscaban los minerales y el oro, y regresaban por la noche. Para ese entonces la comida estaba lista.
Durante todo el día la niña permanecía sola; los buenos enanos la previnieron:
-¡Cuídate de tu madrastra; pronto sabrá que estás aquí! ¡No dejes entrar a nadie!
La reina, una vez que comió los que creía que eran los pulmones y el hígado de Blancanieves, se creyó de nuevo la principal y la más bella de todas las mujeres. Se puso ante el espejo y dijo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces el espejo respondió.
Pero, pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
La Reina es la más hermosa de este lugar
La reina quedó aterrorizada pues sabía que el es-pejo no mentía nunca. Se dio cuenta de que el caza-dor la había engañado y de que Blancanieves vivía. Reflexionó y buscó un nuevo modo de deshacerse de ella pues hasta que no fuera la más bella de la re-gión la envidia no le daría tregua ni reposo. Cuando finalmente urdió un plan se pintó la cara, se vistió como una vieja buhonera y quedó totalmente irre-conocible.
Así disfrazada atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos, golpeó a la puerta y gritó:
-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!
Blancanieves miró por la ventana y dijo:
-Buen día, buena mujer. ¿Qué vende usted?
-Una excelente mercadería -respondió-; cintas de todos colores.
La vieja sacó una trenzada en seda multicolor, y Blancanieves pensó:
-Bien puedo dejar entrar a esta buena mujer.
Corrió el cerrojo para permitirle el paso y poder comprar esa linda cinta.
-¡Niña -dijo la vieja- qué mal te has puesto esa cinta! Acércate que te la arreglo como se debe.
Blancanieves, que no desconfiaba, se colocó delante de ella para que le arreglara el lazo. Pero rápi-damente la vieja lo oprimió tan fuerte que Blancanieves perdió el aliento y cayó como muerta.
-Y bien -dijo la vieja-, dejaste de ser la más bella. Y se fue.
Poco después, a la noche, los siete enanos regre-saron a la casa y se asustaron mucho al ver a Blanca-nieves en el suelo, inmóvil. La levantaron y descubrieron el lazo que la oprimía. Lo cortaron y Blancanieves comenzó a respirar y a reanimarse po-co a poco.
Cuando los enanos supieron lo que había pasado dijeron:
-La vieja vendedora no era otra que la malvada reina. ¡Ten mucho cuidado y no dejes entrar a nadie cuando no estamos cerca!
Cuando la reina volvió a su casa se puso frente al espejo y preguntó:
¡Espejito, espejito, de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces, como la vez anterior, respondió:
La Reina es la más hermosa de este lugar,
Pero pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
Cuando oyó estas palabras toda la sangre le aflu-yó al corazón. El terror la invadió, pues era claro que Blancanieves había recobrado la vida.
-Pero ahora -dijo ella- voy a inventar algo que te hará perecer.
Y con la ayuda de sortilegios, en los que era ex-perta, fabricó un peine envenenado. Luego se disfra-zó tomando el aspecto de otra vieja. Así vestida atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos. Golpeó a la puerta y gritó:
-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!
Blancanieves miró desde adentro y dijo:
-Sigue tu camino; no puedo dejar entrar a nadie.
-Al menos podrás mirar -dijo la vieja, sacando el peine envenenado y levantándolo en el aire.
Tanto le gustó a la niña que se dejó seducir y abrió la puerta. Cuando se pusieron de acuerdo so-bre la compra la vieja le dilo:
-Ahora te voy a peinar como corresponde.
La pobre Blancanieves, que nunca pensaba mal, dejó hacer a la vieja pero apenas ésta le había puesto el peine en los cabellos el veneno hizo su efecto y la pequeña cayó sin conocimiento.
-¡Oh, prodigio de belleza -dijo la mala mujer-ahora sí que acabé contigo!
Por suerte la noche llegó pronto trayendo a los enanos con ella. Cuando vieron a Blancanieves en el suelo, como muerta, sospecharon enseguida de la madrastra. Examinaron a la niña y encontraron el peine envenenado. Apenas lo retiraron, Blancanieves volvió en sí y les contó lo que había sucedido. En-tonces le advirtieron una vez más que debería cui-darse y no abrir la puerta a nadie.
En cuanto llegó a su casa la reina se colocó frente al espejo y dijo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Y el espejito, respondió nuevamente:
La Reina es la más hermosa de este lugar.
Pero pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
La reina al oír hablar al espejo de ese modo, se estremeció y tembló de cólera.
-Es necesario que Blancanieves muera -exclamó-aunque me cueste la vida a mí misma.
Se dirigió entonces a una habitación escondida y solitaria a la que nadie podía entrar y fabricó una manzana envenenada. Exteriormente parecía buena, blanca y roja y tan bien hecha que tentaba a quien la veía; pero apenas se comía un trocito sobrevenía la muerte. Cuando la manzana estuvo pronta, se pintó la cara, se disfrazó de campesina y atravesó las siete montañas hasta llegar a la casa de los siete enanos.
Golpeó. Blancanieves sacó la cabeza por la ven-tana y dijo:
-No puedo dejar entrar a nadie; los enanos me lo han prohibido.
-No es nada -dijo la campesina- me voy a librar de mis manzanas. Toma, te voy a dar una.
-No-dijo Blancanieves -tampoco debo aceptar nada.
-¿Ternes que esté envenenada? -dijo la vieja-; mi-ra, corto la manzana en dos partes; tú comerás la parte roja y yo la blanca.
La manzana estaba tan ingeniosamente hecha que solamente la parte roja contenía veneno. La be-lla manzana tentaba a Blancanieves y cuando vio a la campesina comer no pudo resistir más, estiró la ma-no y tomó la mitad envenenada. Apenas tuvo un trozo en la boca, cayó muerta.
Entonces la vieja la examinó con mirada horri-ble, rió muy fuerte y dijo.
-Blanca como la nieve, roja como la sangre, ne-gra como el ébano. ¡Esta vez los enanos no podrán reanimarte!
Vuelta a su casa interrogó al espejo:
¡Espejito, espejito de mi habitación!
¿Quién es la más hermosa de esta región? Y el espejo finalmente respondió. La Reina es la más hermosa de esta región.
Entonces su corazón envidioso encontró repo-so, si es que los corazones envidiosos pueden en-contrar alguna vez reposo.
A la noche, al volver a la casa, los enanitos en-contraron a Blancanieves tendida en el suelo sin que un solo aliento escapara de su boca: estaba muerta. La levantaron, buscaron alguna cosa envenenada, aflojaron sus lazos, le peinaron los cabellos, la lava-ron con agua y con vino pelo todo esto no sirvió de nada: la querida niña estaba muerta y siguió están-dolo.
La pusieron en una parihuela. se sentaron junto a ella y durante tres días lloraron. Luego quisieron enterrarla pero ella estaba tan fresca como una per-sona viva y mantenía aún sus mejillas sonrosadas.
Los enanos se dijeron:
-No podemos ponerla bajo la negra tierra. E hi-cieron un ataúd de vidrio para que se la pudiera ver desde todos los ángulos, la pusieron adentro e inscribieron su nombre en letras de oro proclamando que era hija de un rey. Luego expusieron el ataúd en la montaña. Uno de ellos permanecería siempre a su lado para cuidarla. Los animales también vinieron a llorarla: primero un mochuelo, luego un cuervo y más tarde una palomita.
Blancanieves permaneció mucho tiempo en el ataúd sin descomponerse; al contrario, parecía dor-mir, ya que siempre estaba blanca como la nieve, roja como la sangre y sus cabellos eran negros como el ébano.
Ocurrió una vez que el hijo de un rey llegó, por azar, al bosque y fue a casa de los enanos a pasar la noche. En la montaña vio el ataúd con la hermosa Blancanieves en su interior y leyó lo que estaba es-crito en letras de oro.
Entonces dijo a los enanos:
-Dénme ese ataúd; les daré lo que quieran a cambio.
-No lo daríamos por todo el oro del mundo -respondieron los enanos.
-En ese caso -replicó el príncipe- regálenmelo pues no puedo vivir sin ver a Blancanieves. La hon-raré, la estimaré como a lo que más quiero en el mundo.
Al oírlo hablar de este modo los enanos tuvieron piedad de él y le dieron el ataúd. El príncipe lo hizo llevar sobre las espaldas de sus servidores, pero su-cedió que éstos tropezaron contra un arbusto y co-mo consecuencia del sacudón el trozo de manzana envenenada que Blancanieves aún conservaba en su garganta fue despedido hacia afuera. Poco después abrió los ojos, levantó la tapa del ataúd y se irguió, resucitada.
-¡Oh, Dios!, ¿dónde estoy? -exclamó.
-Estás a mi lado -le dijo el príncipe lleno de ale-gría.
Le contó lo que había pasado y le dijo:
-Te amo como a nadie en el mundo; ven conmi-go al castillo de mi padre; serás mi mujer.
Entonces Blancanieves comenzó a sentir cariño por él y se preparó la boda con gran pompa y mag-nificencia.
También fue invitada a la fiesta la madrastra criminal de Blancanieves. Después de vestirse con sus hermosos trajes fue ante el espejo y preguntó:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
El espejo respondió:
La Reina es la más hermosa de este lugar. Pero la joven Reina lo es mucho más.
Entonces la mala mujer lanzó un juramento y tuvo tanto, tanto miedo, que no supo qué hacer. Al principio no quería ir de ningún modo a la boda. Pero no encontró reposo hasta no ver a la joven reina.
Al entrar reconoció a Blancanieves y la angustia y el espanto que le produjo el descubrimiento la de-jaron clavada al piso sin poder moverse.
Pero ya habían puesto zapatos de hierro sobre carbones encendidos y luego los colocaron delante de ella con tenazas. Se obligó a la bruja a entrar en esos zapatos incandescentes y a bailar hasta que le llegara la muerte.
-¡Ojalá tuviera una niña tan blanca como la nie-ve, tan roja como la sangre y tan negra como la madera de ébano!
Poco después tuvo una niñita que era tan blanca como la nieve, tan encarnada como la sangre y cuyos cabellos eran tan negros como el ébano.
Por todo eso fue llamada Blancanieves. Y al na-cer la niña, la reina murió.
Un año más tarde el rey tomó otra esposa. Era una mujer bella pero orgullosa y arrogante, y no po-día soportar que nadie la superara en belleza. Tenía un espejo maravilloso y cuando se ponía frente a él, mirándose le preguntaba:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces el espejo respondía:
La Reina es la más hermosa de esta región.
Ella quedaba satisfecha pues sabía que su espejo siempre decía la verdad.
Pero Blancanieves crecía y embellecía cada vez más; cuando alcanzó los siete años era tan bella co-mo la clara luz del día y aún más linda que la reina.
Ocurrió que un día cuando le preguntó al espejo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
el espejo respondió:
La Reina es la hermosa de este lugar,
pero la linda Blancanieves lo es mucho más.
Entonces la reina tuvo miedo y se puso amarilla y verde de envidia. A partir de ese momento, cuando veía a Blancanieves el corazón le daba un vuelco en el pecho, tal era el odio que sentía por la niña. Y su envidia y su orgullo crecían cada día más, como una mala hierba, de tal modo que no encontraba reposo, ni de día ni de noche.
Entonces hizo llamar a un cazador y le dijo:
-Lleva esa niña al bosque; no quiero que aparez-ca más ante mis ojos. La matarás y me traerás sus pulmones y su hígado como prueba.
El cazador obedeció y se la llevó, pero cuando quiso atravesar el corazón de Blancanieves, la niña se puso a llorar y exclamó:
-¡Mi buen cazador, no me mates!; correré hacia el bosque espeso y no volveré nunca más.
Como era tan linda el cazador tuvo piedad y di-jo:
-¡Corre, pues, mi pobre niña!
Pensaba, sin embargo, que las fieras pronto la devorarían. No obstante, no tener que matarla fue para él como si le quitaran un peso del corazón. Un cerdito venía saltando; el cazador lo mató, extrajo sus pulmones y su hígado y los llevó a la reina como prueba de que había cumplido su misión. El cocine-ro los cocinó con sal y la mala mujer los comió cre-yendo comer los pulmones y el hígado de Blancanieves.
Por su parte, la pobre niña se encontraba en medio de los grandes bosques, abandonada por todos y con tal miedo que todas las hojas de los árbo-les la asustaban. No tenía idea de cómo arreglárselas y entonces corrió y corrió sobre guijarros filosos y a través de las zarzas. Los animales salvajes se cruza-ban con ella pero no le hacían ningún daño. Corrió hasta la caída de la tarde; entonces vio una casita a la que entró para descansar. En la cabañita todo era pequeño, pero tan lindo y limpio como se pueda imaginar. Había una mesita pequeña con un mantel blanco y sobre él siete platitos, cada uno con su pe-queña cuchara, más siete cuchillos, siete tenedores y siete vasos, todos pequeños. A lo largo de la pared estaban dispuestas, una junto a la otra, siete camitas cubiertas con sábanas blancas como la nieve. Como tenía mucha hambre y mucha sed, Blancanieves co-mió trozos de legumbres y de pan de cada platito y bebió una gota de vino de cada vasito. Luego se sin-tió muy cansada y se quiso acostar en una de las ca-mas. Pero ninguna era de su medida; una era demasiado larga, otra un poco corta, hasta que fi-nalmente la séptima le vino bien. Se acostó, se en-comendó a Dios y se durmió.
Cuando cayó la noche volvieron los dueños de casa; eran siete enanos que excavaban y extraían metal en las montañas. Encendieron sus siete faro-litos y vieron que alguien había venido, pues las co-sas no estaban en el orden en que las habían dejado. El primero dijo:
-¿Quién se sentó en mi sillita?
El segundo:
-¿Quién comió en mi platito?
El tercero:
-¿Quién comió de mi pan?
El cuarto:
-¿Quién comió de mis legumbres?
El quinto.
-¿Quién pinchó con mi tenedor?
El sexto:
-¿Quién cortó con mi cuchillo?
El séptimo:
-¿Quién bebió en mi vaso?
Luego el primero pasó su vista alrededor y vio una pequeña arruga en su cama y dijo:
-¿Quién anduvo en mi lecho?
Los otros acudieron y exclamaron:
-¡Alguien se ha acostado en el mío también! Mi-rando en el suyo, el séptimo descubrió a Blancanie-ves, acostada y dormida. Llamó a los otros, que se precipitaron con exclamaciones de asombro. Enton-ces fueron a buscar sus siete farolitos para alumbrar a Blancanieves.
-¡Oh, mi Dios -exclamaron- qué bella es esta ni-ña!
Y sintieron una alegría tan grande que no la des-pertaron y la dejaron proseguir su sueño. El séptimo enano se acostó una hora con cada uno de sus com-pañeros y así pasó la noche.
Al amanecer, Blancanieves despertó y viendo a los siete enanos tuvo miedo. Pero ellos se mostraron amables y le preguntaron.
-¿Cómo te llamas?
-Me llamo Blancanieves -respondió ella.
-¿Como llegaste hasta nuestra casa?
Entonces ella les contó que su madrastra había querido matarla pero el cazador había tenido piedad de ella permitiéndole correr durante todo el día hasta encontrar la casita.
Los enanos le dijeron:
-Si quieres hacer la tarea de la casa, cocinar, ha-cer las camas, lavar, coser y tejer y si tienes todo en orden y bien limpio puedes quedarte con nosotros; no te faltará nada.
-Sí -respondió Blancanieves- acepto de todo co-razón. Y se quedó con ellos.
Blancanieves tuvo la casa en orden. Por las ma-ñanas los enanos partían hacia las montañas, donde buscaban los minerales y el oro, y regresaban por la noche. Para ese entonces la comida estaba lista.
Durante todo el día la niña permanecía sola; los buenos enanos la previnieron:
-¡Cuídate de tu madrastra; pronto sabrá que estás aquí! ¡No dejes entrar a nadie!
La reina, una vez que comió los que creía que eran los pulmones y el hígado de Blancanieves, se creyó de nuevo la principal y la más bella de todas las mujeres. Se puso ante el espejo y dijo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces el espejo respondió.
Pero, pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
La Reina es la más hermosa de este lugar
La reina quedó aterrorizada pues sabía que el es-pejo no mentía nunca. Se dio cuenta de que el caza-dor la había engañado y de que Blancanieves vivía. Reflexionó y buscó un nuevo modo de deshacerse de ella pues hasta que no fuera la más bella de la re-gión la envidia no le daría tregua ni reposo. Cuando finalmente urdió un plan se pintó la cara, se vistió como una vieja buhonera y quedó totalmente irre-conocible.
Así disfrazada atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos, golpeó a la puerta y gritó:
-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!
Blancanieves miró por la ventana y dijo:
-Buen día, buena mujer. ¿Qué vende usted?
-Una excelente mercadería -respondió-; cintas de todos colores.
La vieja sacó una trenzada en seda multicolor, y Blancanieves pensó:
-Bien puedo dejar entrar a esta buena mujer.
Corrió el cerrojo para permitirle el paso y poder comprar esa linda cinta.
-¡Niña -dijo la vieja- qué mal te has puesto esa cinta! Acércate que te la arreglo como se debe.
Blancanieves, que no desconfiaba, se colocó delante de ella para que le arreglara el lazo. Pero rápi-damente la vieja lo oprimió tan fuerte que Blancanieves perdió el aliento y cayó como muerta.
-Y bien -dijo la vieja-, dejaste de ser la más bella. Y se fue.
Poco después, a la noche, los siete enanos regre-saron a la casa y se asustaron mucho al ver a Blanca-nieves en el suelo, inmóvil. La levantaron y descubrieron el lazo que la oprimía. Lo cortaron y Blancanieves comenzó a respirar y a reanimarse po-co a poco.
Cuando los enanos supieron lo que había pasado dijeron:
-La vieja vendedora no era otra que la malvada reina. ¡Ten mucho cuidado y no dejes entrar a nadie cuando no estamos cerca!
Cuando la reina volvió a su casa se puso frente al espejo y preguntó:
¡Espejito, espejito, de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Entonces, como la vez anterior, respondió:
La Reina es la más hermosa de este lugar,
Pero pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
Cuando oyó estas palabras toda la sangre le aflu-yó al corazón. El terror la invadió, pues era claro que Blancanieves había recobrado la vida.
-Pero ahora -dijo ella- voy a inventar algo que te hará perecer.
Y con la ayuda de sortilegios, en los que era ex-perta, fabricó un peine envenenado. Luego se disfra-zó tomando el aspecto de otra vieja. Así vestida atravesó las siete montañas y llegó a la casa de los siete enanos. Golpeó a la puerta y gritó:
-¡Vendo buena mercadería! ¡Vendo! ¡Vendo!
Blancanieves miró desde adentro y dijo:
-Sigue tu camino; no puedo dejar entrar a nadie.
-Al menos podrás mirar -dijo la vieja, sacando el peine envenenado y levantándolo en el aire.
Tanto le gustó a la niña que se dejó seducir y abrió la puerta. Cuando se pusieron de acuerdo so-bre la compra la vieja le dilo:
-Ahora te voy a peinar como corresponde.
La pobre Blancanieves, que nunca pensaba mal, dejó hacer a la vieja pero apenas ésta le había puesto el peine en los cabellos el veneno hizo su efecto y la pequeña cayó sin conocimiento.
-¡Oh, prodigio de belleza -dijo la mala mujer-ahora sí que acabé contigo!
Por suerte la noche llegó pronto trayendo a los enanos con ella. Cuando vieron a Blancanieves en el suelo, como muerta, sospecharon enseguida de la madrastra. Examinaron a la niña y encontraron el peine envenenado. Apenas lo retiraron, Blancanieves volvió en sí y les contó lo que había sucedido. En-tonces le advirtieron una vez más que debería cui-darse y no abrir la puerta a nadie.
En cuanto llegó a su casa la reina se colocó frente al espejo y dijo:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
Y el espejito, respondió nuevamente:
La Reina es la más hermosa de este lugar.
Pero pasando los bosques,
en la casa de los enanos,
la linda Blancanieves lo es mucho más.
La reina al oír hablar al espejo de ese modo, se estremeció y tembló de cólera.
-Es necesario que Blancanieves muera -exclamó-aunque me cueste la vida a mí misma.
Se dirigió entonces a una habitación escondida y solitaria a la que nadie podía entrar y fabricó una manzana envenenada. Exteriormente parecía buena, blanca y roja y tan bien hecha que tentaba a quien la veía; pero apenas se comía un trocito sobrevenía la muerte. Cuando la manzana estuvo pronta, se pintó la cara, se disfrazó de campesina y atravesó las siete montañas hasta llegar a la casa de los siete enanos.
Golpeó. Blancanieves sacó la cabeza por la ven-tana y dijo:
-No puedo dejar entrar a nadie; los enanos me lo han prohibido.
-No es nada -dijo la campesina- me voy a librar de mis manzanas. Toma, te voy a dar una.
-No-dijo Blancanieves -tampoco debo aceptar nada.
-¿Ternes que esté envenenada? -dijo la vieja-; mi-ra, corto la manzana en dos partes; tú comerás la parte roja y yo la blanca.
La manzana estaba tan ingeniosamente hecha que solamente la parte roja contenía veneno. La be-lla manzana tentaba a Blancanieves y cuando vio a la campesina comer no pudo resistir más, estiró la ma-no y tomó la mitad envenenada. Apenas tuvo un trozo en la boca, cayó muerta.
Entonces la vieja la examinó con mirada horri-ble, rió muy fuerte y dijo.
-Blanca como la nieve, roja como la sangre, ne-gra como el ébano. ¡Esta vez los enanos no podrán reanimarte!
Vuelta a su casa interrogó al espejo:
¡Espejito, espejito de mi habitación!
¿Quién es la más hermosa de esta región? Y el espejo finalmente respondió. La Reina es la más hermosa de esta región.
Entonces su corazón envidioso encontró repo-so, si es que los corazones envidiosos pueden en-contrar alguna vez reposo.
A la noche, al volver a la casa, los enanitos en-contraron a Blancanieves tendida en el suelo sin que un solo aliento escapara de su boca: estaba muerta. La levantaron, buscaron alguna cosa envenenada, aflojaron sus lazos, le peinaron los cabellos, la lava-ron con agua y con vino pelo todo esto no sirvió de nada: la querida niña estaba muerta y siguió están-dolo.
La pusieron en una parihuela. se sentaron junto a ella y durante tres días lloraron. Luego quisieron enterrarla pero ella estaba tan fresca como una per-sona viva y mantenía aún sus mejillas sonrosadas.
Los enanos se dijeron:
-No podemos ponerla bajo la negra tierra. E hi-cieron un ataúd de vidrio para que se la pudiera ver desde todos los ángulos, la pusieron adentro e inscribieron su nombre en letras de oro proclamando que era hija de un rey. Luego expusieron el ataúd en la montaña. Uno de ellos permanecería siempre a su lado para cuidarla. Los animales también vinieron a llorarla: primero un mochuelo, luego un cuervo y más tarde una palomita.
Blancanieves permaneció mucho tiempo en el ataúd sin descomponerse; al contrario, parecía dor-mir, ya que siempre estaba blanca como la nieve, roja como la sangre y sus cabellos eran negros como el ébano.
Ocurrió una vez que el hijo de un rey llegó, por azar, al bosque y fue a casa de los enanos a pasar la noche. En la montaña vio el ataúd con la hermosa Blancanieves en su interior y leyó lo que estaba es-crito en letras de oro.
Entonces dijo a los enanos:
-Dénme ese ataúd; les daré lo que quieran a cambio.
-No lo daríamos por todo el oro del mundo -respondieron los enanos.
-En ese caso -replicó el príncipe- regálenmelo pues no puedo vivir sin ver a Blancanieves. La hon-raré, la estimaré como a lo que más quiero en el mundo.
Al oírlo hablar de este modo los enanos tuvieron piedad de él y le dieron el ataúd. El príncipe lo hizo llevar sobre las espaldas de sus servidores, pero su-cedió que éstos tropezaron contra un arbusto y co-mo consecuencia del sacudón el trozo de manzana envenenada que Blancanieves aún conservaba en su garganta fue despedido hacia afuera. Poco después abrió los ojos, levantó la tapa del ataúd y se irguió, resucitada.
-¡Oh, Dios!, ¿dónde estoy? -exclamó.
-Estás a mi lado -le dijo el príncipe lleno de ale-gría.
Le contó lo que había pasado y le dijo:
-Te amo como a nadie en el mundo; ven conmi-go al castillo de mi padre; serás mi mujer.
Entonces Blancanieves comenzó a sentir cariño por él y se preparó la boda con gran pompa y mag-nificencia.
También fue invitada a la fiesta la madrastra criminal de Blancanieves. Después de vestirse con sus hermosos trajes fue ante el espejo y preguntó:
¡Espejito, espejito de mi habitación! ¿Quién es la más hermosa de esta región?
El espejo respondió:
La Reina es la más hermosa de este lugar. Pero la joven Reina lo es mucho más.
Entonces la mala mujer lanzó un juramento y tuvo tanto, tanto miedo, que no supo qué hacer. Al principio no quería ir de ningún modo a la boda. Pero no encontró reposo hasta no ver a la joven reina.
Al entrar reconoció a Blancanieves y la angustia y el espanto que le produjo el descubrimiento la de-jaron clavada al piso sin poder moverse.
Pero ya habían puesto zapatos de hierro sobre carbones encendidos y luego los colocaron delante de ella con tenazas. Se obligó a la bruja a entrar en esos zapatos incandescentes y a bailar hasta que le llegara la muerte.
Cică într-o iarnă, pe când zăpada cădea din înaltul nemărginit al cerului în fulgi mari şi pufoşi, o împărăteasă sta într-un jilţ şi cosea lângă o fereastră cu pervazul negru, de abanos.
Şi cum cosea ea aşa, aruncându-şi din când în când privirile la ninsoarea ce se cernea de sus, se întâmplă să se înţepe cu acul în deget şi trei picături de sânge căzură în zăpadă. Roşul sângelui arăta atât de frumos pe albul zăpezii, că împărăteasa rămase încântată şi gândi în sinea ei: "Ce n-aş da să am un copil alb ca zăpada, roşu ca sângele şi cu părul negru ca abanosul!"
Trecu timpul, dar nu prea multişor, şi împărăteasa născu o fetiţă albă ca zăpada, cu gura roşie ca sângele şi cu păr negru ca abanosul. Şi-i dădură numele de Albă-ca-Zăpada… După ce o aduse însă pe lume, împărăteasa muri.
Cum trecu anul, împăratul îşi luă altă soţie. Femeia asta era cadră de frumoasă, dar nespus de trufaşă şi mândră şi n-ar fi îngăduit nici în ruptul capului s-o întreacă alta în frumuseţe. Avea o oglindă fermecată şi ori de câte ori se privea într-însa nu uita s-o întrebe:
- Oglinjoară din perete, oglinjoară,
- Cine e cea mai frumoasă din ţară?
Şi oglinda-i răspundea:
- Măria ta eşti cea mai frumoasă din întreaga ţară!
Împărăteasa zâmbea fericită, fiindcă ştia că oglinda grăieşte numai adevărul.
Vezi, însă, că Albă-ca-Zăpada creştea şi se făcea pe zi ce trecea tot mai frumoasă; şi când împlini şapte ani, era o minunăţie de fată frumoasă ca lumina zilei. Şi frumuseţea împărătesei începu a păli înaintea ei.
Şi într-o bună zi, când împărăteasa întrebă oglinda:
- Oglinjoară din perete, oglinjoară,
- Cine e cea mai frumoasă din ţară?
Oglinda-i răspunse:
- Frumoasă eşti, crăiasă, ca ziua luminoasă,
- Dar Albă-ca-Zăpada e mult, mult mai frumoasă!
La auzul acestor vorbe, împărăteasa se înspăimântă grozav şi, de pizmă şi ciudă, o dată se îngălbeni şi se înverzi, de ziceai că-i moartea. Din clipa aceea, ori de câte ori o zărea pe Albă-ca-Zăpada simţea că-i plesneşte fierea de ciudă: şi azi aşa, mâine aşa, până ce începu s-o urască de moarte. Pizma şi ciuda creşteau în inima ei ca buruiana cea rea şi se cuibăriseră atât de adânc, că împărăteasa nu-şi mai găsea pace nici ziua, nici noaptea. În cele din urmă chemă un vânător şi-i porunci:
- Ia fata asta şi du-o în adâncul pădurii, că nu rabd s-o mai văd în faţa ochilor! Omoar-o şi drept mărturie că mi-ai îndeplinit porunca să-mi aduci plămânii şi ficatul netrebnicei!
Vânătorul nu ieşi din vorbele împărătesei şi se afundă cu Albă-ca-Zăpada în pădure; dar când scoase jungherul de la brâu şi se pregătea să-i străpungă inima nevinovată, sărmana copilă începu să plângă în hohote şi să se roage:
- Vânătorule drag, cruţă-mi viaţa şi-ţi făgăduiesc c-o să-mi pierd urma în sălbăticia asta de codru şi n-o să mă mai întorc niciodată acasă!
Şi pentru că Albă-ca-Zăpada era atât de frumoasă, vânătorului i se făcu milă de ea şi-i spuse:
- Dacă-i aşa, fugi de te ascunde, fetiţă dragă, unde nu calcă picior de om! Iar în sinea lui gândea: "Biata de tine, până la urmă tot or să te sfâşie fiarele sălbatice!"
Totuşi, parcă i se luase o piatră de pe inimă că nu trebuie să-şi mânjească mâinile cu sânge nevinovat. Şi cum tocmai trecea pe acolo în fugă un pui de mistreţ, îl înjunghie şi, scoţându-i plămânii şi ficatul, le duse împărătesei drept mărturie că i-a împlinit în totul dorinţa.
Împărăteasa îi porunci bucătarului să le gătească de îndată, cu sare şi tot felul de mirodenii, şi atât de neagră era la suflet, că nu se dădu îndărăt să le mănânce, încredinţată fiind că mănâncă plămânii şi ficatul fetiţei.
Biata copilă rămăsese singură-singurică în pădurea cea nesfârşită şi era atât de înfricoşată, că privea la mulţimea frunzelor de pe copaci ca şi când de-acolo ar fi putut să se ivească vreo primejdie şi nu ştia în ce chip şi-ar putea găsi scăparea… Într-un sfârşit începu să alerge şi gonea întruna peste bolovani colţuroşi şi printre mărăcini, iar fiarele sălbatice treceau în fugă pe dinaintea ei, dar nu-i făceau nici un rău. Alergă ea aşa, cât o mai ţinură picioarele, şi-n geana amurgului dădu cu ochii de o căsuţă şi intră înăuntru să se odihnească.
În căsuţă, toate lucrurile erau mititele dar atât de gingaşe şi sclipind de curăţenie, că ţi-era mai mare dragul să le priveşti. Pe o măsuţă acoperită cu o faţă de masă albă erau rânduite şapte talere mici şi lângă fiecare taler se afla câte o linguriţă, o furculiţă, un cuţitaş şi-o cupă cât un degetar. Iar de-a lungul unui perete se înşirau şapte pătuceane, aşternute cu cearşafuri albe ca neaua.
Cum era tare flămândă şi însetată, Albă-ca-Zăpada ciuguli câte un pic din fiecare taler, ciupi câte-o fărâmiţă de pâine şi sorbi din fiecare cupă câte-o înghiţitură de vin, fiindcă nu voia să ia toată mâncarea numai de la unul singur. Şi fiindcă se simţea grozav de obosită, dădu să se culce într-un pătuţ, dar nici unul nu i se potrivea: unul era prea lung, altul prea scurt şi abia ultimul pătuţ se nimeri să fie pe măsura ei. Fata se culcă în el şi adormi.
Când se întunecă de-a binelea, sosiră şi stăpânii căsuţei. Erau cei şapte pitici, care sfredeleau munţii, scormonind în măruntaiele lor pentru a scoate la lumină tot soiul de metale. Ei aprinseră cele şapte lumânărele şi de îndată ce se făcu lumină în căsuţă îşi dădură seama că cineva străin cotrobăise peste tot, fiindcă lucrurile nu se mai aflau la locul lor, aşa cum le lăsaseră la plecare. Şi atunci primul pitic zise:
- Cine a stat pe scăunelul meu?
Al doilea urmă:
- Cine a mâncat din talerul meu?
Al treilea:
- Cine a muşcat din pâinişoara mea?
Al patrulea:
- Cine a luat din legumele mele?
Al cincilea:
- Cine a umblat cu furculiţa mea?
Al şaselea:
- Cine a tăiat cu cuţitaşul meu?
Al şaptelea întrebă şi el:
- Cine a băut din cupa mea?
Primul pitic cătă în jur mai cu luare-aminte şi pe dată văzu o mică adâncitură în pătucul lui.
- Cine s-a culcat în pătuţul meu?! se minună el.
Ceilalţi alergară într-o goană la pătuceanurile lor şi începură să strige care mai de care:
- Şi-n pătuţul meu a stat cineva!
Dar când cel de-al şaptelea se apropie de pătucul său, dete cu ochii de Albă-ca-Zăpada, care stătea în el adâncită în somn. Îi chemă pe ceilalţi şi cu toţii veniră în grabă, scoţând strigăte de uimire. Apoi îndreptară spre Albă-ca-Zăpada lumina celor şapte lumânărele şi rămaseră s-o privească.
- Doamne, Dumnezeule, apucară ei să strige, tare frumoasă mai e copila asta!
Şi atât de bucuroşi erau, că nu se îndurară s-o trezească, ci o lăsară să doarmă mai departe în pătuţ. Iar cel de-al şaptelea pitic dormi câte un ceas în patul fiecăruia şi aşa trecu noaptea.
Când se lumină de zi, Albă-ca-Zăpada deschise încetinel ochii şi, văzându-i pe cei şapte pitici, se sperie rău. Dar ei se arătară prietenoşi şi începură s-o întrebe cu blândeţe:
- Cum te cheamă, fetiţo?
- Albă-ca-Zăpada! răspunse ea.
- Şi cum se face că ai ajuns în căsuţa noastră? o mai întrebară ei.
Atunci Albă-ca-Zăpada le povesti de-a fir a păr totul: cum maică-sa vitregă a pus s-o omoare, dar vânătorul se îndurase de ea şi-i lăsase viaţa şi cum gonise toată ziulica prin pădure, până ce dăduse peste căsuţa lor. După ce o ascultară fără să scape vreun cuvinţel din istorisirea ei, piticii îi ziseră:
- Dacă te învoieşti să vezi de gospodăria noastră, să găteşti, să faci paturile, să coşi, să speli, să împleteşti şi să ţii totul în bună rânduială şi curăţenie, apoi poţi rămâne la noi şi n-o să duci lipsă de nimic.
- Da, primesc cu dragă inimă! răspunse Albă-ca-Zăpada şi de atunci rămase la ei.
Ea îngrijea acum de toate treburile casei şi-n fiecare dimineaţă piticii plecau în munţi să scoată aur şi tot soiul de alte metale şi, când se întorceau seara acasă, găseau mâncarea gata, aburind pe cuptor. Peste zi, fata rămânea singură-singurică şi din această pricină piticii cei buni avuseseră mereu grijă s-o povăţuiască:
- Păzeşte-te de maşteră, că n-o să-i fie greu defel să afle că eşti la noi! Şi cine ştie ce pune iar la cale! Nu cumva să laşi pe cineva să intre în casă!
Iar împărăteasa, fiind încredinţată că mâncase plămânii şi ficatul fiicei ei vitrege, se credea iarăşi cea mai frumoasă femeie de pe lume. Şi într-o zi, apropiindu-se de oglindă, o întrebă:
- Oglinjoară din perete, oglinjoară,
- Cine e cea mai frumoasă din ţară?
Atunci oglinda îi răspunse:
- Frumoasă eşti, crăiasă, ca ziua luminoasă,
- Dar colo, ascunsă-n munţi,
- Stă Albă-ca-Zăpada, la cei pitici cărunţi,
- Şi-i mult mai frumoasă!
Împărăteasa se sperie din cale-afară, fiindcă ştia prea bine că oglinda nu minte. Şi-şi dădu pe dată seama că vânătorul o înşelase şi că Albă-ca-Zăpada era încă în viaţă.
Începu ea atunci să se frământe şi să chibzuiască în ce chip ar putea s-o piardă din nou, căci atâta vreme cât nu era cea mai frumoasă din toată împărăţia pizma îi chinuia sufletul fără răgaz şi n-avea clipă de linişte. În cele din urmă născoci ceva: îşi vopsi faţa şi se îmbrăcă întocmai ca o bătrână neguţătoreasă, că nimeni n-ar mai fi putut s-o recunoască.
Schimbată astfel la înfăţişare, o porni peste cei şapte munţi şi într-un sfârşit se pomeni în faţa căscioarei celor şapte pitici. Bătu la uşă şi strigă din toată puterea:
- De vânzare marfă frumoasă, de vânzare!
Albă-ca-Zăpada îşi aruncă o privire pe geam şi întrebă:
- Bună ziua, tuşică dragă, da' ce ai matale de vânzare?
- Marfă bună şi frumoasă! se grăbi să-i răspundă neguţătoreasa. Cingători de toate culorile.
Şi vicleana scoase una, împletită din mătase bălţată.
"Se vede cât de colo că-i o femeie de treabă, gândi fata, aşa că n-am de ce să n-o las înăuntru! Că doar n-o fi foc…"
Trase zăvorul, o pofti să intre şi-şi cumpără cingătoarea cea frumoasă.
- Vai ce pocit ţi-ai pus-o, fetiţo! Ia apropie-te, să te gătesc eu cu ea, aşa cum se cuvine! o îmbie cu blândeţe femeia.
Albă-ca-Zăpada n-avea de unde să bănuiască c-ar paşte-o vreo primejdie şi o lăsă să-i pună cingătoarea. Dar băbuşca o încinse repede cu ea şi-o strânse atât de tare, că fetei i se tăie răsuflarea şi căzu jos ca moartă.
- Ei, de-acum n-o să mai fii tu cea mai frumoasă! hohoti împărăteasa şi o şterse repede pe uşă.
Nu mai trecu mult şi, spre seară, veniră acasă cei şapte pitici. Şi cum se mai speriară, bieţii de ei, când o găsiră pe iubita lor Albă-ca-Zăpada zăcând la pământ, fără simţire, de parcă-ar fi fost moartă! O ridicară de jos şi, văzând cât de strâns îi era mijlocul, tăiară în două cingătoarea. Fata prinse a răsufla iar şi încetul cu încetul îşi reveni în simţiri. Le povesti ea piticilor toate câte s-au întâmplat şi aceştia îi atraseră din nou luarea-aminte:
- Neguţătoreasa ceea nu era alta decât haina de împărăteasă. Fereşte-te, barem de-acu' încolo, fată dragă, şi nu mai lăsa pe nimeni să intre când nu suntem noi acasă!
Şi tare multă dreptate aveau, că femeia cea neagră la inimă nici nu aşteptă să treacă bine pragul palatului şi se duse glonţ la oglindă şi-o întrebă:
- Oglinjoară din perete, oglinjoară,
- Cine e cea mai frumoasă din ţară?
Iar oglinda pe dată îi răspunse:
- Frumoasă eşti, crăiasă, ca ziua luminoasă,
- Dar colo, ascunsă-n munţi,
- Stă Albă-ca-Zăpada, la cei pitici cărunţi,
- Şi-i mult mai frumoasă!
Împărăteasa rămase ca stana de piatră când auzi asta şi simţi că-i năvăleşte tot sângele-n cap, ca un vârtej, de câtă spaimă şi mânie clocotea în ea. Va să zică, tot nu scăpase de Albă-ca-Zăpada, tot vie era netrebnica asta! "Ei bine, de data asta m-oi strădui să născocesc ceva fără de greş, ca să-ţi viu de-a binelea de hac!" Şi cum la farmece şi vrăji n-o întrecea nimeni, haina de împărăteasă meşteri un pieptene otrăvit.
După aceea îşi schimbă hainele şi luă înfăţişarea unei băbuţe gârbovite de ani. Şi iarăşi o porni peste cei şapte munţi, la cei şapte pitici cărunţi. Ajungând ea la căsuţa lor, ciocăni în uşă şi strigă:
- Marfă bună de vânzare, marfă bună!
Albă-ca-Zăpada cătă afară pe geam şi spuse:
- Vezi-ţi de drum, femeie, că n-am voie să las pe nimeni înăuntru!
- Da' de privit cred că ai voie să priveşti, nu-i aşa?
Şi scoţând pieptenele cel otrăvit, îl tot plimbă pe sub ochii fetei. Atât de mult îi plăcuse pieptenul, că Albă-ca-Zăpada se lăsă amăgită şi deschise uşa. După ce se învoiră din preţ, bătrâna o momi cu cele mai dulci vorbe:
- Ia vino încoa' la baba, să te pieptene, ca să fii şi tu o dată pieptănată ca lumea!
Biata Albă-ca-Zăpada nu se gândi la nimic rău şi se lăsă pieptănată. Dar de-abia îi trecu băbuşca pieptenele prin păr, că otrava şi începu să lucreze prin toate mădularele, arătându-şi puterea ucigătoare şi biata copilă căzu jos, fără viaţă.
- Acu' s-a sfârşit cu tine, frumoasa frumoaselor! rânji la ea femeia cea haină şi-n timp ce se grăbea să se îndepărteze de acele locuri sufletul ei negru clocotea de-o bucurie drăcească.
Dar, spre norocul fetei, înserarea coborî curând şi cei şapte pitici sosiră acasă. De îndată ce-o văzură pe Albă-ca-Zăpada zăcând fără viaţă bănuiră că maştera trebuie să fi pus iar ceva la cale şi, cercetând copila cu grijă, dădură peste pieptenele cel otrăvit. Cum i-l smulseră din păr, Albă-ca-Zăpada îşi reveni în fire, ca şi când ar fi dormit numai niţeluş şi prinse a le povesti cele întâmplate. Dimineaţa piticii o sfătuiră din nou să fie cu ochii în patru şi să nu mai deschidă nimănui uşa, fie ce-o fi, şi apoi se duseră la treburile lor.
În ăst timp, împărăteasa ajunsese la palatul ei şi aşezându-se în faţa oglinzii se grăbi s-o întrebe:
- Oglinjoară din perete, oglinjoară,
- Cine e cea mai frumoasă din ţară?
Şi oglinda îi răspunse ca şi altădată:
- Frumoasă eşti, crăiasă, ca ziua luminoasă,
- Dar acolo, ascunsă-n munţi,
- Stă Albă-ca-Zăpada, la cei pitici cărunţi,
- Şi-i mult mai frumoasă!
Auzindu-i spusele, împărăteasa începu să tremure toată şi să clocotească de mânie. "Netrebnica asta trebuie să moară, chiar de-ar fi să plătesc moartea ei cu preţul vieţii mele!" Se strecură apoi într-o odăiţă dosnică, în care nu călca picior de om, şi amestecă de ici, amestecă de colo, până ce plămădi un măr otrăvit. La înfăţişare mărul era nespus de frumos; alb ca spuma, pe-o parte, şi rumen pe alta, că oricine l-ar fi văzut i se trezea numaidecât pofta să-l mănânce. Dar cine ar fi apucat să muşte numai o dată din el zile multe nu mai avea şi cădea mort pe loc. După ce sfârşi de meşteşugit mărul, împărăteasa îşi boi faţa şi se îmbrăcă în straie de ţărancă. Şi schimbată astfel trecu peste cei şapte munţi, grăbindu-se să ajungă la căscioara celor şapte pitici.
Aci bătu la uşă, dar Albă-ca-Zăpada scoase capul pe fereastră şi spuse:
- Nu pot lăsa pe nimeni să intre, că nu-mi dau voie piticii!
- Altă pagubă să n-am! răspunse ţăranca. Slavă Domnului, găsesc eu muşterii pentru merele mele! Da' până una alta, hai de ia şi tu unul, că nu-i pe bani!
- Nici nu mă gândesc să-l iau, răspunse Albă-ca-Zăpada, n-am voie să primesc nimic!
- Ce, te temi să nu mori cumva otrăvită? strecură ea cu viclenie întrebarea. Fii pe pace, copiliţo! Iaca, tai mărul în două: bucata asta rumenă mănânc-o tu, iar pe cealaltă oi mânca-o eu.
Dar vezi că mărul era cu meşteşug făcut, că numai partea cea rumenă era otrăvită.
Albă-ca-Zăpada râvnea de nu mai putea să guste o dată din măr şi când o văzu pe ţărancă muşcând din el nu mai putu răbda şi întinzând mâna pe fereastră luă jumătatea cea înveninată. Dar n-apucă să-nghită decât o îmbucătură că şi căzu jos, fără suflare. Împărăteasa îi aruncă priviri ca de fiară şi, beată de bucurie, strigă printre hohote de râs:
- Albă-ca-Zăpada, roşie ca sângele şi neagră ca abanosul, de-acu' piticii n-or mai putea să te învie!
Plecă de acolo cât putu de repede şi când ajunse la palat întrebă iar oglinda:
- Oglinjoară din perete, oglinjoară,
- Cine e cea mai frumoasă din ţară?
Şi deodată auzi vorbele după care tânjise atât:
- Măria ta e cea mai frumoasă din întreaga ţară!
Abia acum îşi găsi liniştea inima ei cea pizmaşă, pe cât poate fi liniştită o inimă pizmaşă…
În faptul serii, când piticii se întoarseră acasă o găsiră pe Albă-ca-Zăpada zăcând pe jos fără pic de suflare. Era moartă ca toţi morţii. O ridicară, căutând să vadă dacă nu găsesc vreun lucru înveninat, îi desfăcură cingătoarea, o pieptănară, o spălară cu apă şi cu vin, dar totul fu zadarnic. Copila cea dragă era moartă ca toţi morţii şi moartă rămase! Atunci o aşezară pe o năsălie şi, strângându-se toţi şapte în jurul ei, plânseră amar şi-o jeliră trei zile încheiate. Vrură după aceea s-o îngroape, dar fata arăta atât de frumoasă de parcă s-ar fi aflat doar în somn şi-n obraji avea aceiaşi bujori roşii dintotdeauna, aşa că piticii nu se îndurară s-o coboare în pământ.
- Nu, în adâncul cel negru al pământului nu o putem coborî. Ar fi mare păcat! grăiră care mai de care şi, aşternându-se pe muncă, îi făcură un sicriu de cleştar, ca să poată fi văzută de oriunde te-ai uita la ea.
O culcară apoi înăuntru şi deasupra îi scriseră numele cu slove de aur, precum şi că a fost fiică de împărat. Apoi urcară sicriul pe-un vârf de munte, de-l aşezară acolo, şi de fiecare dată rămânea câte unul de veghe. Vietăţile pădurii începură a veni şi ele s-o jelească; mai întâi se arătă o buhă, apoi un corb şi-n urma acestora o hulubiţă. Şi aşa rămase Albă-ca-Zăpada multă, multă vreme în sicriul ei de cleştar şi nimic nu-i ştirbea din negrăita-i frumuseţe. Părea că-i vie şi doarme, că era tot aşa de albă ca zăpada, de roşie ca sângele şi cu părul negru ca abanosul.
Şi s-a întâmplat ca un fecior de crai să se rătăcească în pădurea aceea şi, dând peste căsuţa piticilor, să le ceară găzduire peste noapte. A doua zi, când o porni la drum, văzu sicriul din creştetul muntelui şi pe frumoasa Albă-ca-Zăpada, şi citi cu nesaţ ce sta scris deasupra, cu slove de aur. Şi cum privea vrăjit şi nu se putea desprinde de locul acela, începu a-i ruga pe pitici:
- Daţi-mi mie sicriul şi-o să vă dau în schimb tot ce v-o pofti inima!
Dar piticii îi răspunseră:
- Nu ţi-l dăm nici pentru tot aurul din lume.
Dacă văzu aşa, feciorul de împărat îi rugă cu şi mai multă stăruinţă şi ardoare:
- Atunci înduraţi-vă şi mi-l dăruiţi, că de când i-am zărit chipul nu mai pot trăi fără s-o văd pe Albă-ca-Zăpada. Şi v-asigur c-o voi cinsti mereu şi-o voi păzi ca pe făptura care mi-e cea mai scumpă pe lume!
Auzindu-l cu cât foc vorbea, inimoşii pitici se îndurară de el şi-i dăruiră sicriul. Feciorul de împărat îşi chemă slugile şi le porunci să ia coşciugul pe umeri şi să-l urmeze. Şi cum mergeau ei aşa, se întâmplă ca unul dintre slujitori să se poticnească de-o buturugă şi, din pricina zdruncinăturii, bucăţica de măr pe care o înghiţise Albă-ca-Zăpada îi sări afară din gâtlej. O clipită, doar atât să fi trecut, şi domniţa deschise ochii, ridică uşurel capacul sicriului şi se sculă în capul oaselor. Şi era din nou vie de parcă s-ar fi trezit tocmai atunci din somn.
- Vai, Doamne, unde mă aflu? strigă ea nedumerită.
Cu ochii râzând de bucurie, feciorul de împărat se apropie de dânsa şi-i spuse:
- Cu mine eşti, cu mine!
Şi-i povesti toate câte s-au întâmplat. Iar la sfârşit adause:
- Îmi eşti mai dragă decât orice pe lumea asta şi de te-ai învoi să mă însoţeşti la curtea tatălui meu bine-ar fi, că ard de dorinţa să-mi fii soţie.
Albă-ca-Zăpada ce era să mai spună, că şi ei îi căzuse drag… Porni împreună cu el şi făcură o nuntă de se duse vestea, cu mare alai şi voioşie. La nuntă o poftiră şi pe maştera cea haină, că de, tot o socoteau un fel de rudă… După ce s-a gătit ea cu veşmintele cele mai de preţ, s-a apropiat de oglindă şi a întrebat-o:
- Oglinjoară, oglinjoară,
- Cine e cea mai frumoasă din ţară?
Şi oglinda pe dată i-a răspuns:
- Frumoasă eşti, crăiasă, ca ziua luminoasă,
- Dar tânăra domniţă e mult, mult mai frumoasă!
Atunci drăcoaica de femeie începu să blesteme de ciudă şi să urle ca scoasă din minţi şi deodată simţi că i se face frică, dar o frică atât de îngrozitoare, că nu ştia ce să mai facă şi-ncotro s-o mai apuce. La început se codi să meargă la nuntă, dar cum nu-şi găsea o clipă de linişte, gândi că trebuie neapărat s-o vadă pe tânăra împărăteasă.
Şi de cum păşi în sala tronului, dădu ochii cu Albă-ca-Zăpada şi, recunoscând-o, înlemni de spaimă şi rămase ţeapănă ca o momâie. Spaima pusese stăpânire pe toată făptura ei; din pricina asta, împărăteasa se urâţea văzând cu ochii. Şi atât de pocită se făcu că nici ea singură nu mai cuteza să se privească în oglindă.
Îşi luă lumea în cap şi o ţinu tot într-o goană, până se pierdu în adâncul pădurii sălbatice, ca să-şi ascundă acolo urâţenia. Şi de atunci, nici unui om nu-i mai fu dat s-o vadă şi nimeni nu mai ştiu ceva despre soarta ei. Iar Albă-ca-Zăpada trăi în bucurie şi fericire împreună cu tânărul împărat şi, dacă n-or fi murit, cu siguranţă că mai trăiesc şi-n zilele noastre.