Hubo una vez una gran guerra, terminada la cual, fueron licenciados muchos soldados. Entre ellos estaba el Hermano Alegre, que, con su licencia, no recibió más ayuda de costas que un panecillo de munición y cuatro cruzados. Y con todo esto se marchó.
Pero San Pedro se había apostado en el camino, disfrazado de mendigo, y, al pasar Hermano Alegre le pidió limosna. Respondióle éste:
- ¿Qué puedo darte, buen mendigo? Fui soldado, me licenciaron y no tengo sino un pan de munición y cuatro cruzados en dinero. Cuando lo haya terminado, tendré que mendigar como tú. Algo voy a darte, de todos modos. Partió el pan en cuatro pedazos y dio al mendigo uno y un cruzado. Agradecióselo
San Pedro y volvió a situarse más lejos, tomando la figura de otro mendigo; cuando pasó el soldado, pidióle nuevamente limosna.
Pero San Pedro se había apostado en el camino, disfrazado de mendigo, y, al pasar Hermano Alegre le pidió limosna. Respondióle éste:
- ¿Qué puedo darte, buen mendigo? Fui soldado, me licenciaron y no tengo sino un pan de munición y cuatro cruzados en dinero. Cuando lo haya terminado, tendré que mendigar como tú. Algo voy a darte, de todos modos. Partió el pan en cuatro pedazos y dio al mendigo uno y un cruzado. Agradecióselo
San Pedro y volvió a situarse más lejos, tomando la figura de otro mendigo; cuando pasó el soldado, pidióle nuevamente limosna.
Hermano Alegre repitió lo que la vez anterior, y le dio otra cuarta parte del pan y otro cruzado. San Pedro le dio las gracias y, adoptando de nuevo figura de mendigo, lo aguardó más adelante para solicitar otra vez su limosna . Hermano Alegre le dio la tercera porción del pan y el tercer cruzado.
San Pedro le dio las gracias, y hermano alegre continuó su ruta sin más que la última cuarta parte del pan y el último cruzado. Entrando, con ello, en un mesón, se comió el pan y se gastó el cruzado en cerveza. Luego reemprendió la marcha y entonces San Pedro le salió al encuentro en forma de soldado licenciado, y le dijo:
- buenos días, compañero, ¿no podrías darme un trocito de pan y un cruzado para echar un trago?
- ¿De dónde quieres que lo saque?- le respondó Hermano Alegre, -me han licenciado sin darme otra cosa que un pan de munición y cuatro cruzado en dinero. Me topé en la carretera con tres pobres; a cada uno le di la cuarta parte del pan y un cruzado. La última cuarta parte me la he comido en el mesón, y con el último cruzado he comprado cerveza. Ahora soy pobre como una rata y, puesto que tú tampoco tienes nada, podríamos ir a mendigar juntos.
- No -respondió San Pedro, -no será necesario. Yo entiendo algo de medicina y espero ganarme lo suficiente para vivir.
San Pedro le dio las gracias, y hermano alegre continuó su ruta sin más que la última cuarta parte del pan y el último cruzado. Entrando, con ello, en un mesón, se comió el pan y se gastó el cruzado en cerveza. Luego reemprendió la marcha y entonces San Pedro le salió al encuentro en forma de soldado licenciado, y le dijo:
- buenos días, compañero, ¿no podrías darme un trocito de pan y un cruzado para echar un trago?
- ¿De dónde quieres que lo saque?- le respondó Hermano Alegre, -me han licenciado sin darme otra cosa que un pan de munición y cuatro cruzado en dinero. Me topé en la carretera con tres pobres; a cada uno le di la cuarta parte del pan y un cruzado. La última cuarta parte me la he comido en el mesón, y con el último cruzado he comprado cerveza. Ahora soy pobre como una rata y, puesto que tú tampoco tienes nada, podríamos ir a mendigar juntos.
- No -respondió San Pedro, -no será necesario. Yo entiendo algo de medicina y espero ganarme lo suficiente para vivir.
- Sí- dijo Hermano Alegre, -pues yo no entiendo pizca en este arte, así, me tocará mendigar solo.-
- Vente conmigo- le dijo San Pedro, -nos partiremos lo que yo gane.
- Por mí, de perlas- exclamó Hermano Alegre; y emprendieron juntos el camino. No tardaron en llegar a una casa de campo, de cuyo interior salían agudos gritos y lamentaciones. Al entrar se encontraron con que el marido se hallaba a punto de morir, por lo que la mujer lloraba a voz en grito.
- Basta de llorar y gritar -le dijo San Pedro-, yo curaré a vuestro marido -y sacándose una pomada del bolsillo, en un santiamén hubo curado al hombre, el cual se levantó completamente sano. El hombre y la mujer, fuera de sí de alegría, le dijeron
- ¿cómo podremos pagaros? ¿Qué podríamos daros? Pero San Pedro se negó a aceptar nada, y cuanto más insistían los labriegos, tanto más se resistía él. Hermano Alegre, dando un codazo a San Pedro, le susurró
- ¡acepta algo, hombre, bien lo necesitamos! Por fin, la campesina trajo un cordero y dijo a San Pedro que debía aceptarlo; pero él no lo quería. Hermano Alegre, dándole otro codazo, insistió a su vez
- ¡tómalo, zoquete, bien sabes que lo necesitamos! Al cabo, respondió San Pedro
- bBueno, me quedaré con el cordero; pero no quiero llevarlo; si tú quieres, carga con él.
- ¡Si sólo es eso! -exclamó el otro-. ¡Claro que lo llevaré! -. Y se lo cargó al hombro.
Siguieron caminando hasta llegar a un bosque; el cordero le pesaba a Hermano Alegre, y además tenía hambre, por lo que dijo a San Pedro
- mira, éste es un buen lugar; podríamos degollar el cordero, asarlo y comérnoslo.
- No tengo inconveniente -respondió su compañero-; pero como yo no entiendo nada de cocina, lo habrás de hacer tú, ahí tienes un caldero; yo, mientras tanto, daré unas vueltas por aquí Pero no empieces a comer hasta que venga yo. Volveré a tiempo.
- Márchate tranquilo -dijo hermano alegre-. Yo entiendo de cocina y sabré arreglarme. Marchóse San Pedro, y Hermano Alegre sacrificó el cordero, encendió fuego, echó la carne en el caldero y la puso a cocer. El guiso estaba ya a punto, y San Pedro no volvía; entonces Hermano Alegre lo sacó del caldero, lo cortó en pedazos y encontró el corazón:
- Vente conmigo- le dijo San Pedro, -nos partiremos lo que yo gane.
- Por mí, de perlas- exclamó Hermano Alegre; y emprendieron juntos el camino. No tardaron en llegar a una casa de campo, de cuyo interior salían agudos gritos y lamentaciones. Al entrar se encontraron con que el marido se hallaba a punto de morir, por lo que la mujer lloraba a voz en grito.
- Basta de llorar y gritar -le dijo San Pedro-, yo curaré a vuestro marido -y sacándose una pomada del bolsillo, en un santiamén hubo curado al hombre, el cual se levantó completamente sano. El hombre y la mujer, fuera de sí de alegría, le dijeron
- ¿cómo podremos pagaros? ¿Qué podríamos daros? Pero San Pedro se negó a aceptar nada, y cuanto más insistían los labriegos, tanto más se resistía él. Hermano Alegre, dando un codazo a San Pedro, le susurró
- ¡acepta algo, hombre, bien lo necesitamos! Por fin, la campesina trajo un cordero y dijo a San Pedro que debía aceptarlo; pero él no lo quería. Hermano Alegre, dándole otro codazo, insistió a su vez
- ¡tómalo, zoquete, bien sabes que lo necesitamos! Al cabo, respondió San Pedro
- bBueno, me quedaré con el cordero; pero no quiero llevarlo; si tú quieres, carga con él.
- ¡Si sólo es eso! -exclamó el otro-. ¡Claro que lo llevaré! -. Y se lo cargó al hombro.
Siguieron caminando hasta llegar a un bosque; el cordero le pesaba a Hermano Alegre, y además tenía hambre, por lo que dijo a San Pedro
- mira, éste es un buen lugar; podríamos degollar el cordero, asarlo y comérnoslo.
- No tengo inconveniente -respondió su compañero-; pero como yo no entiendo nada de cocina, lo habrás de hacer tú, ahí tienes un caldero; yo, mientras tanto, daré unas vueltas por aquí Pero no empieces a comer hasta que venga yo. Volveré a tiempo.
- Márchate tranquilo -dijo hermano alegre-. Yo entiendo de cocina y sabré arreglarme. Marchóse San Pedro, y Hermano Alegre sacrificó el cordero, encendió fuego, echó la carne en el caldero y la puso a cocer. El guiso estaba ya a punto, y San Pedro no volvía; entonces Hermano Alegre lo sacó del caldero, lo cortó en pedazos y encontró el corazón:
- Esto debe ser lo mejor, se dijo; probó un pedacito y, a continuación, se lo comió entero. Llegó, al fin, San Pedro y le dijo
-puedes comerte todo el cordero; déjame sólo el corazón. Hermano Alegre cogió cuchillo y tenedor y se puso a hurgar entre la carne, como si buscara el corazón y no lo hallara, hasta que, al fin, dijo
-pues no está.
- ¡Cómo! -dijo el apóstol. -¿Pues dónde quieres que esté? - No sé -respondió Hermano Alegre-. Pero, ¡seremos tontos los dos! ¡Estamos buscando el corazón del cordero, y a ninguno se le ha ocurrido que los corderos no tienen corazón!
- ¡Con qué me sales ahora! -dijo San Pedro. -Todos los animales tienen corazón, ¿por qué no habría de tenerlo el cordero? -
-No, hermano, puedes creerlo; los corderos no tienen corazón. Piénsalo un poco y comprenderás que no lo pueden tener.
- En fin, dejémoslo -dijo San Pedro-. Puesto que no hay corazón, yo no quiero nada. Puedes comértelo todo. - Lo que me sobre lo guardaré en la mochila -dijo Hermano Alegre, y, después de comerse la mitad, metió el resto en su mochila. Siguieron andando, y San Pedro hizo que un gran río se atravesara en su camino, de modo que no tenían más remedio que cruzarlo. Dijo San Pedro:
- Pasa tú delante. - No -respondió Hermano Alegre-, tú primero, -pensando: "Si el río es demasiado profundo, yo me quedo atrás".
Pasó San Pedro, y el agua sólo le llegó hasta la rodilla. Entró entonces en él Hermano Alegre; pero se hundía cada vez más, hasta que el agua le llegó al cuello. Gritó entonces:
- ¡Hermano, ayúdame! Y dijo San Pedro - ¿quieres confesar que te has comido el corazón del cordero?
- ¡No -respondió, - no me lo he comido!
El agua continuaba subiendo, y le llegaba ya hasta la boca.
-¡Ayúdame, hermano!- exclamó el soldado.
Volvió a preguntarle San Pedro - ¿quieres confesar que te comiste el corazón del cordero?
- ¡No -repitió, - no me lo he comido!
Pero el santo, no queriendo que se ahogase, hizo bajar el agua y lo ayudó a llegar a la orilla. Continuaron adelante y llegaron a un reino, donde les dijeron que la hija del rey se hallaba en trance de muerte. - Anda, hermano -dijo el soldado a San Pedro, -esto nos viene al pelo. Si la curamos, se nos habrán acabado las preocupaciones para siempre. Pero San Pedro no se daba gran prisa. - ¡Vamos, aligera las piernas, hermanito! -ledecía, ¡tenemos que llegar a tiempo!
Pero San Pedro avanzaba cada vez con mayor lentitud, a pesar de la insistencia y las recriminaciones de Hermano Alegre; y, así, les llegó la noticia de que la princesa había muerto. - ¡Ahí tienes! -dijo el Hermano Alegre, ¡todo, por tu cachaza! - No te preocupes - le contestó San Pedro, -puedo hacer algo más que curar enfermos; puedo también resucitar muertos.
- ¡Anda! -dijo Hermano Alegre, -si es así, ¡no te digo nada! Por lo menos has de pedir la mitad del reino.-
-puedes comerte todo el cordero; déjame sólo el corazón. Hermano Alegre cogió cuchillo y tenedor y se puso a hurgar entre la carne, como si buscara el corazón y no lo hallara, hasta que, al fin, dijo
-pues no está.
- ¡Cómo! -dijo el apóstol. -¿Pues dónde quieres que esté? - No sé -respondió Hermano Alegre-. Pero, ¡seremos tontos los dos! ¡Estamos buscando el corazón del cordero, y a ninguno se le ha ocurrido que los corderos no tienen corazón!
- ¡Con qué me sales ahora! -dijo San Pedro. -Todos los animales tienen corazón, ¿por qué no habría de tenerlo el cordero? -
-No, hermano, puedes creerlo; los corderos no tienen corazón. Piénsalo un poco y comprenderás que no lo pueden tener.
- En fin, dejémoslo -dijo San Pedro-. Puesto que no hay corazón, yo no quiero nada. Puedes comértelo todo. - Lo que me sobre lo guardaré en la mochila -dijo Hermano Alegre, y, después de comerse la mitad, metió el resto en su mochila. Siguieron andando, y San Pedro hizo que un gran río se atravesara en su camino, de modo que no tenían más remedio que cruzarlo. Dijo San Pedro:
- Pasa tú delante. - No -respondió Hermano Alegre-, tú primero, -pensando: "Si el río es demasiado profundo, yo me quedo atrás".
Pasó San Pedro, y el agua sólo le llegó hasta la rodilla. Entró entonces en él Hermano Alegre; pero se hundía cada vez más, hasta que el agua le llegó al cuello. Gritó entonces:
- ¡Hermano, ayúdame! Y dijo San Pedro - ¿quieres confesar que te has comido el corazón del cordero?
- ¡No -respondió, - no me lo he comido!
El agua continuaba subiendo, y le llegaba ya hasta la boca.
-¡Ayúdame, hermano!- exclamó el soldado.
Volvió a preguntarle San Pedro - ¿quieres confesar que te comiste el corazón del cordero?
- ¡No -repitió, - no me lo he comido!
Pero el santo, no queriendo que se ahogase, hizo bajar el agua y lo ayudó a llegar a la orilla. Continuaron adelante y llegaron a un reino, donde les dijeron que la hija del rey se hallaba en trance de muerte. - Anda, hermano -dijo el soldado a San Pedro, -esto nos viene al pelo. Si la curamos, se nos habrán acabado las preocupaciones para siempre. Pero San Pedro no se daba gran prisa. - ¡Vamos, aligera las piernas, hermanito! -ledecía, ¡tenemos que llegar a tiempo!
Pero San Pedro avanzaba cada vez con mayor lentitud, a pesar de la insistencia y las recriminaciones de Hermano Alegre; y, así, les llegó la noticia de que la princesa había muerto. - ¡Ahí tienes! -dijo el Hermano Alegre, ¡todo, por tu cachaza! - No te preocupes - le contestó San Pedro, -puedo hacer algo más que curar enfermos; puedo también resucitar muertos.
- ¡Anda! -dijo Hermano Alegre, -si es así, ¡no te digo nada! Por lo menos has de pedir la mitad del reino.-
Y se presentaron en palacio, donde todo era tristeza y aflicción. Pero San Pedro dijo al rey que resucitaría a su hija.
Conducido a presencia de la difunta, dijo
- que me traigan un caldero con agua.
Luego hizo salir a todo el mundo; y se quedó sólo Hermano Alegre.
Seguidamente cortó todos los miembros de la difunta, los echó en el agua y, después de encender fuego debajo del caldero, los puso a cocer. Cuando ya toda la carne se hubo separado de los huesos, sacó el blanco esqueleto y lo colocó sobre una mesa, disponiendo los huesos en su orden natural. Cuando lo tuvo hecho, avanzó y dijo por tres veces
- ¡en el nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate!; y, a la tercera, la princesa recobró la vida, quedando sana y hermosa.
El rey se alegró sobremanera y dijo a San Pedro
- señala tú mismo la recompensa que quieras; te la daré, aunque me pidas la mitad del reino. Pero San Pedro le contestó
- ¡no pido nada! -¡Valiente tonto!-, pensó Hermano Alegre, y, dando un codazo a su compañero, le dijo: - ¡No seas bobo! Si tú no quieres nada, yo, por lo menos, necesito algo. Pero San Pedro se empeñó en no aceptar nada. Sin embargo, observando el rey que el otro quedaba descontento, mandó a su tesorero que le llenase de oro su mochila.
Marcháronse los dos, y, al llegar a un bosque, dijo San Pedro a Hermano Alegre
- Ahora nos repartiremos el oro. - Muy bien -asintió el otro-. Manos a la obra. Y San Pedro lo repartió en tres partes, mientras su compañero pensaba
¡a éste le falta algún tornillo! Hace tres partes, cuando sólo somos dos.
Pero dijo San Pedro
- he hecho tres partes exactamente iguales: una para mí, otra para ti, y la tercera para el que se comió el corazón del cordero.
- ¡Oh, fui yo quien se lo comió! -exclamó Hermano Alegre, embolsando el oro. -Esto puedes creérmelo. - ¡Cómo puede ser esto!- dijo San Pedro, - si un cordero no tiene corazón. -
Conducido a presencia de la difunta, dijo
- que me traigan un caldero con agua.
Luego hizo salir a todo el mundo; y se quedó sólo Hermano Alegre.
Seguidamente cortó todos los miembros de la difunta, los echó en el agua y, después de encender fuego debajo del caldero, los puso a cocer. Cuando ya toda la carne se hubo separado de los huesos, sacó el blanco esqueleto y lo colocó sobre una mesa, disponiendo los huesos en su orden natural. Cuando lo tuvo hecho, avanzó y dijo por tres veces
- ¡en el nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate!; y, a la tercera, la princesa recobró la vida, quedando sana y hermosa.
El rey se alegró sobremanera y dijo a San Pedro
- señala tú mismo la recompensa que quieras; te la daré, aunque me pidas la mitad del reino. Pero San Pedro le contestó
- ¡no pido nada! -¡Valiente tonto!-, pensó Hermano Alegre, y, dando un codazo a su compañero, le dijo: - ¡No seas bobo! Si tú no quieres nada, yo, por lo menos, necesito algo. Pero San Pedro se empeñó en no aceptar nada. Sin embargo, observando el rey que el otro quedaba descontento, mandó a su tesorero que le llenase de oro su mochila.
Marcháronse los dos, y, al llegar a un bosque, dijo San Pedro a Hermano Alegre
- Ahora nos repartiremos el oro. - Muy bien -asintió el otro-. Manos a la obra. Y San Pedro lo repartió en tres partes, mientras su compañero pensaba
¡a éste le falta algún tornillo! Hace tres partes, cuando sólo somos dos.
Pero dijo San Pedro
- he hecho tres partes exactamente iguales: una para mí, otra para ti, y la tercera para el que se comió el corazón del cordero.
- ¡Oh, fui yo quien se lo comió! -exclamó Hermano Alegre, embolsando el oro. -Esto puedes creérmelo. - ¡Cómo puede ser esto!- dijo San Pedro, - si un cordero no tiene corazón. -
¡Vamos, hermano! ¡Tonterías! Un cordero tiene corazón como todos los animales. ¿Por qué no iban a tenerlo?
- Está bien- dijo San Pedro, -guárdate el oro; pero no quiero seguir contigo; seguiré solo mi camino.
- Como quieras, hermanito- respondióle el soldado-. ¡Adiós! San Perdro tomó otra carretera, mientras Hermano Alegre pensaba -mejor que se marche, pues, bien mirado, es un santo bien extraño.
Tenía ahora bastante dinero; pero como era un manirroto y no sabía administrarlo, lo derrochó en poco tiempo, y pronto volvió a estar sin blanca. En esto llegó a un país donde le dijeron que la hija del Rey acababa de morir. - ¡Bien! -pensó.- Ésta es la mía. La resucitaré y me haré pagar bien. ¡Así da gusto! -. Y, presentándose al rey, le ofreció devolver la vida a la princesa.
Es el caso que había llegado a oídos del rey que un soldado licenciado andaba por el mundo resucitando muertos, y pensó que bien podía tratarse de Hermano Alegre; sin embargo, no fiándose del todo, consultó primero a sus consejeros, los cuales opinaron que merecía la pena realizar la prueba, dado que la princesa, de todos modos, estaba muerta. Mandó entonces Hermano Alegre que le trajese un caldero con agua y, haciendo salir a todos, cortó los miembros del cadáver, los echó en el agua y encendió fuego, tal como lo hubiera visto hacer a San Pedro. Comenzó el agua a hervir, y la carne se desprendió; sacando entonces los huesos, los puso sobre la mesa; pero como no sabía en qué orden debía colocarlos, los juntó de cualquier modo. Luego se adelantó y exclamó
- ¡en nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate! - y lo dijo tres veces, pero los huesos no se movieron.
Volvió a repetirlo tres veces, pero otra vez en vano. -¡Diablo de mujer! ¡Levántate!- gritó entonces, -o lo pasarás mal!
Apenas había pronunciado estas palabras, San Pedro entró de pronto por la ventana, presentándose en su anterior figura de soldado licenciado y dijo
- Hombre impío, ¿qué estás haciendo? ¿Cómo quieres que resucite a la muerta, si le has puesto los huesos de cualquier modo?
- Hermanito, lo hice lo mejor que supe - le respondió Hermano Alegre.
- Por esta vez te sacaré de apuros; pero, tenlo bien entendido: si otra vez te metes en estas cosas, te costará caro. Además, no pedirás nada al rey ni aceptarás la más mínima recompensa por lo de hoy.- Entonces San Pedro dispuso los huesos en el orden debido y pronunció por tres veces
- ¡en nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate! -, a lo cual la princesa se incorporó, sana y hermosa como antes, mientras el santo salía de la habitación por la ventana.
Hermano Alegre, aunque satisfecho de haber salido tan bien parado de la aventura, estaba colérico por no poder cobrarse el servicio.
- Me gustaría saber -pensaba - qué diablos tiene en la cabeza, que lo que me da con una mano me lo quita con la otra. ¡Esto no tiene sentido!
El rey ofreció al Hermano Alegre lo que quisiera. Éste, aunque no podía aceptar nada, se las arregló con indirectas y astucias para que el monarca le llenase de oro la mochila, y con eso, se marchó.
Al salir, lo aguardaba en la puerta San Pedro, y le dijo
- mira, que clase de hombre eres. ¿No te prohibí que aceptases nada? Y ahora te llevas la mochila llena de oro.-
- ¡Qué otra cosa podía hacer! -replicó Hermano Alegre-. ¡Si me lo han metido a la fuerza!
- Pues atiende a lo que te digo, que no vuelvas a hacer estas cosas o lo vas a pasar mal.
- Está bien- dijo San Pedro, -guárdate el oro; pero no quiero seguir contigo; seguiré solo mi camino.
- Como quieras, hermanito- respondióle el soldado-. ¡Adiós! San Perdro tomó otra carretera, mientras Hermano Alegre pensaba -mejor que se marche, pues, bien mirado, es un santo bien extraño.
Tenía ahora bastante dinero; pero como era un manirroto y no sabía administrarlo, lo derrochó en poco tiempo, y pronto volvió a estar sin blanca. En esto llegó a un país donde le dijeron que la hija del Rey acababa de morir. - ¡Bien! -pensó.- Ésta es la mía. La resucitaré y me haré pagar bien. ¡Así da gusto! -. Y, presentándose al rey, le ofreció devolver la vida a la princesa.
Es el caso que había llegado a oídos del rey que un soldado licenciado andaba por el mundo resucitando muertos, y pensó que bien podía tratarse de Hermano Alegre; sin embargo, no fiándose del todo, consultó primero a sus consejeros, los cuales opinaron que merecía la pena realizar la prueba, dado que la princesa, de todos modos, estaba muerta. Mandó entonces Hermano Alegre que le trajese un caldero con agua y, haciendo salir a todos, cortó los miembros del cadáver, los echó en el agua y encendió fuego, tal como lo hubiera visto hacer a San Pedro. Comenzó el agua a hervir, y la carne se desprendió; sacando entonces los huesos, los puso sobre la mesa; pero como no sabía en qué orden debía colocarlos, los juntó de cualquier modo. Luego se adelantó y exclamó
- ¡en nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate! - y lo dijo tres veces, pero los huesos no se movieron.
Volvió a repetirlo tres veces, pero otra vez en vano. -¡Diablo de mujer! ¡Levántate!- gritó entonces, -o lo pasarás mal!
Apenas había pronunciado estas palabras, San Pedro entró de pronto por la ventana, presentándose en su anterior figura de soldado licenciado y dijo
- Hombre impío, ¿qué estás haciendo? ¿Cómo quieres que resucite a la muerta, si le has puesto los huesos de cualquier modo?
- Hermanito, lo hice lo mejor que supe - le respondió Hermano Alegre.
- Por esta vez te sacaré de apuros; pero, tenlo bien entendido: si otra vez te metes en estas cosas, te costará caro. Además, no pedirás nada al rey ni aceptarás la más mínima recompensa por lo de hoy.- Entonces San Pedro dispuso los huesos en el orden debido y pronunció por tres veces
- ¡en nombre de la Santísima Trinidad, muerta, levántate! -, a lo cual la princesa se incorporó, sana y hermosa como antes, mientras el santo salía de la habitación por la ventana.
Hermano Alegre, aunque satisfecho de haber salido tan bien parado de la aventura, estaba colérico por no poder cobrarse el servicio.
- Me gustaría saber -pensaba - qué diablos tiene en la cabeza, que lo que me da con una mano me lo quita con la otra. ¡Esto no tiene sentido!
El rey ofreció al Hermano Alegre lo que quisiera. Éste, aunque no podía aceptar nada, se las arregló con indirectas y astucias para que el monarca le llenase de oro la mochila, y con eso, se marchó.
Al salir, lo aguardaba en la puerta San Pedro, y le dijo
- mira, que clase de hombre eres. ¿No te prohibí que aceptases nada? Y ahora te llevas la mochila llena de oro.-
- ¡Qué otra cosa podía hacer! -replicó Hermano Alegre-. ¡Si me lo han metido a la fuerza!
- Pues atiende a lo que te digo, que no vuelvas a hacer estas cosas o lo vas a pasar mal.
- ¡No te preocupes, hermano! Ahora tengo oro. ¿Por qué debería ocuparme en lavar huesos?
- Sí- dijo San Pedro, ¡con lo que te va a durar este oro! Mas para que no vuelvas a meterte en lo que no debes, daré a tu mochila la virtud de que se llene con todo lo que desees. Adiós, pues ya no volverás a verme.
- Sí- dijo San Pedro, ¡con lo que te va a durar este oro! Mas para que no vuelvas a meterte en lo que no debes, daré a tu mochila la virtud de que se llene con todo lo que desees. Adiós, pues ya no volverás a verme.
- ¡Vaya con Dios! -le respondió Hermano Alegre, pensando -me alegro de perderte de vista, bicho raro; no hay peligro de que te siga.
Y ni por un momento se acordó del don maravilloso adjudicado a su morral.
Hermano Alegre anduvo con su oro de un lugar a otro, malgastándolo y gastándolo a manos llenas, como la primera vez.
Al quedarle ya nada más que cuatro cruzados, pasó por delante de un mesón pensó -voy a gastar lo que me queda-, y pidió vino por tres cruzados y pan por un cruzado. Mientras comía y bebía, llegó a sus narices el olor de unos gansos asados. Hermano Alegre, mirando y mirando, vio que el mesonero tenía un par de gansos en el horno. Entonces se le ocurrió lo que le dijera su antiguo compañero respecto a la virtud de su mochila.
-¡Vaya! Vamos a probarlo con los gansos.
Salió a la puerta y dijo:
- Deseo que los dos gansos asados pasen del horno a mi mochila.-
Pronunciadas estas palabras, abrió la mochila para mirar su interior, y allí estaban los dos gansos.
-¡Ay, así está bien!- pensó, ¡ahora soy un hombre de fortuna! se marchó, llegó a un prado y sacó los gansos para comérselos. En éstas pasaron dos menestrales y se quedaron mirando con ojos hambrientos uno de los gansos, todavía intacto. Hermano Alegre pensó - con uno tienes bastante-, y llamando a los dos mozos, les dijo
- tomad este ganso y os lo coméis a mi salud.-
Le dieron las gracias, cogieron el ganso, se fueron al mesón, pidieron media jarra de vino y un pan, desenvolvieron el ganso que les acababan de regalar y comenzaron a comer.
Al verlos la posadera dijo a su marido
- esos dos se están comiendo un ganso; ve a ver que no sea uno de los que están asándose en el horno.
Fue el ventero, y el horno estaba vacío.
- ¡Cómo, bribonzazos! ¡Pues sí que os saldría barato el asado! ¡Pagadme en el acto, si no queréis que os friegue las espaldas con jarabe de palo!
Los dos dijeron - no somos ladrones; este ganso nos lo ha regalado un soldado licenciado que estaba ahí en aquel prado.
- ¡A mí no me tomáis el pelo! El soldado estuvo aquí, y salió por la puerta, como una persona honrada; yo no lo perdí de vista. ¡Vosotros sois los ladrones y vais a pagarme!
Pero como no tenían dinero, el dueño tomó un bastón los echó a la calle a garrotazos.
Hermano Alegre siguió su camino y llegó a un lugar donde se levantaba un magnífico palacio, a poca distancia de una mísero mesón. Entró en el hostal y pidió cama para la noche; pero el hostelero lo rechazó, diciendo
- No hay sitio, tengo la casa llena de viajeros distinguidos.
- ¡Me extraña- dijo Hermano Alegre, -que se hospeden en vuestra casa! ¿Por qué no se alojan en aquel magnífico palacio?
- Sí, contestó el hostelero, - cualquiera pasa allí la noche. Aún no lo ha probado nadie que haya salido con vida.
- Si otros lo han probado-, dijo Hermano Alegre, también lo haré yo -.
- No lo intentéis –le aconsejó el hostelero-; os jugáis la cabeza con ello.
- Eso no me costará el pellejo- dijo Hermano alegre, -dadme la llave y algo bueno de comer y beber.
Y ni por un momento se acordó del don maravilloso adjudicado a su morral.
Hermano Alegre anduvo con su oro de un lugar a otro, malgastándolo y gastándolo a manos llenas, como la primera vez.
Al quedarle ya nada más que cuatro cruzados, pasó por delante de un mesón pensó -voy a gastar lo que me queda-, y pidió vino por tres cruzados y pan por un cruzado. Mientras comía y bebía, llegó a sus narices el olor de unos gansos asados. Hermano Alegre, mirando y mirando, vio que el mesonero tenía un par de gansos en el horno. Entonces se le ocurrió lo que le dijera su antiguo compañero respecto a la virtud de su mochila.
-¡Vaya! Vamos a probarlo con los gansos.
Salió a la puerta y dijo:
- Deseo que los dos gansos asados pasen del horno a mi mochila.-
Pronunciadas estas palabras, abrió la mochila para mirar su interior, y allí estaban los dos gansos.
-¡Ay, así está bien!- pensó, ¡ahora soy un hombre de fortuna! se marchó, llegó a un prado y sacó los gansos para comérselos. En éstas pasaron dos menestrales y se quedaron mirando con ojos hambrientos uno de los gansos, todavía intacto. Hermano Alegre pensó - con uno tienes bastante-, y llamando a los dos mozos, les dijo
- tomad este ganso y os lo coméis a mi salud.-
Le dieron las gracias, cogieron el ganso, se fueron al mesón, pidieron media jarra de vino y un pan, desenvolvieron el ganso que les acababan de regalar y comenzaron a comer.
Al verlos la posadera dijo a su marido
- esos dos se están comiendo un ganso; ve a ver que no sea uno de los que están asándose en el horno.
Fue el ventero, y el horno estaba vacío.
- ¡Cómo, bribonzazos! ¡Pues sí que os saldría barato el asado! ¡Pagadme en el acto, si no queréis que os friegue las espaldas con jarabe de palo!
Los dos dijeron - no somos ladrones; este ganso nos lo ha regalado un soldado licenciado que estaba ahí en aquel prado.
- ¡A mí no me tomáis el pelo! El soldado estuvo aquí, y salió por la puerta, como una persona honrada; yo no lo perdí de vista. ¡Vosotros sois los ladrones y vais a pagarme!
Pero como no tenían dinero, el dueño tomó un bastón los echó a la calle a garrotazos.
Hermano Alegre siguió su camino y llegó a un lugar donde se levantaba un magnífico palacio, a poca distancia de una mísero mesón. Entró en el hostal y pidió cama para la noche; pero el hostelero lo rechazó, diciendo
- No hay sitio, tengo la casa llena de viajeros distinguidos.
- ¡Me extraña- dijo Hermano Alegre, -que se hospeden en vuestra casa! ¿Por qué no se alojan en aquel magnífico palacio?
- Sí, contestó el hostelero, - cualquiera pasa allí la noche. Aún no lo ha probado nadie que haya salido con vida.
- Si otros lo han probado-, dijo Hermano Alegre, también lo haré yo -.
- No lo intentéis –le aconsejó el hostelero-; os jugáis la cabeza con ello.
- Eso no me costará el pellejo- dijo Hermano alegre, -dadme la llave y algo bueno de comer y beber.
El hostelero le dio las llaves y comida y bebida, y con todo ello, Hermano Alegre se dirigió al castillo. Se dio allí un buen banquete, y cuando, al fin, le entró sueño, se tumbó en el suelo, puesto que no había cama. No tardó en dormirse. Avanzada ya la noche, lo despertó un fuerte ruido, y, al despabilarse, vio que en la habitación había nueve demonios feos, bailando en círculo, a su alrededor.
Hermano Alegre dijo
- ¡bueno, bailad cuanto queráis, pero no os acerquéis a mí!
Los diablos, sin embargo, se aproximaban cada vez más, hasta que casi le pisotearon la cara con sus repugnantes pezuñas.
¡Quietos, fantasmas endiablados!- dijo, pero iban demasiado lejos.
Al fin, Hermano Alegre se enfureció y les gritó
- ¡vaya, quiero meter paz en un momento! -y, agarrando una pata de silla, arremetió contra toda aquella caterva. Pero nueve diablos eran demasiado para un solo soldado, y, a pesar de que el hombre pegaba al que tenía delante, los otros le tiraban de los cabellos por detrás y lo dejaban hecho una lástima.
- ¡Gentuza del diablo! -exclamó, esto pasa ya de la medida. ¡Ahora vais a ver! ¡Todos a mi mochila!
¡Cataplum! ¡Ya todos estaban dentro! Él ató la mochila y la echó en un rincón. Instantáneamente quedó todo en silencio, y Hermano Alegre, echándose de nuevo, pudo dormir tranquilo hasta bien entrada la mañana. Acudieron entonces el hostelero y el noble propietario del palacio y querían ver qué tal le había ido la prueba, y, al encontrarlo sano y satisfecho, le preguntaron admirados
- ¿no os han hecho nada los espíritus?
- ¡Cómo que no! -les respondió Hermano Alegre, ahí los tengo a los nueve en la mochila. Podéis instalaros sin temor en vuestro palacio; desde hoy, ninguno volverá a meterse en él.
Entonces el noble le dio las gracias, recompensándolo ricamente y le propuso que se quedase a su servicio, asegurándole que nada le faltaría durante el resto de su vida.
- No -respondió, -estoy acostumbrado a la vida de trotamundos y quiero seguirla.
Y se marchó, entró en una herrería, y, poniendo la mochila que contenía los nueve diablos sobre el yunque, pidió al herrero y sus oficiales que empezasen a martillazos con ella. Esos se pusieron a golpear con grandes martillos y con todas sus fuerzas, así que los diablos armaban un estrepitoso griterío. Cuando, al fin, abrió la mochila, ocho estaban muertos, pero uno, que había logrado refugiarse en un pliegue de la tela y seguía vivo, saltó afuera y corrió a refugiarse al infierno.
Hermano Alegre siguió vagando por el mundo durante mucho tiempo todavía, y quien supiera de sus aventuras podría contar de él y sin acabar. Pero, viejo al fin, comenzó a pensar en la muerte. Se fue a visitar a un ermitaño, que tenía fama de hombre piadoso, y le dijo
- estoy cansado de mi vida errante y ahora quisiera tomar el camino que lleva al cielo.
El ermitaño respondió
- hay dos caminos, uno, ancho y agradable, conduce al infierno; otro, estrecho y duro, va al cielo.
- ¡Tonto sería- pensó Hermano Alegre, - si eligiese el duro y estrecho!
Y, así, se puso en camino y tomó el holgado y agradable, que lo condujo ante un gran portal negro, que era el del infierno. Hermano Alegre llamó, y el portero se asomó a ver quién llegaba. Pero al ver a Hermano Alegre se asustó, pues era nada menos que el noveno de aquellos diablos que habían quedado aprisionados en la mochila, el único que salió bien librado. Por eso echó rápidamente el cerrojo, acudió ante el jefe de los demonios y le dijo
- ahí fuera está un tío con una mochila que quiere entrar. Pero no lo permitáis, pues se metería el infierno entero en la mochila. Una vez estuve yo dentro, y por poco me mata a martillazos.
Pues le dijeron a Hermano Alegre que se volviese, pues allí no entraría.
- Puesto que aquí no me quieren- pensó, voy a probar si me admiten en el cielo. ¡En uno u otro sitio tengo que quedarme!
Entonces dio la vuelta y siguió el camino hasta llegar a la puerta del paraíso y llamó a la puerta.
San Pedro se encontraba exactamente en la portería. Hermano Alegre lo reconoció en seguida y pensó -éste es un viejo amigo; aquí tendrás más suerte. Pero San Pedro le dijo
- pienso que quieres entrar en el cielo.
- Déjame entrar, hermano; en un lugar u otro tengo que refugiarme. Si me hubiesen admitido en el infierno, no habría venido hasta aquí.
- No -dijo San Pedro, -aquí no entras.
- Está bien; pero si no quieres dejarme pasar, quédate también con la mochila; no quiero guardar nada que venga de ti- dijo Hermano Alegre.
- Dámela- respondió San Pedro. Entonces le alargó la mochila a través de la reja al cielo, y San Pedro la tomó y la colgó al lado de su asiento. Dijo entonces Hermano Alegre
- ¡ahora deseo estar dentro de la mochila!
Y, ¡cataplum!, en un santiamén estuvo en ella, y, por tanto, en el cielo. Y San Pedro no tuvo más remedio que admitirlo.
Hermano Alegre dijo
- ¡bueno, bailad cuanto queráis, pero no os acerquéis a mí!
Los diablos, sin embargo, se aproximaban cada vez más, hasta que casi le pisotearon la cara con sus repugnantes pezuñas.
¡Quietos, fantasmas endiablados!- dijo, pero iban demasiado lejos.
Al fin, Hermano Alegre se enfureció y les gritó
- ¡vaya, quiero meter paz en un momento! -y, agarrando una pata de silla, arremetió contra toda aquella caterva. Pero nueve diablos eran demasiado para un solo soldado, y, a pesar de que el hombre pegaba al que tenía delante, los otros le tiraban de los cabellos por detrás y lo dejaban hecho una lástima.
- ¡Gentuza del diablo! -exclamó, esto pasa ya de la medida. ¡Ahora vais a ver! ¡Todos a mi mochila!
¡Cataplum! ¡Ya todos estaban dentro! Él ató la mochila y la echó en un rincón. Instantáneamente quedó todo en silencio, y Hermano Alegre, echándose de nuevo, pudo dormir tranquilo hasta bien entrada la mañana. Acudieron entonces el hostelero y el noble propietario del palacio y querían ver qué tal le había ido la prueba, y, al encontrarlo sano y satisfecho, le preguntaron admirados
- ¿no os han hecho nada los espíritus?
- ¡Cómo que no! -les respondió Hermano Alegre, ahí los tengo a los nueve en la mochila. Podéis instalaros sin temor en vuestro palacio; desde hoy, ninguno volverá a meterse en él.
Entonces el noble le dio las gracias, recompensándolo ricamente y le propuso que se quedase a su servicio, asegurándole que nada le faltaría durante el resto de su vida.
- No -respondió, -estoy acostumbrado a la vida de trotamundos y quiero seguirla.
Y se marchó, entró en una herrería, y, poniendo la mochila que contenía los nueve diablos sobre el yunque, pidió al herrero y sus oficiales que empezasen a martillazos con ella. Esos se pusieron a golpear con grandes martillos y con todas sus fuerzas, así que los diablos armaban un estrepitoso griterío. Cuando, al fin, abrió la mochila, ocho estaban muertos, pero uno, que había logrado refugiarse en un pliegue de la tela y seguía vivo, saltó afuera y corrió a refugiarse al infierno.
Hermano Alegre siguió vagando por el mundo durante mucho tiempo todavía, y quien supiera de sus aventuras podría contar de él y sin acabar. Pero, viejo al fin, comenzó a pensar en la muerte. Se fue a visitar a un ermitaño, que tenía fama de hombre piadoso, y le dijo
- estoy cansado de mi vida errante y ahora quisiera tomar el camino que lleva al cielo.
El ermitaño respondió
- hay dos caminos, uno, ancho y agradable, conduce al infierno; otro, estrecho y duro, va al cielo.
- ¡Tonto sería- pensó Hermano Alegre, - si eligiese el duro y estrecho!
Y, así, se puso en camino y tomó el holgado y agradable, que lo condujo ante un gran portal negro, que era el del infierno. Hermano Alegre llamó, y el portero se asomó a ver quién llegaba. Pero al ver a Hermano Alegre se asustó, pues era nada menos que el noveno de aquellos diablos que habían quedado aprisionados en la mochila, el único que salió bien librado. Por eso echó rápidamente el cerrojo, acudió ante el jefe de los demonios y le dijo
- ahí fuera está un tío con una mochila que quiere entrar. Pero no lo permitáis, pues se metería el infierno entero en la mochila. Una vez estuve yo dentro, y por poco me mata a martillazos.
Pues le dijeron a Hermano Alegre que se volviese, pues allí no entraría.
- Puesto que aquí no me quieren- pensó, voy a probar si me admiten en el cielo. ¡En uno u otro sitio tengo que quedarme!
Entonces dio la vuelta y siguió el camino hasta llegar a la puerta del paraíso y llamó a la puerta.
San Pedro se encontraba exactamente en la portería. Hermano Alegre lo reconoció en seguida y pensó -éste es un viejo amigo; aquí tendrás más suerte. Pero San Pedro le dijo
- pienso que quieres entrar en el cielo.
- Déjame entrar, hermano; en un lugar u otro tengo que refugiarme. Si me hubiesen admitido en el infierno, no habría venido hasta aquí.
- No -dijo San Pedro, -aquí no entras.
- Está bien; pero si no quieres dejarme pasar, quédate también con la mochila; no quiero guardar nada que venga de ti- dijo Hermano Alegre.
- Dámela- respondió San Pedro. Entonces le alargó la mochila a través de la reja al cielo, y San Pedro la tomó y la colgó al lado de su asiento. Dijo entonces Hermano Alegre
- ¡ahora deseo estar dentro de la mochila!
Y, ¡cataplum!, en un santiamén estuvo en ella, y, por tanto, en el cielo. Y San Pedro no tuvo más remedio que admitirlo.
Er was eens een grote oorlog geweest, en toen de oorlog voorbij was, kregen heel wat soldaten ontslag. Nu kreeg Jan Plezier ook ontslag, en verder niets dan een stuk kommiesbrood en vier stuivers soldij. Daarmee kon hij gaan. Maar Sint Pieter had zich in de vermomming van een arme bedelaar aan de rand van de weg gezet, en toen Jan Plezier langs kwam, vroeg hij hem een aalmoes. Hij antwoordde: "Beste bedelaar, wat moet ik je geven? Ik ben soldaat geweest, ben afgezwaaid en ik heb niets dan dat stukje kommies en vier stuivers, als dat op is, moet ik gaan bedelen, evengoed als jij. Maar ik wil je wel wat geven!" Daarop brak hij het brood in vieren, gaf de apostel één stuk en bovendien een stuiver. Sint Pieter bedankte, ging verder en ging in een andere gedaante maar weer als bedelaar aan de weg zitten, en toen de soldaat weer langs kwam, vroeg hij hem net als de vorige keer om een aalmoes. Jan Plezier legde het hem uit als tevoren en gaf hem weer een kwart van het brood en een stuiver erbij. Sint Pieter bedankte en ging verder, maar ten derde male ging hij in een andere gestalte als bedelaar aan de weg zitten en sprak Jan Plezier aan. Jan Plezier gaf hem ook het derde kwart brood en de derde stuiver. Sint Pieter zei weer: "dank je wel," Jan Plezier ging door en had niet meer over dan een kwart brood en één enkele stuiver. Daarmee ging hij naar een herberg, at zijn brood op en liet zich voor de stuiver wat bier geven. Toen hij klaar was, trok hij weer verder en nu kwam Sint Pieter hem tegemoet, nu in de gedaante van een afgedankte soldaat, en hij zei tegen hem: "Goedendag, kameraad, kan je me geen stuk brood geven en een stuiver voor een glas bier?" - "Waar zou ik dat vandaan moeten halen," zei Jan Plezier, "ik heb ontslag gekregen en verder niets dan een kommiesbrood en vier stuivers aan geld. Onderweg ben ik driemaal een bedelaar tegengekomen; en ieder van hen heb ik een kwart van mijn brood en één stuiver gegeven. Het laatste kwart heb ik in de herberg zelf opgegeten en voor de laatste stuiver bier gedronken. En nu ben ik blut, en als jij ook niets meer hebt, konden we samen gaan bedelen." - "Nee," zei Sint Pieter, "dat is nu niet nodig, ik heb een beetje verstand van dokteren, en daarmee kan ik wel zoveel verdienen, als ik nodig heb." - "Ja, zie je," zei Jan Plezier, "daar weet ik niets van, dus ga ik wel bedelen." - "Nou, kom dan maar mee," zei de heilige Petrus, "en als ik wat verdien, mag jij de helft hebben." - "Dat is afgesproken!" zei Jan Plezier. En zo trokken ze samen verder.
Nu kwamen ze langs een boerderij, en daar hoorden ze verschrikkelijk jammeren en schreien; en ze gingen naar binnen, en daar vonden ze de man hard ziek en bijna dood en de vrouw luid aan 't huilen. "Laat dat huilen nu maar," zei Sint Pieter, "ik zal die man wel weer gezond maken," en hij nam een zalf uit zijn tas en genas de zieke op hetzelfde ogenblik, zodat hij meteen kon opstaan en helemaal gezond was. Man en vrouw zeiden tegen hem in grote vreugde: "Hoe kunnen we u belonen? Wat kunnen we u geven?" Maar Sint Pieter wou niets hebben, en hoe sterker de boer aandrong, hoe meer hij weigerde. Nu stootte Jan Plezier de heilige Petrus aan en zei: "Neem nu toch wat aan, wij hebben het immers zo nodig!" Tenslotte haalde de boerin een lammetje en zei tegen Sint Pieter, dan moest hij toch aannemen. Maar hij wou niet. Toen stootte Jan Plezier hem in zijn zij en sprak: "Neem het toch, domme duivel, we hebben het immers nodig!" Toen zei Sint Pieter tenslotte. "Ja, ik zal dat lam dan wel nemen, maar dragen doe ik het niet; als je het dus hebben wilt, moet je 't zelf maar dragen." - "Dat geeft niets," zei Jan Plezier, "dat zal ik wel dragen," en hij nam het op zijn schouder. Nu gingen ze weg en kwamen naar een bos, maar toen begon Jan Plezier het lam wel zwaar te vinden; hij had bovendien honger en hij zei tegen Sint Pieter: "Kijk eens wat een geschikte plek dat hier is, nu kunnen we het lam braden en gaan eten." - "Mij goed," zei Sint Pieter, "maar aan de kokerij doe ik niets: wil je 't koken, hier heb je een pan en ik zal intussen wat heen en weer lopen tot het gaar is. Maar je moet niet beginnen met eten, vóór ik terug ben: maar ik zal wel op tijd zijn." Daar liep Sint Pieter weg, en Jan Plezier slachtte het lam, stookte een vuurtje, stopte het vlees in de pan en ging het koken. Het lam was weldra gaar, maar de apostel was nog niet terug. Maar Jan Plezier haalde het uit de pan, begon te snijden en vond het hart. "Dat moet het beste zijn," zei hij, proefde ervan en dan at hij het helemaal op. Eindelijk kwam Sint Pieter terug en zei: "Je kunt dat lam wel alleen opeten; maar geef mij alleen het hart." Daar nam Jan Plezier mes en vork, deed of hij ijverig tussen het vlees zocht, maar hij kon het hart niet vinden; tenslotte zei hij kortaf: "Er is er geen." - "Nu, waar is het dan?" zei de apostel. "Dat weet ik niet," zei Jan Plezier, "maar wat zijn we toch voor een dwazen! we zitten naar het hart van het lam te zoeken en geen van ons beiden denkt eraan, een lam hééft helemaal geen hart!" - "Zo," zei Sint Pieter, "dat is wat nieuws. Ieder beest heeft toch een hart? Waarom zou een lam dan geen hart hebben?" - "Nee, heus, broeder, een lam hééft geen hart, denk maar eens na, dan weetje het wel weer, heus, het hééft helemaal geen hart!" - "Nou, vooruit dan maar," zei Sint Pieter, "is er geen hart, dan hoef ik ook niets van 't lam te hebben; je eet 't maar alleen op." - "Wat ik zo ineens niet kan opeten, dat neem ik mee in mijn ransel," zei Jan Plezier, en hij at de helft van het lam op en stak de rest in zijn ransel.
Ze liepen nu weer verder. Nu maakte Sint Pieter, dat er een grote rivier dwars over de weg liep, en zij moesten erdoor. Sint Pieter zei: "Ga jij maar voor." - "Nee," zei Jan Plezier, "ga jij maar voor" en hij dacht: als het water te diep is, blijf ik achter. Toen schreed de heilige Petrus er doorheen, en het water reikte hem slechts tot de knie. Nu wilde Jan Plezier er ook door, maar toen begon het water geweldig te wassen en het kwam het hem tot zijn hals. Nu riep hij: "Broeder! help me!" Dan zei Sint Pieter: "Wil je dan ook bekennen, dat je het hart van het lam opgegeten hebt?" - "Nee," zei hij, "dat heb ik niét!" Toen steeg het water nog hoger, het kwam hem tot de lippen: "Help me toch, broeder!" riep de soldaat. Sint Pieter zei nog eens: "Wil je dan ook bekennen, datje het hart hebt opgegeten?" - "Nee," antwoordde hij, "dat heb ik niet opgegeten!" Maar Sint Pieter wilde hem niet laten verdrinken, dus liet hij 't water weer zakken en hielp hem erover.
Nu trokken ze verder en kwamen in een koninkrijk, en ze hoorden dat de prinses dodelijk ziek lag. "Hola, broeder!" zei de soldaat tegen Sint Pieter, "dat is een vangst! Als we die genezen, dan zijn we voor eeuwig geholpen!" En nu was Sint Pieter hem niet vlug genoeg: "Kom, neem de benen, Broederhart," zei hij tegen hem, "we moeten niet te laat komen!" Sint Pieter liep evenwel steeds langzamer, hoe Jan Plezier hem ook voortdreef en voortschoof, tot ze tenslotte hoorden, dat de prinses al gestorven was. "Zie je nu wel," zei Jan Plezier, "dat heb je het nu, dat komt van zo'n slakkengang." - "Wees maar stil," zei Sint Pieter, "ik kan nog wel meer dan zieken genezen, ik kan ook doden weer tot 't leven terugroepen." - "Nu, als dat zo is," zei Jan Plezier, "dan is het mij best, maar je moet toch zorgen dat we, tenminste, het halve koninkrijk ermee verdienen." Ze kwamen nu in het paleis. Daar was alles in rouw, maar St. Pieter zei tegen de koning, dat hij z'n dochter weer levend kon maken. Hij werd toen bij haar gebracht, en hij zei: "Breng mij een ketel water," en toen die binnen gebracht was, liet hij ieder de kamer uitgaan, en alleen Jan Plezier mocht erbij blijven. Nu sneed hij alle ledematen van de dode af, deed die in 't water, maakte vuur en liet alles koken. En toen al het vlees van de benen was losgeraakt, nam hij het mooie witte gebeente eruit, en hij legde het op een tafel, en schikte het in natuurlijke orde, en toen ging hij ervoor staan en zei driemaal: "In de naam van de allerheiligste Drievuldigheid, dode, sta op!" en na de derde keer stond de prinses op, levend en gezond en mooi. Daar was de koning bijzonder verheugd over, en hij zei tegen de heilige Petrus: "Zeg wat uw loon moet zijn: ook al wat het de helft van mijn koninkrijk, ik zou het geven." Maar Sint Pieter antwoordde: "Ik wil er niets voor hebben." - "O jij dwaas," dacht Jan Plezier bij zichzelf, en hij stootte zijn kameraad in de zij en zei: "Wees toch niet zo dom, en al wil jij niets, ik wil wel wat hebben!" Maar Sint Pieter wilde niets ontvangen; maar nadat de koning zag, dat zijn maat wel wat wilde hebben, liet hij hem door zijn schatbewaarder de ransel vullen met zuiver goud.
Daarop trokken ze verder, en toen ze in een bos kwamen, zei Sint Pieter tegen Jan Plezier: "Nu zullen we dat goud eerlijk delen." - "Goed," antwoordde hij, "dat zullen we doen." Nu ging Sint Pieter het goud verdelen en hij deelde het in drieeën. Nu dacht Jan Plezier: "Wat heeft hij nu weer voor een rare draai in zijn hersens! Maakt drie hopen en wij zijn maar met z'n tweeën." Maar Sint Pieter sprak: "Dat heb ik precies verdeeld. Een partij voor mij, een partij voor jou, en één voor degene die het hart van 't lam heeft opgegeten." - "O maar dat heb ik opgegeten," zei Jan Plezier en hij streek het goud meteen op: "daar kun je zeker van zijn." - "Maar hoe kan dat nu," zei Sint Pieter, "een lam heeft helemaal geen hart." - "Kom, broeder, wat dacht je nu! Een lam heeft natuurlijk een hart, net als ieder dier, waarom zou een lam alleen er geen hebben?" - "Ook al goed," zei Sint Pieter, "hou jij je geld maar alleen; maar ik doe niet meer samen met jou en ik zal verder alleen gaan." - "Zoals je wil, Broederhart," zei Jan Plezier, "vaarwel en 't ga je goed. Nu ging Sint Pieter een andere straat in en Jan Plezier dacht: "het is maar goed, dat hij de benen neemt, want eigenlijk is het toch een wonderlijke knaap voor een heilige." Nu had hij wel geld genoeg, maar hij wist er niet mee te handelen, hij verkwistte het, gaf ervan weg, en toen er een tijdje verlopen was, had hij weer niets. Daar kwam hij in een land en hij hoorde dat de prinses er juist gestorven was. "Wacht!" dacht hij, "dat kan goed worden: die zal ik weer levend maken, en ik zal me wel laten betalen, dat het een aard heeft!" En hij ging naar de koning en bood hem aan, de dode weer op te wekken. Nu had de koning er al van gehoord, dat er een afgezwaaide soldaat rondzwierf, die inderdaad gestorven mensen weer tot leven kon brengen; en nu dacht hij, dat het Jan Plezier was, maar omdat hij toch geen vertrouwen in hem had, vroeg hij er eerst zijn raadsheren naar; maar die vonden dat hij maar wagen moest, want zijn dochter was in elk geval toch al dood. Nu liet de Jan Plezier zich een ketel met water brengen, liet iedereen de kamer uitgaan, sneed haar de ledematen af, wierp alles in 't water en stookte er een goed vuur onder, net als hij het Sint Pieter had zien doen. Het water begon te koken, het vlees viel van het been, hij nam 't gebeente eruit en legde alles op tafel; maar nu wist hij niet, hoe dat alles precies liggen moest, en hij legde alles verkeerd en door elkaar. Nu ging hij ervoor staan en zei: "In de naam van de Heilige Drievuldigheid, dode, sta op!" en dat zei hij drie maal. Maar de beenderen bleven roerloos liggen. Toen zei hij de spreuk nog eens drie maal, maar te vergeefs. "Jij bliksemse meid, sta op!" riep hij, "sta op of 't loopt slecht met je af!" Toen hij dat gezegd had, kwam opeens Sint Pieter in zijn vroegere gedaante van verlopen soldaat door het venster binnen stappen en hij sprak: "Goddeloos mens, wat voer je daar uit, en hoe kan een dode opstaan, als je alle gebeente zo door elkaar hebt gegooid?" - "Broederhart, ik heb het gedaan, zo goed als ik kon," antwoordde hij. "Voor deze keer zal ik je uit de nood helpen, maar dat zeg ik je, onderneem je zo iets nog eens, dan ben je ongelukkig, en je mag van de koning niet 't geringste vragen of aannemen." Daarop schikte Sint Pieter het geraamte keurig in orde, zei driemaal: "In de naam van de allerheiligste Drievuldigheid, dode! sta op," en meteen stond de prinses op en was gezond en mooi als vroeger. Sint Pieter stapte weer door het venster naar buiten: Jan Plezier was blij dat alles zo goed was afgelopen, maar hij was toch boos dat hij er geen verdienste van hebben mocht. "Ik zou wel eens willen weten," dacht hij, "wat voor hersens die man in z'n kop heeft, want wat hij je met de ene hand geeft, dat neemt hij met de andere hand af: verstand is daar niet bij. Nu bood de koning Jan Plezier aan, wat hij maar hebben wilde, maar hij mocht niets hebben. Door toespelingen en slimheid wist hij er de koning toe te bewegen, zijn ransel met goud te vullen. Toen hij wegging, stond daar voor de deur Sint Pieter en zei: "Wat ben jij nu toch voor een man! Heb ik je niet verboden, iets aan te nemen? en toch is je ransel vol goud!" - "Kan ik dat helpen," antwoordde Jan Plezier, "als ze het in mijn ransel stoppen?" - "Ik waarschuw je, dat je niet voor de tweede maal dergelijke dingen doet, want het zou je slecht vergaan." - "Och broeder, heb nu maar geen zorg, nu heb ik weer geld, wat zou ik verder nog eens aan dat knokkelwassen gaan." - "Ja," zei Sint Pieter, "dat goud zal lang duren! Maar om je te behoeden, dat je niet weer ongeoorloofde paden betreedt, zal ik een kracht aan je ransel geven: alles watje wenst, komt erin." En nu vaarwel, je ziet me voorlopig niet meer." - "God behoede je," zei Jan Plezier en hij dacht: ik ben blij dat je weggaat, wonderlijk wezen, en zal je zeker niet nalopen." En aan de wonderkracht die zijn ransel verleend was, dacht hij niet verder.
Jan Plezier trok rond met zijn volle buidel, en verkwistte het en verloor het als tevoren. Toen hij niets meer had dan vier stuivers, kwam hij een langs een herberg en dacht: "Dat geld moet ook weg en hij liet zich voor drie stuivers een glas wijn brengen en voor één stuiver brood. Terwijl hij zat te eten, kwam hem de reuk van gebraden gans in de neus. Jan Plezier keek rond en speurde en zag, dat de waard twee ganzen op de platte kachelpijp had staan. Nu viel hem in dat zijn vroegere kameraad gezegd had: wat hij zich wenste, kwam erin. "Wacht, dat moest je eens proberen met de ganzen!" Hij ging dus naar buiten en voor de deur zei hij: "Zo wens ik de twee gebraden ganzen van de kachelpijp in mijn ransel." Zodra hij dat gezegd had, snoerde hij hem los en keer erin: en daar lagen ze allebei erin. "Nu, dat is goed," sprak hij, "nu is mijn fortuin gemaakt," en hij liep naar een weiland en haalde de buit te voorschijn. Terwijl hij druk aan het kluiven was, kwamen er twee handwerkslui voorbij en zagen de ene gans, die nog niet aangeraakt was, met hongerige ogen aan. Jan Plezier dacht: Je hebt zeker genoeg aan één! riep de twee jongelui en zei: "Neem die gans maar en eet die, op mijn gezondheid." Ze bedankten hem, namen de gans mee naar de herberg, lieten een halve kan wijn en een brood komen, pakten de gekregen gans uit en begonnen te eten. De waardin stond erbij te kijken en zei tegen haar man: "Die twee zitten daar een gans te eten, kijk jij eens of het niet één van de onze is, die op de kachelpijp staan te stoven." De waard ging naar de kachel – de pijp stond leeg: "Wat, jullie dieven! Zo goedkoop wilde je ganzen eten! Meteen betalen of ik zal jullie wassen met groen hazelsap!" De twee mensen zeiden: "Wij zijn geen dieven, een oud-soldaat heeft ons de gans gegeven, hij zat buiten in de wei." - "Je zult me geen molentjes verkopen, die soldaat is hier net geweest, maar die is als een eerlijke kerel de deur uitgegaan, daar heb ik nog op gelet; jullie zijn de dieven en jullie moeten betalen." Maar ze konden niet betalen, dus nam hij zijn stok en knuppelde hen de deur uit.
Jan Plezier wandelde verder en kwam op een plek, waar een prachtig slot stond, en niet ver daarvandaan een eenvoudige herberg. Hij ging naar de herberg en vroeg om logies, maar de waard weigerde hem en zei: "Ik heb geen plaats meer, 't huis is vol voorname gasten." - "Dat verbaast me," zei Jan Plezier, "dat ze bij jullie gaan en niet in dat mooi slot hiertegenover." - "Ja," zei de waard, "maar daar hoort wat bij, daar een nacht te blijven; wie dat geprobeerd heeft, is er niet levend vandaan gekomen." - "Als anderen het geprobeerd hebben," zei Jan Plezier, "dan zal ik het ook proberen." - "Dat moetje maar laten," zei de waard, "want dat gaat om je leven." - "Zo gauw gaat het niet om mijn leven," zei Jan Plezier, "geef me de sleutel maar en flink wat eten en drinken mee." En de waard gaf hem werkelijk de sleutel en flink wat eten en drinken mee," en daarmee ging Jan Plezier het slot binnen. Hij liet het zich goed smaken, en toen hij eindelijk slaperig werd, ging hij op de grond liggen, want een bed was er niet. Hij sliep ook heel gauw in, maar 's nachts werd hij wakker door een verschrikkelijk lawaai, en toen hij goed keek, zaten er negen lelijke duivels in de kamer, ze hadden een kring om hem heen gemaakt en dansten om hem heen. Nu zei Jan Plezier: "Dansen jullie maar zolang je wilt, maar laat er geen mij te dicht op 't lijf komen." Maar de duivels drongen steeds dichter op hem aan en trapten hem met hun gruwelijke voeten haast in 't gezicht. "Wees nu kalm, jullie duivelse spoken," zei hij, maar ze maakten het steeds bonter. Toen werd Jan Plezier boos en riep: "Wacht, ik zal er eens gauw orde in scheppen" en hij nam de poot van een stoel en sloeg midden op hen in. Maar negen duivels tegen één soldaat, dat was toch te veel, en als hij op de voorste sloeg, dan pakten de anderen hem van achteren bij zijn haren en scheurden hem erbarmelijk. "Duivelspak!" riep hij, "nu wordt het me toch te bar, wacht maar! Alle negen in mijn ransel!" Wip, waren ze erin, en nu gespte hij de ransel dicht en gooide die in een hoek. Opeens was het stil. Jan Plezier ging weer liggen, en sliep tot het klaarlichte dag was. Nu kwamen de waard, en de edelman aan wie het slot toebehoorde, om te zien hoe het met hem gegaan was; toen ze hem gezond en opgewekt weerzagen, waren ze verbaasd en vroegen: "Hebben de geesten je dan niets gedaan?" - "Och," antwoordde Jan Plezier, "ik heb ze alle negen in mijn ransel. U kunt het slot nu verder rustig bewonen; van die negen zal er geen één meer spoken!" De edelman was hem dankbaar, beloonde hem rijkelijk, en vroeg hem, in zijn dienst te blijven, hij zou het zijn leven lang goed bij hem hebben. "Nee," antwoordde hij, "ik ben nu eenmaal het zwerven gewend, ik wil verder trekken." En Jan Plezier ging weg, liep naar een smid en legde de ransel met de negen duivels erin, op het aambeeld en vroeg de smid en zijn gezellen om er maar op los te slaan.
Zij sloegen met hun voorhamers uit alle macht, zodat de duivels een erbarmelijk geschreeuw aanhieven. Toen maakte hij de ransel open, en er waren er acht dood, maar één, die in een plooi gezeten had, leefde nog, slipte weg en vloog de hel weer in. Daarna trok Jan Plezier nog lang de wereld door en wie ervan wist, kon er veel van vertellen. Maar uiteindelijk werd hij oud, en hij begon aan zijn einde te denken, en hij ging naar een kluizenaar, die altijd als een vroom man bekend had gestaan en hij zei tegen hem: "Ik ben moe van het zwerven, en nu wil ik proberen om in de hemel te komen." De kluizenaar antwoordde: "Twee wegen zijn er. De één is breed en aangenaam en gaat naar de hel; de ander is nauwer en moeilijk en gaat naar de hemel." Dan zou ik wel gek zijn, dacht Jan Plezier, als ik die moeilijke en nauwe weg volgde. Hij maakte zich reisvaardig, ging een prettige en brede weg en kwam eindelijk bij een grote zwarte poort. En dat was de hellepoort. Jan Plezier klopte aan, en de poortwachter keek door een kier wie of er was. Maar toen hij Jan Plezier zag, schrok hij, want het was juist precies de negende duivel, die ook in de ransel gezeten had, en er met een blauw oog afgekomen was. Daarom schoof hij de grendel er prompt weer voor, liep naar de Overste van de Duivels en zei: "Buiten staat een kerel met een ransel en wil binnenkomen, maar laat hem nooit ofte nimmer hier binnen, want anders kan hij de hele hel in zijn ransel wensen. Eens heeft hij er mij ongenadig in laten beuken en hameren." Zo werd Jan Plezier weer teruggestuurd, hij moest maar weggaan, binnen mocht hij niet. "Als ze me daar niet hebben willen," dacht hij, "dan moet ik maar zien, in de hemel een onderdak te vinden, want ergens moet ik tenslotte blijven." Hij draaide dus om en reisde verder, en hij kwam dan ook aan de poort van de hemel, en daar klopte hij dus ook aan. Juist zat Sint Pieter daar weer de wacht te houden; Jan Plezier kende hem dadelijk en dacht: "Hier vind je een oud vriend, nu zal 't beter gaan." Maar Sint Pieter zei: "Ik geloof, dat je de hemel binnen wou?" - "Laat me maar binnen, broeder, ergens moet ik toch zijn, als ze me in de hel hadden willen hebben, dan was ik hier niet komen vragen." - "Neen," zei Sint Pieter, "hier kom je er niet in." - "Nu, als je mij niet eens hebben wilt, hier heb je je ransel terug hoor, dan wil ik ook niets meer van je hebben," zei Jan Plezier. "Geef me die dan maar," zei Sint Pieter. En Jan Plezier reikte de ransel door de spijlen van het hek de hemel in, en Sint Pieter pakte hem aan en hing hem naast zijn stoel op. Toen zei Jan Plezier: "Nu wens ik dat ikzelf in mijn ransel zit." Floep! was hij erin, en nu was hij in de hemel, en Sint Pieter moest hem er laten ook.