Hace ya muchísimo tiempo, cuando Dios Nuestro Señor andaba aún por la Tierra entre los mortales, un atardecer se sintió cansado y le sorprendió la oscuridad antes de encontrar albergue. He aquí que encontró en su camino dos casas, una frente a la otra, grande y hermosa la primera, pequeña y de pobre aspecto la segunda. Pertenecía la primera a un rico, y la segunda, a un pobre. Pensó Nuestro Señor: "Para el rico no resultaré gravoso; pasaré, pues, la noche en su casa". Cuando el hombre oyó que llamaban a su puerta, abrió la ventana y preguntó al forastero qué deseaba. Respondióle Nuestro Señor:
- Quisiera que me dierais albergue por una noche,
El rico miró al forastero de pies a cabeza y, viendo que vestía muy sencillamente y no tenía aspecto de persona acaudalada, sacudiendo la cabeza le dijo:
- No puedo alojaros; todas mis habitaciones están llenas de plantas y semillas; y si tuviese que albergar a cuantos llaman a mí puerta, pronto habría de coger yo mismo un bastón y salir a mendigar. Tendréis que buscar acomodo en otra parte.
Y, cerrando la ventana, dejó plantado a Nuestro Señor, el cual, volviendo la espalda a la casa, se dirigió a la mísera de enfrente. Apenas hubo llamado, abrió la puerta el pobre dueño e invitó al viandante a entrar:
- Quedaos aquí esta noche - le dijo -; ha oscurecido ya, y hoy no podríais seguir adelante.
Complacióle esta acogida a Nuestro Señor, y se quedó. La mujer del pobre le estrechó la mano, le dio la bienvenida y le dijo que se considerase en su casa; poco tenían, pero de buen grado se lo ofrecieron. La mujer puso a cocer unas patatas, y, entretanto, ordeñó la cabra, para poder acompañarlas con un poco de leche. Cuando la mesa estuvo puesta, sentóse a ella Nuestro Señor y cenaron juntos, y le agradó aquella vianda tan sencilla, pues se reflejaba el contento en los rostros que lo acompañaban. Terminada la cena, y siendo hora de acostarse, la mujer llamó aparte a su marido y le dijo:
- Escucha, marido, por esta noche dormiremos en la paja, para que el pobre forastero pueda descansar en nuestra cama. Ha caminado durante todo el día y debe de estar rendido.
- Muy bien pensado - respondió el marido -. Voy a decírselo - y, acercándose a Nuestro Señor, ofrecióle la cama, en la que podría descansar cómodamente. Nuestro Señor se resistió, pero ellos insistieron tanto que, al fin, hubo de aceptar y se acostó en ella, mientras el matrimonio lo hacía sobre un lecho de paja.
Levantáronse de madrugada y prepararon para el forastero el desayuno mejor que pudieron. Y cuando el sol asomó por la ventana y Nuestro Señor se hubo levantado, desayunaron los tres juntos, y Nuestro Señor se dispuso a seguir su camino. Hallándose ya en la puerta, volvióse y dijo:
- Puesto que sois piadosos y compasivos, voy a concederos las tres gracias que me pidáis.
Respondió el pobre:
- ¡Qué otra cosa podríamos desear sino la salvación eterna y que, mientras vivamos, no nos falte a los dos salud y un pedazo de pan! ¡Ya no sabría qué más pedir!
Dijo Nuestro Señor:
- ¿No te gustaría tener una casa nueva, en lugar de esta vieja?
- ¡Claro que sí! - contestó el hombre -. Si también esto fuese posible, de veras me gustaría.
Nuestro Señor satisfizo aquellos deseos, transformó la vieja casa en una nueva y se marchó, después de darles su bendición. Ya muy entrado el día, se levantó el rico, y, al salir a la ventana, vio enfrente, en el lugar que ocupara antes la mísera choza, una casa nueva y pulcra, cubierta de tejas rojas. Abriendo unos ojos como naranjas, llamó a su esposa y le dijo:
- ¿Sabes tú lo que ha sucedido? Anoche aún había aquella vieja y mísera barraca, y hoy, ¡fíjate qué casa tan bonita, completamente nueva! A ver si te enteras de lo que ha pasado.
La mujer salió a preguntar al pobre, el cual le dijo:
- Anoche llegó un caminante que nos pidió albergue, y esta mañana, al despedirse, nos ha concedido tres gracias: la salvación eterna, la salud y el pan cotidiano en esta vida y, además, ha transformado nuestra choza en esta hermosa casa.
Apresuróse la mujer del rico a contar a su marido lo ocurrido, y éste, al oírlo, exclamó:
- ¡Es para arrancarse los pelos y darse de bofetadas! ¡Si lo hubiese sabido! El forastero vino antes aquí, pidiéndome que le dejase pasar la noche en casa, y yo lo despedí.
- Pues no pierdas tiempo - díjole la mujer -; monta a caballo y aún lo alcanzarás; debes pedirle también tres gracias.
Siguiendo el consejo de su esposa, partió el hombre a caballo y no tardó en alcanzar a Nuestro Señor. Dirigiéndose a él con toda finura y cortesía, rogóle que no tuviera en cuenta el no haberlo admitido en casa; mientras entró a buscar la llave, él se había marchado; pero si quería rehacer el camino, lo acogería en su casa.
- Bien - díjole Nuestro Señor -. Si algún día vuelvo por estas tierras, lo haré.
Preguntóle entonces el rico si no le quería conceder también tres gracias, como a su vecino. Nuestro Señor le dijo que podía hacerlo, pero valía más que no le pidiera nada, pues sería por su mal. Replicó el rico que él se veía capaz de pensar algo que le conviniese, con tal de saber que le sería concedido. Y dijo Nuestro Señor:
- Vuelve a tu casa y verás realizados tus tres primeros deseos.
El rico, logrado lo que se proponía, emprendió el retorno, cavilando acerca de lo que podría pedir. Ensimismado en sus cavilaciones, soltó las riendas, y el caballo se puso a saltar, cosa que le hacía perder a cada momento el hilo de sus pensamientos.
- ¡Estate quieta, Lisa! - decía, golpeando el cuello del animal; pero éste seguía con sus travesuras. Hasta que el hombre, en un arrebato de mal humor, exclamó:
- ¡Ojalá te rompieses el pescuezo!
Apenas habían salido tales palabras de sus labios cuando se encontró en el suelo, con el caballo inmóvil y muerto a su lado. Quedaba cumplido su primer deseo.
Avaro de natural, el rico no quiso abandonar y perder también la silla y el correaje, y se los cargó a la espalda, para proseguir su camino a pie. "Aún me quedan dos deseos", pensaba, consolándose con estas ideas. Como debía avanzar por un terreno arenoso y el sol caía a plomo, pues era mediodía, el calor empezó a hacérsele insoportable, y andaba de muy mal talante. Le pesaba la silla, y, por otra parte, no acertaba con lo que le sería más conveniente pedir: "Aunque desease todos los tesoros y riquezas de la Tierra - decía para sus adentros -, sé que después se me antojarían otras mil cosas. Así, pues, debo arreglármelas de manera que, al colmarme mi deseo, no pueda ya ambicionar nada más". Y, suspirando, añadió: "¡Si fuese como el campesino bávaro, que pudiendo también pedir tres gracias deseó, primero, mucha cerveza; después, tanta cerveza como fuese capaz de beber, y, finalmente, otro barril de cerveza!". Varias veces creía haber dado en el clavo, pero, inmediatamente, aquello le parecía ya muy poco, hasta que, de pronto, le ocurrió pensar que mientras él estaba pasando todas aquellas fatigas, su mujer, bien arrellanada en su casa en una sala fresca, se daba la gran vida. La idea lo enfureció tanto, que, sin darse cuenta, dijo:
- ¡Ojalá estuviese sentada en esta silla y no pudiese desmontar de ella, en vez de tener que arrastrarla yo tanto rato!
Acabar de pronunciar estas palabras y desaparecer la silla de su espalda fue todo uno; entonces el hombre comprendió que acababa de realizar su segundo deseo. Acalorado y excitado, echó a correr, suspirando por llegar a su casa e instalarse cómodamente en ella para pensar con calma hasta que diese con algo digno de su tercera petición. Pero al llegar a su morada y abrir la puerta, lo primero que vio fue a su mujer sentada en la silla de montar, gritando y llorando porque no podía bajar de ella. Díjole el hombre entonces:
- Cálmate y tranquilízate; aunque tengas que seguir sentada ahí, te proporcionaré todas las riquezas del mundo.
Pero la mujer tratólo de imbécil y le dijo:
- ¡De qué me servirán todas las riquezas del mundo, si no puedo moverme de la silla! ¡Ya que tú me pusiste en ella, sácame ahora!
Y él, quieras que no, hubo de formular por tercer deseo que su esposa pudiese apearse de la silla, y, al instante, quedó cumplida la petición. Como resultado de todo ello, no había sacado más que malos humores, fatigas, insultos y un caballo perdido. Los pobres, en cambio, vivieron contentos y tranquilos hasta su fin, que fue santo y ejemplar.
- Quisiera que me dierais albergue por una noche,
El rico miró al forastero de pies a cabeza y, viendo que vestía muy sencillamente y no tenía aspecto de persona acaudalada, sacudiendo la cabeza le dijo:
- No puedo alojaros; todas mis habitaciones están llenas de plantas y semillas; y si tuviese que albergar a cuantos llaman a mí puerta, pronto habría de coger yo mismo un bastón y salir a mendigar. Tendréis que buscar acomodo en otra parte.
Y, cerrando la ventana, dejó plantado a Nuestro Señor, el cual, volviendo la espalda a la casa, se dirigió a la mísera de enfrente. Apenas hubo llamado, abrió la puerta el pobre dueño e invitó al viandante a entrar:
- Quedaos aquí esta noche - le dijo -; ha oscurecido ya, y hoy no podríais seguir adelante.
Complacióle esta acogida a Nuestro Señor, y se quedó. La mujer del pobre le estrechó la mano, le dio la bienvenida y le dijo que se considerase en su casa; poco tenían, pero de buen grado se lo ofrecieron. La mujer puso a cocer unas patatas, y, entretanto, ordeñó la cabra, para poder acompañarlas con un poco de leche. Cuando la mesa estuvo puesta, sentóse a ella Nuestro Señor y cenaron juntos, y le agradó aquella vianda tan sencilla, pues se reflejaba el contento en los rostros que lo acompañaban. Terminada la cena, y siendo hora de acostarse, la mujer llamó aparte a su marido y le dijo:
- Escucha, marido, por esta noche dormiremos en la paja, para que el pobre forastero pueda descansar en nuestra cama. Ha caminado durante todo el día y debe de estar rendido.
- Muy bien pensado - respondió el marido -. Voy a decírselo - y, acercándose a Nuestro Señor, ofrecióle la cama, en la que podría descansar cómodamente. Nuestro Señor se resistió, pero ellos insistieron tanto que, al fin, hubo de aceptar y se acostó en ella, mientras el matrimonio lo hacía sobre un lecho de paja.
Levantáronse de madrugada y prepararon para el forastero el desayuno mejor que pudieron. Y cuando el sol asomó por la ventana y Nuestro Señor se hubo levantado, desayunaron los tres juntos, y Nuestro Señor se dispuso a seguir su camino. Hallándose ya en la puerta, volvióse y dijo:
- Puesto que sois piadosos y compasivos, voy a concederos las tres gracias que me pidáis.
Respondió el pobre:
- ¡Qué otra cosa podríamos desear sino la salvación eterna y que, mientras vivamos, no nos falte a los dos salud y un pedazo de pan! ¡Ya no sabría qué más pedir!
Dijo Nuestro Señor:
- ¿No te gustaría tener una casa nueva, en lugar de esta vieja?
- ¡Claro que sí! - contestó el hombre -. Si también esto fuese posible, de veras me gustaría.
Nuestro Señor satisfizo aquellos deseos, transformó la vieja casa en una nueva y se marchó, después de darles su bendición. Ya muy entrado el día, se levantó el rico, y, al salir a la ventana, vio enfrente, en el lugar que ocupara antes la mísera choza, una casa nueva y pulcra, cubierta de tejas rojas. Abriendo unos ojos como naranjas, llamó a su esposa y le dijo:
- ¿Sabes tú lo que ha sucedido? Anoche aún había aquella vieja y mísera barraca, y hoy, ¡fíjate qué casa tan bonita, completamente nueva! A ver si te enteras de lo que ha pasado.
La mujer salió a preguntar al pobre, el cual le dijo:
- Anoche llegó un caminante que nos pidió albergue, y esta mañana, al despedirse, nos ha concedido tres gracias: la salvación eterna, la salud y el pan cotidiano en esta vida y, además, ha transformado nuestra choza en esta hermosa casa.
Apresuróse la mujer del rico a contar a su marido lo ocurrido, y éste, al oírlo, exclamó:
- ¡Es para arrancarse los pelos y darse de bofetadas! ¡Si lo hubiese sabido! El forastero vino antes aquí, pidiéndome que le dejase pasar la noche en casa, y yo lo despedí.
- Pues no pierdas tiempo - díjole la mujer -; monta a caballo y aún lo alcanzarás; debes pedirle también tres gracias.
Siguiendo el consejo de su esposa, partió el hombre a caballo y no tardó en alcanzar a Nuestro Señor. Dirigiéndose a él con toda finura y cortesía, rogóle que no tuviera en cuenta el no haberlo admitido en casa; mientras entró a buscar la llave, él se había marchado; pero si quería rehacer el camino, lo acogería en su casa.
- Bien - díjole Nuestro Señor -. Si algún día vuelvo por estas tierras, lo haré.
Preguntóle entonces el rico si no le quería conceder también tres gracias, como a su vecino. Nuestro Señor le dijo que podía hacerlo, pero valía más que no le pidiera nada, pues sería por su mal. Replicó el rico que él se veía capaz de pensar algo que le conviniese, con tal de saber que le sería concedido. Y dijo Nuestro Señor:
- Vuelve a tu casa y verás realizados tus tres primeros deseos.
El rico, logrado lo que se proponía, emprendió el retorno, cavilando acerca de lo que podría pedir. Ensimismado en sus cavilaciones, soltó las riendas, y el caballo se puso a saltar, cosa que le hacía perder a cada momento el hilo de sus pensamientos.
- ¡Estate quieta, Lisa! - decía, golpeando el cuello del animal; pero éste seguía con sus travesuras. Hasta que el hombre, en un arrebato de mal humor, exclamó:
- ¡Ojalá te rompieses el pescuezo!
Apenas habían salido tales palabras de sus labios cuando se encontró en el suelo, con el caballo inmóvil y muerto a su lado. Quedaba cumplido su primer deseo.
Avaro de natural, el rico no quiso abandonar y perder también la silla y el correaje, y se los cargó a la espalda, para proseguir su camino a pie. "Aún me quedan dos deseos", pensaba, consolándose con estas ideas. Como debía avanzar por un terreno arenoso y el sol caía a plomo, pues era mediodía, el calor empezó a hacérsele insoportable, y andaba de muy mal talante. Le pesaba la silla, y, por otra parte, no acertaba con lo que le sería más conveniente pedir: "Aunque desease todos los tesoros y riquezas de la Tierra - decía para sus adentros -, sé que después se me antojarían otras mil cosas. Así, pues, debo arreglármelas de manera que, al colmarme mi deseo, no pueda ya ambicionar nada más". Y, suspirando, añadió: "¡Si fuese como el campesino bávaro, que pudiendo también pedir tres gracias deseó, primero, mucha cerveza; después, tanta cerveza como fuese capaz de beber, y, finalmente, otro barril de cerveza!". Varias veces creía haber dado en el clavo, pero, inmediatamente, aquello le parecía ya muy poco, hasta que, de pronto, le ocurrió pensar que mientras él estaba pasando todas aquellas fatigas, su mujer, bien arrellanada en su casa en una sala fresca, se daba la gran vida. La idea lo enfureció tanto, que, sin darse cuenta, dijo:
- ¡Ojalá estuviese sentada en esta silla y no pudiese desmontar de ella, en vez de tener que arrastrarla yo tanto rato!
Acabar de pronunciar estas palabras y desaparecer la silla de su espalda fue todo uno; entonces el hombre comprendió que acababa de realizar su segundo deseo. Acalorado y excitado, echó a correr, suspirando por llegar a su casa e instalarse cómodamente en ella para pensar con calma hasta que diese con algo digno de su tercera petición. Pero al llegar a su morada y abrir la puerta, lo primero que vio fue a su mujer sentada en la silla de montar, gritando y llorando porque no podía bajar de ella. Díjole el hombre entonces:
- Cálmate y tranquilízate; aunque tengas que seguir sentada ahí, te proporcionaré todas las riquezas del mundo.
Pero la mujer tratólo de imbécil y le dijo:
- ¡De qué me servirán todas las riquezas del mundo, si no puedo moverme de la silla! ¡Ya que tú me pusiste en ella, sácame ahora!
Y él, quieras que no, hubo de formular por tercer deseo que su esposa pudiese apearse de la silla, y, al instante, quedó cumplida la petición. Como resultado de todo ello, no había sacado más que malos humores, fatigas, insultos y un caballo perdido. Los pobres, en cambio, vivieron contentos y tranquilos hasta su fin, que fue santo y ejemplar.
Valaha régen, mikor még Krisztus a földön járt, történt, hogy egy este nagyon fáradtan ért Krisztus urunk egy faluba. Mindjárt a falu végén két ház volt szembe egymással, szép magas kőház az egyik, alacsony kis faház a másik. Gondolta Krisztus urunk, hogy bemegy a szép házba, ott bizonyosan gazdag ember lakik, az könnyebben adhat szállást. Oda megy, kopogtat az ajtón, a gazdag ember kinyitja az ablakot s kiszól: Ki az, mit keres itt?
- Szegény vándor vagyok, felelt Jézus Krisztus - szállást keresek az éjszakára.
Jól megnézte tetőtől-talpig a gazdag ember Jézus Krisztust s merthogy látta, hogy csakugyan szegény ember (kopott, avatag köpenyeg volt rajta) azt mondta nagy nyersen:
- Hiszen egyéb sem kellene, hogy minden jöttmentnek szállást adjak, elmehetnék koldulni. Keress másutt szállást.
Azzal becsapta az ablakot. Krisztus urunk egy pillanatig ott állott egy helyben, aztán ment a szegény ember házához s kopogtatott az ajtón. Abban a szempillantásban kinyilt az ajtó, a szegény ember betessékelte a vándort s szives szeretettel marasztotta éjjeli szállásra. Jó szivvel fogadta az asszony is s még ugyan kérte az engedelmet, hogy ők bizony szegény emberek, gazdag vacsorával nem traktálhatják meg, de a mit Isten adott, szivesen megosztják vele. Mindjárt feltett egy fazék burgonyát a tűzhelyre s míg a burgonya főtt, azalatt megfejte egyetlen kecskéjét. Mikor aztán megfőtt a burgonya, az asszony asztalt terített, hárman melléje telepedtek s Jézus Krisztusnak ugyancsak ízlett a sovány vacsora, mert látta, hogy jó szívvel adják s hogy ezeknek az embereknek csakúgy ragyog az arcán a megelégedés.
Vacsora után félreszólítja az asszony az urát s mondja neki:
- Hallá-e, ma szalmát terítek a földre, azon hálunk, az ágyat pedig átengedjük a vándornak. Látszik rajta, hogy nagyon fáradt, törődött szegény, hadd pihenje ki magát.
- Helyes, helyes, mondta a szegény ember s mindjárt fel is ajánlotta a vendégnek az ágyat. Jézus Krisztus huzódozott, hogy így meg úgy, csak feküdjenek ők az ágyba, mert ők már öregek, de hiába, mégis csak neki kellett az ágyba feküdni, a háziak pedig a szalmán töltötték az éjjelt.
Jókor reggel felkeltek s az asszony reggelit főzött a vendégnek, köménymag levest - egyéb bizony nem tellett, de Krisztus urunknak ez igazán jól esett, mert látta, hogy jó szívvel adják. Reggeli után útra készűlődött Krisztus urunk, megköszönte a szállást, a szives vendéglátást, de mikor éppen indulóban volt, azt mondja a szegény embereknek:
- Ti olyan jó szívvel láttatok el engem, hogy azt én soha el nem felejtem. Kívánjatok tőlem háromféle dolgot s én azt teljesítem.
Mondta az ember:
- Mit kivánhatnék egyebet az örök üdvösségnél? Na meg azt, hogy mind a ketten egészségesek legyünk s meglegyen a mi mindennapi kenyerünk. Nem is tudnám, hogy mit kivánjak harmadikúl.
Mondta Jézus Krisztus:
- Kívándd, hogy e helyett a régi ház helyett új házad legyen.
Felelt a szegény ember:
- Ha kigyelmednek módjában van az, bizony szívesen venném.
Még jó formán körűl sem nézhettek, már ott állott a régi helyett az új ház, szép magas kőház s azzal Krisztus urunk Istennek ajánlotta őket, ment tovább az ő vándorútján.
Eközben fölkelt a gazdag ember is, kinézett az ablakon s im látja, hogy az ő házával szemben egy új kőház van, szebb az övénél. Ámult, bámult a gazdag ember, nem mert hinni a szemének, szólítja a feleségét:
- Nézz csak ide, mi történt. Tegnap még egy rozoga kis házikó állott itt, most meg egy szép, piros, cserepes kőház. Szaladj át s tudakold meg, hogy s mint esett ez a dolog.
Átszalad az asszony, kérdi a szegény embert - hát itt mi történt? Az meg elbeszélte:
- Itt bizony az történt, szomszéd asszony, hogy tegnap este itt járt egy vándor ember, annak szállást adtunk s reggel, mikor bucsúzott, azt mondta: kívánjunk három dolgot s ő mind a hármat teljesíti.
- S ugyan bizony mit kért kegyelmed?
- Az örök üdvösséget; egészséget a mindennapi kenyér mellett s végezetűl egy új házat.
Szalad vissza az asszony, mondja az urának, hogy mit hallott.
- Hej, ha én azt tudtam volna! Ejnye, ejnye, szeretném fejbe ütni magamat. Hogy is tudtam olyan oktalan lenni. Ez a vándor nálam is járt s én bolond fejjel elutasítottam.
- Hamar, üljön lóra, biztatta az asszony, vágtasson utána, hívja vissza, megtraktáljuk s majd kelmednek is teljesíti három kivánságát.
Nosza, kétszer sem mondatta ezt a gazdag ember lóra pattant, csakhamar utólérte Krisztus urunkat, mézes-mázos szavakkal hívta, mentegetődzött, hogy így meg úgy, ő tegnap este is szívesen látta volna, de nem találta az ajtó kulcsát, azalatt meg ő kigyelme elment. De ha még egyszer lesz erre útja, csak térjen be hozzá bátran, jó szívvel látja.
- Jól van mondta Krisztus urunk, ha még egyszer erre járok, betérek kigyelmedhez.
De a gazdag ember addig is szerette volna megtudni, hogy vajjon az ő kívánságát teljesítené-e a vándor. Meg is kérdezte, hogy kívánhat-e ő is három dolgot, mint ahogy a szomszédja.
- Kívánni kívánhat, felelt Krisztus, de jobb lesz, ha nem kíván.
De, gondolta magában a gazdag ember, ő mégis csak kieszel valami jót, hármat, olyat, ami még gazdagabbá teszi.
- Hát csak menjen haza kigyelmed, mondotta Krisztus urunk s három kívánsága teljesülni fog.
Hej, örűlt a gazdag ember, nagy vígan ügetett hazafelé s mindazon gondolkozott, hogy ugyan mit is kívánjon. Amint ezen gondolkozott, tágra eresztette a kantárszárat, a ló meg elkezdett viháncolni, ugrálni, s ezzel folyton zavarta a gondolkozásban. Ráütött a ló nyakára s csendesítette, de a ló csak ugrált, viháncolt, helytelenkedett. Szörnyű dühös lett a gazdag ember s egyszer csak elkiáltotta magát: ó, hogy a nyakad szakadna meg!
Hiszen csak kívánnia kellett, a ló abban a szempillantásban megbotlott, elesett, a nyaka megszakadt. Úgy elterűlt a földön, hogy többet meg sem mozdúlt.
- No, ez megdöglék, morgolódott a gazdag ember. Az első kívánságom teljesedett. Hanem még van két kivánságom, majd jobban vigyázok ezután.
A kantárt kihúzta a ló fejéből, a nyerget leoldotta a hátáról, a maga hátára kötötte s úgy ment gyalogszerrel hazafelé. Eközben a nap mind feljebb, feljebb lángolt, rekkenő forróság lett, a gazdag ember majd elolvadt, alig lihegett, a nyereg erősen nyomta a hátát s még mindig nem tudta, hogy mit kívánjon. Elgondolta magában, hogy bezzeg de jó dolga van most az ő feleségének. Otthon ül a jó hűvös szobában s nem izzad, mint ő. Ez erősen bosszantotta őt, s hogy hogy nem, azt találta mondani:
- Bárcsak a feleségem ülne a nyergen s ne tudna róla leszállani, a helyett, hogy én a hátamon cipeljem.
Alig hogy kimondotta az utolsó szót, a nyereg lerepűlt a hátáról, eltűnt, mintha a föld nyelte volna el.
- Tyhűh, ilyen, olyan! szedtevettézett a gazdag ember. Ihol, teljesűlt a második kívánságom is! Most már csakugyan meggondolom, hogy mit kívánjak harmadszor.
Megfutamodott, hogy mihamarabb otthon legyen, beüljön a jó hűvös szobába, ott aztán gondolkozhatik nyugodalmasan. No, hazaér, benyit, s hát mit látnak szemei! A felesége ott ül a nyergen, jajgat, kiabál, erőlködik, ha valahogy le tudna szállani, de nem tud!
- Csak maradj ott, mondotta a gazdag ember, mert én a világ minden gazdagságát akarom most kívánni.
- Üssön belé a tüzes mennykő a kend kívánságába, - kiabált az asszony - mit ér nekem a világ minden gazdagsága, ha itt kell ülnöm a nyeregben halálom órájáig! Ha azt kívánta, hogy nyeregre kerűljek, kívánja most, hogy le is kerűljek innét!
Mit volt mit tenni, akarta, nem akarta, nem kívánhatott egyebet. Abban a pillanatban le is szállott az asszony a nyeregből. Mondta az urának:
- Nagy buta kend. Bezzeg másként csináltam volna én!
Bezzeg, hogy ő ott hagyta volna az urát a nyeregben. De nem is volt ettől fogvást békesség, nyugodalom a gazdag ember házában. Annál jobban éltek a szegény emberék: volt egészség, mindennapi kenyér, örök üdvösség, - mi kell még?