Hace ya muchísimo tiempo, cuando Dios Nuestro Señor andaba aún por la Tierra entre los mortales, un atardecer se sintió cansado y le sorprendió la oscuridad antes de encontrar albergue. He aquí que encontró en su camino dos casas, una frente a la otra, grande y hermosa la primera, pequeña y de pobre aspecto la segunda. Pertenecía la primera a un rico, y la segunda, a un pobre. Pensó Nuestro Señor: "Para el rico no resultaré gravoso; pasaré, pues, la noche en su casa". Cuando el hombre oyó que llamaban a su puerta, abrió la ventana y preguntó al forastero qué deseaba. Respondióle Nuestro Señor:
- Quisiera que me dierais albergue por una noche,
El rico miró al forastero de pies a cabeza y, viendo que vestía muy sencillamente y no tenía aspecto de persona acaudalada, sacudiendo la cabeza le dijo:
- No puedo alojaros; todas mis habitaciones están llenas de plantas y semillas; y si tuviese que albergar a cuantos llaman a mí puerta, pronto habría de coger yo mismo un bastón y salir a mendigar. Tendréis que buscar acomodo en otra parte.
Y, cerrando la ventana, dejó plantado a Nuestro Señor, el cual, volviendo la espalda a la casa, se dirigió a la mísera de enfrente. Apenas hubo llamado, abrió la puerta el pobre dueño e invitó al viandante a entrar:
- Quedaos aquí esta noche - le dijo -; ha oscurecido ya, y hoy no podríais seguir adelante.
Complacióle esta acogida a Nuestro Señor, y se quedó. La mujer del pobre le estrechó la mano, le dio la bienvenida y le dijo que se considerase en su casa; poco tenían, pero de buen grado se lo ofrecieron. La mujer puso a cocer unas patatas, y, entretanto, ordeñó la cabra, para poder acompañarlas con un poco de leche. Cuando la mesa estuvo puesta, sentóse a ella Nuestro Señor y cenaron juntos, y le agradó aquella vianda tan sencilla, pues se reflejaba el contento en los rostros que lo acompañaban. Terminada la cena, y siendo hora de acostarse, la mujer llamó aparte a su marido y le dijo:
- Escucha, marido, por esta noche dormiremos en la paja, para que el pobre forastero pueda descansar en nuestra cama. Ha caminado durante todo el día y debe de estar rendido.
- Muy bien pensado - respondió el marido -. Voy a decírselo - y, acercándose a Nuestro Señor, ofrecióle la cama, en la que podría descansar cómodamente. Nuestro Señor se resistió, pero ellos insistieron tanto que, al fin, hubo de aceptar y se acostó en ella, mientras el matrimonio lo hacía sobre un lecho de paja.
Levantáronse de madrugada y prepararon para el forastero el desayuno mejor que pudieron. Y cuando el sol asomó por la ventana y Nuestro Señor se hubo levantado, desayunaron los tres juntos, y Nuestro Señor se dispuso a seguir su camino. Hallándose ya en la puerta, volvióse y dijo:
- Puesto que sois piadosos y compasivos, voy a concederos las tres gracias que me pidáis.
Respondió el pobre:
- ¡Qué otra cosa podríamos desear sino la salvación eterna y que, mientras vivamos, no nos falte a los dos salud y un pedazo de pan! ¡Ya no sabría qué más pedir!
Dijo Nuestro Señor:
- ¿No te gustaría tener una casa nueva, en lugar de esta vieja?
- ¡Claro que sí! - contestó el hombre -. Si también esto fuese posible, de veras me gustaría.
Nuestro Señor satisfizo aquellos deseos, transformó la vieja casa en una nueva y se marchó, después de darles su bendición. Ya muy entrado el día, se levantó el rico, y, al salir a la ventana, vio enfrente, en el lugar que ocupara antes la mísera choza, una casa nueva y pulcra, cubierta de tejas rojas. Abriendo unos ojos como naranjas, llamó a su esposa y le dijo:
- ¿Sabes tú lo que ha sucedido? Anoche aún había aquella vieja y mísera barraca, y hoy, ¡fíjate qué casa tan bonita, completamente nueva! A ver si te enteras de lo que ha pasado.
La mujer salió a preguntar al pobre, el cual le dijo:
- Anoche llegó un caminante que nos pidió albergue, y esta mañana, al despedirse, nos ha concedido tres gracias: la salvación eterna, la salud y el pan cotidiano en esta vida y, además, ha transformado nuestra choza en esta hermosa casa.
Apresuróse la mujer del rico a contar a su marido lo ocurrido, y éste, al oírlo, exclamó:
- ¡Es para arrancarse los pelos y darse de bofetadas! ¡Si lo hubiese sabido! El forastero vino antes aquí, pidiéndome que le dejase pasar la noche en casa, y yo lo despedí.
- Pues no pierdas tiempo - díjole la mujer -; monta a caballo y aún lo alcanzarás; debes pedirle también tres gracias.
Siguiendo el consejo de su esposa, partió el hombre a caballo y no tardó en alcanzar a Nuestro Señor. Dirigiéndose a él con toda finura y cortesía, rogóle que no tuviera en cuenta el no haberlo admitido en casa; mientras entró a buscar la llave, él se había marchado; pero si quería rehacer el camino, lo acogería en su casa.
- Bien - díjole Nuestro Señor -. Si algún día vuelvo por estas tierras, lo haré.
Preguntóle entonces el rico si no le quería conceder también tres gracias, como a su vecino. Nuestro Señor le dijo que podía hacerlo, pero valía más que no le pidiera nada, pues sería por su mal. Replicó el rico que él se veía capaz de pensar algo que le conviniese, con tal de saber que le sería concedido. Y dijo Nuestro Señor:
- Vuelve a tu casa y verás realizados tus tres primeros deseos.
El rico, logrado lo que se proponía, emprendió el retorno, cavilando acerca de lo que podría pedir. Ensimismado en sus cavilaciones, soltó las riendas, y el caballo se puso a saltar, cosa que le hacía perder a cada momento el hilo de sus pensamientos.
- ¡Estate quieta, Lisa! - decía, golpeando el cuello del animal; pero éste seguía con sus travesuras. Hasta que el hombre, en un arrebato de mal humor, exclamó:
- ¡Ojalá te rompieses el pescuezo!
Apenas habían salido tales palabras de sus labios cuando se encontró en el suelo, con el caballo inmóvil y muerto a su lado. Quedaba cumplido su primer deseo.
Avaro de natural, el rico no quiso abandonar y perder también la silla y el correaje, y se los cargó a la espalda, para proseguir su camino a pie. "Aún me quedan dos deseos", pensaba, consolándose con estas ideas. Como debía avanzar por un terreno arenoso y el sol caía a plomo, pues era mediodía, el calor empezó a hacérsele insoportable, y andaba de muy mal talante. Le pesaba la silla, y, por otra parte, no acertaba con lo que le sería más conveniente pedir: "Aunque desease todos los tesoros y riquezas de la Tierra - decía para sus adentros -, sé que después se me antojarían otras mil cosas. Así, pues, debo arreglármelas de manera que, al colmarme mi deseo, no pueda ya ambicionar nada más". Y, suspirando, añadió: "¡Si fuese como el campesino bávaro, que pudiendo también pedir tres gracias deseó, primero, mucha cerveza; después, tanta cerveza como fuese capaz de beber, y, finalmente, otro barril de cerveza!". Varias veces creía haber dado en el clavo, pero, inmediatamente, aquello le parecía ya muy poco, hasta que, de pronto, le ocurrió pensar que mientras él estaba pasando todas aquellas fatigas, su mujer, bien arrellanada en su casa en una sala fresca, se daba la gran vida. La idea lo enfureció tanto, que, sin darse cuenta, dijo:
- ¡Ojalá estuviese sentada en esta silla y no pudiese desmontar de ella, en vez de tener que arrastrarla yo tanto rato!
Acabar de pronunciar estas palabras y desaparecer la silla de su espalda fue todo uno; entonces el hombre comprendió que acababa de realizar su segundo deseo. Acalorado y excitado, echó a correr, suspirando por llegar a su casa e instalarse cómodamente en ella para pensar con calma hasta que diese con algo digno de su tercera petición. Pero al llegar a su morada y abrir la puerta, lo primero que vio fue a su mujer sentada en la silla de montar, gritando y llorando porque no podía bajar de ella. Díjole el hombre entonces:
- Cálmate y tranquilízate; aunque tengas que seguir sentada ahí, te proporcionaré todas las riquezas del mundo.
Pero la mujer tratólo de imbécil y le dijo:
- ¡De qué me servirán todas las riquezas del mundo, si no puedo moverme de la silla! ¡Ya que tú me pusiste en ella, sácame ahora!
Y él, quieras que no, hubo de formular por tercer deseo que su esposa pudiese apearse de la silla, y, al instante, quedó cumplida la petición. Como resultado de todo ello, no había sacado más que malos humores, fatigas, insultos y un caballo perdido. Los pobres, en cambio, vivieron contentos y tranquilos hasta su fin, que fue santo y ejemplar.
- Quisiera que me dierais albergue por una noche,
El rico miró al forastero de pies a cabeza y, viendo que vestía muy sencillamente y no tenía aspecto de persona acaudalada, sacudiendo la cabeza le dijo:
- No puedo alojaros; todas mis habitaciones están llenas de plantas y semillas; y si tuviese que albergar a cuantos llaman a mí puerta, pronto habría de coger yo mismo un bastón y salir a mendigar. Tendréis que buscar acomodo en otra parte.
Y, cerrando la ventana, dejó plantado a Nuestro Señor, el cual, volviendo la espalda a la casa, se dirigió a la mísera de enfrente. Apenas hubo llamado, abrió la puerta el pobre dueño e invitó al viandante a entrar:
- Quedaos aquí esta noche - le dijo -; ha oscurecido ya, y hoy no podríais seguir adelante.
Complacióle esta acogida a Nuestro Señor, y se quedó. La mujer del pobre le estrechó la mano, le dio la bienvenida y le dijo que se considerase en su casa; poco tenían, pero de buen grado se lo ofrecieron. La mujer puso a cocer unas patatas, y, entretanto, ordeñó la cabra, para poder acompañarlas con un poco de leche. Cuando la mesa estuvo puesta, sentóse a ella Nuestro Señor y cenaron juntos, y le agradó aquella vianda tan sencilla, pues se reflejaba el contento en los rostros que lo acompañaban. Terminada la cena, y siendo hora de acostarse, la mujer llamó aparte a su marido y le dijo:
- Escucha, marido, por esta noche dormiremos en la paja, para que el pobre forastero pueda descansar en nuestra cama. Ha caminado durante todo el día y debe de estar rendido.
- Muy bien pensado - respondió el marido -. Voy a decírselo - y, acercándose a Nuestro Señor, ofrecióle la cama, en la que podría descansar cómodamente. Nuestro Señor se resistió, pero ellos insistieron tanto que, al fin, hubo de aceptar y se acostó en ella, mientras el matrimonio lo hacía sobre un lecho de paja.
Levantáronse de madrugada y prepararon para el forastero el desayuno mejor que pudieron. Y cuando el sol asomó por la ventana y Nuestro Señor se hubo levantado, desayunaron los tres juntos, y Nuestro Señor se dispuso a seguir su camino. Hallándose ya en la puerta, volvióse y dijo:
- Puesto que sois piadosos y compasivos, voy a concederos las tres gracias que me pidáis.
Respondió el pobre:
- ¡Qué otra cosa podríamos desear sino la salvación eterna y que, mientras vivamos, no nos falte a los dos salud y un pedazo de pan! ¡Ya no sabría qué más pedir!
Dijo Nuestro Señor:
- ¿No te gustaría tener una casa nueva, en lugar de esta vieja?
- ¡Claro que sí! - contestó el hombre -. Si también esto fuese posible, de veras me gustaría.
Nuestro Señor satisfizo aquellos deseos, transformó la vieja casa en una nueva y se marchó, después de darles su bendición. Ya muy entrado el día, se levantó el rico, y, al salir a la ventana, vio enfrente, en el lugar que ocupara antes la mísera choza, una casa nueva y pulcra, cubierta de tejas rojas. Abriendo unos ojos como naranjas, llamó a su esposa y le dijo:
- ¿Sabes tú lo que ha sucedido? Anoche aún había aquella vieja y mísera barraca, y hoy, ¡fíjate qué casa tan bonita, completamente nueva! A ver si te enteras de lo que ha pasado.
La mujer salió a preguntar al pobre, el cual le dijo:
- Anoche llegó un caminante que nos pidió albergue, y esta mañana, al despedirse, nos ha concedido tres gracias: la salvación eterna, la salud y el pan cotidiano en esta vida y, además, ha transformado nuestra choza en esta hermosa casa.
Apresuróse la mujer del rico a contar a su marido lo ocurrido, y éste, al oírlo, exclamó:
- ¡Es para arrancarse los pelos y darse de bofetadas! ¡Si lo hubiese sabido! El forastero vino antes aquí, pidiéndome que le dejase pasar la noche en casa, y yo lo despedí.
- Pues no pierdas tiempo - díjole la mujer -; monta a caballo y aún lo alcanzarás; debes pedirle también tres gracias.
Siguiendo el consejo de su esposa, partió el hombre a caballo y no tardó en alcanzar a Nuestro Señor. Dirigiéndose a él con toda finura y cortesía, rogóle que no tuviera en cuenta el no haberlo admitido en casa; mientras entró a buscar la llave, él se había marchado; pero si quería rehacer el camino, lo acogería en su casa.
- Bien - díjole Nuestro Señor -. Si algún día vuelvo por estas tierras, lo haré.
Preguntóle entonces el rico si no le quería conceder también tres gracias, como a su vecino. Nuestro Señor le dijo que podía hacerlo, pero valía más que no le pidiera nada, pues sería por su mal. Replicó el rico que él se veía capaz de pensar algo que le conviniese, con tal de saber que le sería concedido. Y dijo Nuestro Señor:
- Vuelve a tu casa y verás realizados tus tres primeros deseos.
El rico, logrado lo que se proponía, emprendió el retorno, cavilando acerca de lo que podría pedir. Ensimismado en sus cavilaciones, soltó las riendas, y el caballo se puso a saltar, cosa que le hacía perder a cada momento el hilo de sus pensamientos.
- ¡Estate quieta, Lisa! - decía, golpeando el cuello del animal; pero éste seguía con sus travesuras. Hasta que el hombre, en un arrebato de mal humor, exclamó:
- ¡Ojalá te rompieses el pescuezo!
Apenas habían salido tales palabras de sus labios cuando se encontró en el suelo, con el caballo inmóvil y muerto a su lado. Quedaba cumplido su primer deseo.
Avaro de natural, el rico no quiso abandonar y perder también la silla y el correaje, y se los cargó a la espalda, para proseguir su camino a pie. "Aún me quedan dos deseos", pensaba, consolándose con estas ideas. Como debía avanzar por un terreno arenoso y el sol caía a plomo, pues era mediodía, el calor empezó a hacérsele insoportable, y andaba de muy mal talante. Le pesaba la silla, y, por otra parte, no acertaba con lo que le sería más conveniente pedir: "Aunque desease todos los tesoros y riquezas de la Tierra - decía para sus adentros -, sé que después se me antojarían otras mil cosas. Así, pues, debo arreglármelas de manera que, al colmarme mi deseo, no pueda ya ambicionar nada más". Y, suspirando, añadió: "¡Si fuese como el campesino bávaro, que pudiendo también pedir tres gracias deseó, primero, mucha cerveza; después, tanta cerveza como fuese capaz de beber, y, finalmente, otro barril de cerveza!". Varias veces creía haber dado en el clavo, pero, inmediatamente, aquello le parecía ya muy poco, hasta que, de pronto, le ocurrió pensar que mientras él estaba pasando todas aquellas fatigas, su mujer, bien arrellanada en su casa en una sala fresca, se daba la gran vida. La idea lo enfureció tanto, que, sin darse cuenta, dijo:
- ¡Ojalá estuviese sentada en esta silla y no pudiese desmontar de ella, en vez de tener que arrastrarla yo tanto rato!
Acabar de pronunciar estas palabras y desaparecer la silla de su espalda fue todo uno; entonces el hombre comprendió que acababa de realizar su segundo deseo. Acalorado y excitado, echó a correr, suspirando por llegar a su casa e instalarse cómodamente en ella para pensar con calma hasta que diese con algo digno de su tercera petición. Pero al llegar a su morada y abrir la puerta, lo primero que vio fue a su mujer sentada en la silla de montar, gritando y llorando porque no podía bajar de ella. Díjole el hombre entonces:
- Cálmate y tranquilízate; aunque tengas que seguir sentada ahí, te proporcionaré todas las riquezas del mundo.
Pero la mujer tratólo de imbécil y le dijo:
- ¡De qué me servirán todas las riquezas del mundo, si no puedo moverme de la silla! ¡Ya que tú me pusiste en ella, sácame ahora!
Y él, quieras que no, hubo de formular por tercer deseo que su esposa pudiese apearse de la silla, y, al instante, quedó cumplida la petición. Como resultado de todo ello, no había sacado más que malos humores, fatigas, insultos y un caballo perdido. Los pobres, en cambio, vivieron contentos y tranquilos hasta su fin, que fue santo y ejemplar.
Em tempos muito remotos, quando o bom Deus ainda andava pela terra entre os homens, certa tarde, após ter caminhado muito, sentiu-se cansado e a noite o surpreendeu antes que pudesse encontrar uma estalagem. Nisso, viu lá ao longe, na estrada, duas casas: uma grande e luxuosa, outra pequena e de aspecto mesquinho; uma se defrontava com a outra de cada lado da rua. Nosso Senhor, então, pensou: "Vou pernoitar na casa do rico, pois a ele não serei um peso."
Dirigiu-se, pois, para a casa luxuosa e bateu na porta. O rico saiu à janela e perguntou ao viandante o que desejava. Nosso Senhor respondeu:
- Venho pedir-vos pousada para esta noite.
O rico olhou de alto abaixo o viandante e, como o bom Deus vestia-se com a máxima modéstia e não tinha aspecto de alguém com os bolsos recheados, julgou-o um mendigo; sacudiu a cabeça, dizendo com altivez:
- Não posso hospedar-vos; meus aposentos estão cheios de ervas e sementes até o teto; além disso, se tivesse de alojar todos os que vêm bater à minha porta, eu acabaria por ter de pegar num cajado e sair a mendigar. Ide procurar abrigo em outro lugar.
Assim dizendo, bateu a janela, deixando o bom Deus no meio da rua. Então, Nosso Senhor virou-lhe as costas e dirigiu-se à casinha modesta da frente. Bateu, de leve na porta e, imediatamente, surgiu o pobre na janelinha; depois, correu a abrir a porta, convidando o cansado viandante:
- Ficai aqui comigo esta noite, - disse ele amavelmente, - já está muito escuro e não vos convém continuar o caminho.
Tal acolhida agradou, visivelmente, o bom Deus, que entrou na casinha. A mulher do pobre deu-lhe a mão, saudando-o gentilmente:
- Sede bem-vindo a esta casa, - disse-lhe, - que estivesse à vontade; infelizmente, não temos muito a oferecer, mas o pouco que temos oferecemos de todo o coração.
Foi, depressa, botar algumas batatas a cozer e, enquanto cozinhavam, ordenhou a cabra a fim de poder oferecer, também, um pouco de leite. Posta a mesa, Nosso Senhor sentou-se e comeu com eles, achando deliciosa aquela humilde refeição, porque tinha ao seu lado rostos alegres e felizes.
Após o jantar, na hora de dormir, a mulher chamou o marido para um canto dizendo-lhe:
- Ouve, meu caro; esta noite iremos dormir no palheiro para que o pobre viandante possa deitar-se em nossa cama e repousar tranquilamente; andou o dia todo, deve estar bem cansado!
- Com o maior prazer, - disse o marido; - vou oferecer-lhe nossa cama.
Dirigiu-se ao bom Deus pedindo-lhe que dormisse na cama do casal, desejando que repousasse bem. Nosso Senhor não queria privar o casal da cama, mas ambos insistiram tanto que, por fim, ele aceitou e deitou-se; o casal arrumou um pouco de palha no chão e aí repousou.
No dia seguinte, levantaram-se de madrugada e prepararam o pequeno almoço para o hóspede, da maneira melhor possível. Quando o sol brilhou, dardejando raios através da janela, Nosso Senhor levantou-se, tomou a refeição matinal com eles e preparou-se a seguir caminho. Na soleira da porta, voltou-se para eles, dizendo:
- Como sois tão bondosos e caridosos, desejai três coisas e eu vô-las concederei.
O pobre disse, humildemente:
- O que mais posso desejar se não a salvação eterna e que nós ambos, enquanto vivermos, tenhamos saúde e possamos ter sempre o pão de cada dia? Quanto à terceira coisa, realmente, não saberia o que desejar!
O bom Deus, então, disse:
- Não desejas trocar esta casa velha por uma nova?
- Oh, sim, - respondeu o pobre, - se isto fosse possível, ficaria bem contente.
Então, Nosso Senhor realizou aqueles três desejos; transformou a casa velha em outra completamente nova, abençoou-os de novo e partiu.
O sol já ia alto, quando o rico levantou-se da cama. Saiu à janela e viu do outro lado da rua, exatamente onde antes havia a feia choupana, uma linda casa nova, toda garrida com o telhado vermelho. Arregalou os olhos, chamou sua mulher e perguntou:
- Dize-me cá, que foi que aconteceu? Ontem, à noite, ainda estava ali a velha e mísera choupana e hoje vejo uma linda casa nova. Vai lá depressa, informa-te como se deu isso.
A mulher foi à casa do pobre e tanto especulou que o homem acabou contando:
- Ontem, à noite, chegou aqui um viandante pedindo abrigo até hoje; e pela manhã, ao despedir-se, fez questão de presentear-nos com três coisas: a salvação eterna da nossa alma; boa saúde durante a nossa vida e o pão de cada dia, e, finalmente, deu-nos também esta bela casa em troca da velha.
A mulher do homem rico voltou correndo para casa e contou tudo ao marido. Este disse:
- Eu deveria me enforcar! Ah, se o tivesse adivinhado! Esse viandante veio primeiro bater aqui, querendo pernoitar em nossa casa e eu, tolo, mandei-o embora.
- Depressa, anda, - disse a mulher, - monta a cavalo e talvez ainda o alcances. Se o alcançares, deves pedir-lhe tu, também, três coisas.
O rico seguiu o conselho, que achou ótimo; partiu a galope no cavalo e conseguiu alcançar o bom Deus. Falou-lhe com a maior amabilidade e cortesia, pedindo-lhe que não levasse a mai se não o havia recebido na noite anterior; procurara a chave da porta e nisso ele se íôra à outra casa. Agora, pedia-lhe que, ao tornar a passar por aí, se hospedasse em sua casa.
- Sim, - respondeu o bom Deus, - se voltar, aceitarei de bom grado o vosso convite.
Então, o rico perguntou se não poderia ele, também, exprimir três desejos, como fizera seu vizinho.
- Podeis, sim, - disse Nosso Senhor, - mas não acho conveniente; e bem melhor não me pedir nada.
O rico retrucou que, de qualquer maneira, pediria alguma coisa que só lhe favorecesse a felicidade, desde que tivesse a certeza de ser atendido.
Então, o bom Deus lhe disse:
- Volta para casa; os três desejos que formulares serão realizados.
Tendo obtido o que desejava, o rico encaminhou-se de regresso à casa e ia refletindo no que devia desejar. Enquanto ia assim perdido em reflexões, deixou cair as rédeas e o cavalo pôs-se a pinotear, perturbando-lhe as ideias, de maneira que as não podia coordenar. Deu umas palmadinhas no pescoço do cavalo, dizendo:
- Quieta, Lisa, quieta!
Mas o cavalo empinou-se, levantando as patas dianteiras para o alto. O homem, então, irritou-se e gritou num assomo de impaciência:
- Minha vontade é que quebres o pescoço!
Nem mal acabou de o dizer, o cavalo caiu pesadamente ao chão; estava morto e bem morto. Assim, realizara-se o primeiro desejo. Mas, sendo o homem extremamente avarento por natureza, não quis largar aí os arreios; tirando-os do cavalo, colocou-os às costas e foi andando a pé. "Restam-te ainda dois desejos a formular," cogitava ele a título de consolação. Assim, caminhando lentamente pela poeira da estrada com o sol abrasador do meio-dia, ficou acalorado e de mau humor; a sela pesava-lhe nas costas e ainda não lhe ocorrera qual seria o segundo desejo. "Mesmo que eu deseje todos os reinos e todos os tesouros da terra, - pensava ele, - sempre me faltará alguma coisa, isto ou aquilo, já sei de antemão; quero agir de maneira que nada mais tenha a desejar neste mundo." Deu um grande suspiro e disse:
- Ah, se eu fosse aquele camponês da Baviera que também dispunha de três desejos! Esse fulano soube ajeitar as coisas; primeiro desejou muita cerveja, depois tanta cerveja quanta pudesse beber e, finalmente, ainda um tonel de cerveja.
Em dados momentos, parecia-lhe ter encontrado o que queria, mas logo achava que era pouco. Nisso, ocorreu-lhe que a mulher, em casa, estava feliz e tranquila, sentada numa sala fresquinha, comendo com o melhor apetite. Tal lembrança o encheu de despeito e, irrefletidamente, disse:
- Bem gostaria de vê-la sentada nesta sela, sem poder descer, ao invés de estar eu aqui carregando este peso às costas!
Nem bem lhe saíra da boca a última palavra e a sela desapareceu-lhe das costas; ele percebeu que também o segundo desejo se realizara. Então, sentiu ainda mais calor e deitou a correr, pensando em recolher-se ao quarto, muito só, e lá cogitar algo bem grande para o seu terceiro desejo. Mas quando chegou em casa e abriu a porta, viu, no centro da sala, a mulher encarapitada sobre a sela, sem poder descer, a chorar e a gritar assustada.
Então, ele lhe disse:
- Acalma-te! Contanto que fiques aí sentada quietinha, pedirei para ti todos os tesouros do mundo.
Ela, porém, chamou-o de idiota, acrescentando:
- De que me servem todos os tesouros do mundo se fico grudada nesta sela? Desejaste que eu ficasse aqui; agora tens de me ajudar a sair.
Quisesse-o ou não, ele teve que exprimir o terceiro desejo; isto é, que a mulher pudesse descer e libertar-se da sela; o desejo foi imediatamente realizado.
Assim, de toda aquela história ele nada mais lucrou que aborrecimentos, canseira, injúrias e ainda, por cima, um cavalo perdido. O casal de pobres, porém, viveu feliz e sossegado em plena piedade até o bem-aventurado fim, quando já eram muito, muito velhos.
Dirigiu-se, pois, para a casa luxuosa e bateu na porta. O rico saiu à janela e perguntou ao viandante o que desejava. Nosso Senhor respondeu:
- Venho pedir-vos pousada para esta noite.
O rico olhou de alto abaixo o viandante e, como o bom Deus vestia-se com a máxima modéstia e não tinha aspecto de alguém com os bolsos recheados, julgou-o um mendigo; sacudiu a cabeça, dizendo com altivez:
- Não posso hospedar-vos; meus aposentos estão cheios de ervas e sementes até o teto; além disso, se tivesse de alojar todos os que vêm bater à minha porta, eu acabaria por ter de pegar num cajado e sair a mendigar. Ide procurar abrigo em outro lugar.
Assim dizendo, bateu a janela, deixando o bom Deus no meio da rua. Então, Nosso Senhor virou-lhe as costas e dirigiu-se à casinha modesta da frente. Bateu, de leve na porta e, imediatamente, surgiu o pobre na janelinha; depois, correu a abrir a porta, convidando o cansado viandante:
- Ficai aqui comigo esta noite, - disse ele amavelmente, - já está muito escuro e não vos convém continuar o caminho.
Tal acolhida agradou, visivelmente, o bom Deus, que entrou na casinha. A mulher do pobre deu-lhe a mão, saudando-o gentilmente:
- Sede bem-vindo a esta casa, - disse-lhe, - que estivesse à vontade; infelizmente, não temos muito a oferecer, mas o pouco que temos oferecemos de todo o coração.
Foi, depressa, botar algumas batatas a cozer e, enquanto cozinhavam, ordenhou a cabra a fim de poder oferecer, também, um pouco de leite. Posta a mesa, Nosso Senhor sentou-se e comeu com eles, achando deliciosa aquela humilde refeição, porque tinha ao seu lado rostos alegres e felizes.
Após o jantar, na hora de dormir, a mulher chamou o marido para um canto dizendo-lhe:
- Ouve, meu caro; esta noite iremos dormir no palheiro para que o pobre viandante possa deitar-se em nossa cama e repousar tranquilamente; andou o dia todo, deve estar bem cansado!
- Com o maior prazer, - disse o marido; - vou oferecer-lhe nossa cama.
Dirigiu-se ao bom Deus pedindo-lhe que dormisse na cama do casal, desejando que repousasse bem. Nosso Senhor não queria privar o casal da cama, mas ambos insistiram tanto que, por fim, ele aceitou e deitou-se; o casal arrumou um pouco de palha no chão e aí repousou.
No dia seguinte, levantaram-se de madrugada e prepararam o pequeno almoço para o hóspede, da maneira melhor possível. Quando o sol brilhou, dardejando raios através da janela, Nosso Senhor levantou-se, tomou a refeição matinal com eles e preparou-se a seguir caminho. Na soleira da porta, voltou-se para eles, dizendo:
- Como sois tão bondosos e caridosos, desejai três coisas e eu vô-las concederei.
O pobre disse, humildemente:
- O que mais posso desejar se não a salvação eterna e que nós ambos, enquanto vivermos, tenhamos saúde e possamos ter sempre o pão de cada dia? Quanto à terceira coisa, realmente, não saberia o que desejar!
O bom Deus, então, disse:
- Não desejas trocar esta casa velha por uma nova?
- Oh, sim, - respondeu o pobre, - se isto fosse possível, ficaria bem contente.
Então, Nosso Senhor realizou aqueles três desejos; transformou a casa velha em outra completamente nova, abençoou-os de novo e partiu.
O sol já ia alto, quando o rico levantou-se da cama. Saiu à janela e viu do outro lado da rua, exatamente onde antes havia a feia choupana, uma linda casa nova, toda garrida com o telhado vermelho. Arregalou os olhos, chamou sua mulher e perguntou:
- Dize-me cá, que foi que aconteceu? Ontem, à noite, ainda estava ali a velha e mísera choupana e hoje vejo uma linda casa nova. Vai lá depressa, informa-te como se deu isso.
A mulher foi à casa do pobre e tanto especulou que o homem acabou contando:
- Ontem, à noite, chegou aqui um viandante pedindo abrigo até hoje; e pela manhã, ao despedir-se, fez questão de presentear-nos com três coisas: a salvação eterna da nossa alma; boa saúde durante a nossa vida e o pão de cada dia, e, finalmente, deu-nos também esta bela casa em troca da velha.
A mulher do homem rico voltou correndo para casa e contou tudo ao marido. Este disse:
- Eu deveria me enforcar! Ah, se o tivesse adivinhado! Esse viandante veio primeiro bater aqui, querendo pernoitar em nossa casa e eu, tolo, mandei-o embora.
- Depressa, anda, - disse a mulher, - monta a cavalo e talvez ainda o alcances. Se o alcançares, deves pedir-lhe tu, também, três coisas.
O rico seguiu o conselho, que achou ótimo; partiu a galope no cavalo e conseguiu alcançar o bom Deus. Falou-lhe com a maior amabilidade e cortesia, pedindo-lhe que não levasse a mai se não o havia recebido na noite anterior; procurara a chave da porta e nisso ele se íôra à outra casa. Agora, pedia-lhe que, ao tornar a passar por aí, se hospedasse em sua casa.
- Sim, - respondeu o bom Deus, - se voltar, aceitarei de bom grado o vosso convite.
Então, o rico perguntou se não poderia ele, também, exprimir três desejos, como fizera seu vizinho.
- Podeis, sim, - disse Nosso Senhor, - mas não acho conveniente; e bem melhor não me pedir nada.
O rico retrucou que, de qualquer maneira, pediria alguma coisa que só lhe favorecesse a felicidade, desde que tivesse a certeza de ser atendido.
Então, o bom Deus lhe disse:
- Volta para casa; os três desejos que formulares serão realizados.
Tendo obtido o que desejava, o rico encaminhou-se de regresso à casa e ia refletindo no que devia desejar. Enquanto ia assim perdido em reflexões, deixou cair as rédeas e o cavalo pôs-se a pinotear, perturbando-lhe as ideias, de maneira que as não podia coordenar. Deu umas palmadinhas no pescoço do cavalo, dizendo:
- Quieta, Lisa, quieta!
Mas o cavalo empinou-se, levantando as patas dianteiras para o alto. O homem, então, irritou-se e gritou num assomo de impaciência:
- Minha vontade é que quebres o pescoço!
Nem mal acabou de o dizer, o cavalo caiu pesadamente ao chão; estava morto e bem morto. Assim, realizara-se o primeiro desejo. Mas, sendo o homem extremamente avarento por natureza, não quis largar aí os arreios; tirando-os do cavalo, colocou-os às costas e foi andando a pé. "Restam-te ainda dois desejos a formular," cogitava ele a título de consolação. Assim, caminhando lentamente pela poeira da estrada com o sol abrasador do meio-dia, ficou acalorado e de mau humor; a sela pesava-lhe nas costas e ainda não lhe ocorrera qual seria o segundo desejo. "Mesmo que eu deseje todos os reinos e todos os tesouros da terra, - pensava ele, - sempre me faltará alguma coisa, isto ou aquilo, já sei de antemão; quero agir de maneira que nada mais tenha a desejar neste mundo." Deu um grande suspiro e disse:
- Ah, se eu fosse aquele camponês da Baviera que também dispunha de três desejos! Esse fulano soube ajeitar as coisas; primeiro desejou muita cerveja, depois tanta cerveja quanta pudesse beber e, finalmente, ainda um tonel de cerveja.
Em dados momentos, parecia-lhe ter encontrado o que queria, mas logo achava que era pouco. Nisso, ocorreu-lhe que a mulher, em casa, estava feliz e tranquila, sentada numa sala fresquinha, comendo com o melhor apetite. Tal lembrança o encheu de despeito e, irrefletidamente, disse:
- Bem gostaria de vê-la sentada nesta sela, sem poder descer, ao invés de estar eu aqui carregando este peso às costas!
Nem bem lhe saíra da boca a última palavra e a sela desapareceu-lhe das costas; ele percebeu que também o segundo desejo se realizara. Então, sentiu ainda mais calor e deitou a correr, pensando em recolher-se ao quarto, muito só, e lá cogitar algo bem grande para o seu terceiro desejo. Mas quando chegou em casa e abriu a porta, viu, no centro da sala, a mulher encarapitada sobre a sela, sem poder descer, a chorar e a gritar assustada.
Então, ele lhe disse:
- Acalma-te! Contanto que fiques aí sentada quietinha, pedirei para ti todos os tesouros do mundo.
Ela, porém, chamou-o de idiota, acrescentando:
- De que me servem todos os tesouros do mundo se fico grudada nesta sela? Desejaste que eu ficasse aqui; agora tens de me ajudar a sair.
Quisesse-o ou não, ele teve que exprimir o terceiro desejo; isto é, que a mulher pudesse descer e libertar-se da sela; o desejo foi imediatamente realizado.
Assim, de toda aquela história ele nada mais lucrou que aborrecimentos, canseira, injúrias e ainda, por cima, um cavalo perdido. O casal de pobres, porém, viveu feliz e sossegado em plena piedade até o bem-aventurado fim, quando já eram muito, muito velhos.