El joven gigante


O jovem gigante


Un campesino tenía un hijo que no abultaba más que el dedo pulgar; no había manera de hacerlo crecer, y, al cabo de varios años, su talla no había aumentado ni el grueso de un cabello. Un día en que el campesino se disponía a marcharse al campo para la labranza, díjole el pequeñuelo:
- Padre, déjame ir contigo.
- ¿Tú, ir al campo? - replicó el padre. - Quédate en casa; allí no me servirías de nada y aún correría el riesgo de perderte.
Echóse el pequeño a llorar, y, al fin, el campesino, para que lo dejara en paz, metióselo en el bolsillo y se lo llevó. Al llegar al campo, lo dejó sentado en un surco recién abierto. Mientras estaba allí, acercóse un enorme gigante que venía de allende los montes.
- ¿Ves aquel gigantón de allí? - dijo el padre al niño, para asustarlo. - Pues vendrá y se te llevará.
En dos o tres zancadas de sus larguísimas piernas, el gigante llegó ante el surco. Levantó cuidadosamente al pequeño con dos dedos, lo contempló un momento y se alejó con él, sin pronunciar una palabra. El padre, paralizado de espanto, no pudo ni emitir un grito y consideró perdido a su hijo, sin esperanza de volverlo a ver en su vida.
El gigante se llevó al pequeñuelo a su mansión y le dio de mamar de su pecho, con lo que el chiquitín creció, tanto en estatura como en fuerzas, cual es propio de los gigantes. Transcurridos dos años, el viejo gigante lo llevó al bosque y, para probarlo, le dijo:
- Arranca una vara.
El niño era ya tan robusto, que arrancó de raíz un arbolillo como quien no hace nada, pero el gigante pensó: "Ha de hacerse más fuerte", y volvió a llevarlo a su casa y continuó amamantándolo durante otros dos años. Al someterlo nuevamente a prueba, la fuerza del mozo había aumentado tanto, que ya fue capaz de arrancar de raíz un viejo árbol. Sin embargo, no se dio por satisfecho todavía el gigante, y lo amamantó aún por espacio de otros dos años, al cabo de los cuales volvió al bosque, y le ordenó:
- Arráncame ahora una vara de verdad.
Y el joven extrajo del suelo el más fornido de los robles, con una ligereza tal que no parecía sino que bromeaba.
- Ahora está bien - díjole el gigante; - has terminado el aprendizaje - y lo devolvió al campo en que lo encontrara. En él estaba su padre guiando el arado, y el joven gigante fue a él y le dijo:
- ¡Mirad, padre, qué hombrón se ha vuelto vuestro hijo!
El labrador, volviéndose, exclamó asustado:
- ¡No, tú no eres mi hijo! ¡Nada quiero de ti! ¡Márchate!
- ¡Claro que soy vuestro hijo; dejadme trabajar; sé arar tan bien como vos o mejor!
- ¡No, no! Tú no eres mi hijo, ni sabes arar. ¡Anda, márchate de aquí!
Pero como aquel gigante le daba miedo, dejóle el arado y fue a sentarse al borde del campo. Empuñó el hijo el arado con una sola mano, y lo hincó con tal fuerza que la reja se hundió profundamente en el suelo. El campesino no pudo contenerse y le gritó:
- No hay que apretar tan fuerte para arar; es una mala labor la que estás haciendo.
Pero el joven, desunciendo los caballos y poniéndose a tirar él mismo del arado, dijo:
- Vete a casa, padre, y di a mi madre que prepare una buena comida; yo, mientras tanto, terminaré la faena.
Fuese el campesino y encargó a su mujer que preparase la comida, y, entretanto, el mozo aró todo el campo, que medía dos yugadas, sin ayuda de nadie, tras lo cual lo rastrilló por entero, manejando dos rastras a la vez. Cuando hubo terminado, arrancó dos robles del bosque, se los echó al hombro, y puso aún encima una rastra y un caballo delante, y otra rastra y otro caballo detrás; y como si todo junto no fuese más que un haz de paja, llevólo a la casa paterna. Al entrar en la era, su madre, no reconociéndolo, preguntó:
- ¿Quién es ese hombrón tan terrible?
Y respondióle su marido:
- Es nuestro hijo.
- No, no es posible que sea nuestro hijo; jamás tuvimos uno así; el nuestro era muy chiquitín. - Y gritóle: - ¡Márchate, aquí no te queremos!
El mozo, sin chistar, llevó los caballos al establo, echóles heno y avena, y lo arregló como es debido. Cuando estuvo listo, entró en la casa y, sentándose en el banco, dijo:
- Madre, tengo mucho apetito; ¿estará pronto la comida?
- Sí - respondió ella, - y sirvióle dos grandes fuentes repletas, con las que ella y su marido se habrían hartado para ocho días. Pero el joven se lo zampó todo y preguntó si podía darle algo más.
- No - respondióle la madre, - te di todo lo que había en casa.
- Esto sólo me sirve para abrirme el apetito; necesito más.
Ella, no atreviéndose a contradecirlo, salió a poner al fuego una gran artesa llena de comida y, cuando ya estuvo cocida, la entró al mozo.
- Bueno, aquí hay, por lo menos, un par de bocados - dijo éste, y se lo comió todo sin dejar miga; pero tampoco bastaba para aplacarle el hambre, y dijo entonces:
- Padre, bien veo que en vuestra casa nunca me hartaré. Si me traéis una barra de hierro bastante gruesa para que no pueda romperla con la rodilla, me marcharé a correr mundo.
Alegróse el campesino, enganchó los dos caballos al carro y fuese a casa del herrero en busca de una barra tan grande y gruesa como pudieran transportar los animales. El joven se la aplicó contra la rodilla y ¡crac!, la quebró en dos como si fuese una estaca, y tiró los trozos a un lado. Enganchó entonces el padre cuatro caballos y volvió con otra barra tan grande y gruesa como los animales pudieron acarrear; pero el hijo la dobló también y, arrojando los fragmentos, dijo:
- No sirve, padre; tenéis que poner más caballos y traer una barra más fuerte.
Enganchó entonces el campesino ocho caballos, y trajo a casa una tercera barra, tan grande y gruesa como los animales pudieron transportar. El hijo la cogió en la mano, rompió un pedazo de un extremo, y dijo:
- Padre, bien veo que no podéis darme el bastón que necesito. No quiero continuar aquí.
Marchóse con intención de colocarse como oficial herrero. Llegó a un pueblo, donde habitaba un herrero muy avaro, que todo lo quería para sí y nada para los demás. Presentósele el mozo y le preguntó si necesitaba un oficial.
- Sí - respondió el herrero, y, considerándolo de pies a cabeza, pensó: "Es un mozo fornido; manejará bien el martillo y se ganará su pan".
- ¿Cuánto pides de salario? - le preguntó.
- Nada - respondió el mozo, - sólo cada quince días, cuando pagues a los demás trabajadores, yo te daré dos puñetazos y tú los aguantarás.
El herrero se declaró conforme, pensando en el mucho dinero que se ahorraría. A la mañana siguiente, el nuevo oficial se puso a la faena; cuando el maestro le trajo la barra al rojo, del primer martillazo partióse el hierro en dos pedazos, volando por los aires, y el yunque se clavó en el suelo, tan profundamente que no hubo medio de volver a sacarlo. Enfadóse el avaro, y exclamó:
- Tú no me sirves; golpeas con demasiada rudeza. ¿Qué te debo por este solo golpe?
- Sólo quiero darte un golpecito, nada más - respondió el muchacho, y alzando un pie, de una patada lo envió volando al otro lado de cuatro carretas de heno. Eligiendo después la más recia de las barras de hierro que había en la herrería, cogióla como bastón y se marchó.
Houve, uma vez, um camponês que tinha um filho do tamanho de um polegar mas, ao chegar à adolescência, não tinha crescido nem uma linha mais.
Certa vez, em que o camponês se dispunha a sair para o campo e arar a terra, o pimpolho chegou-se a ele e disse:
- Pai, leva-me contigo!
- Queres ir ao campo? - perguntou o pai, - é melhor ficares aqui; lá não ajudas nada e além disso poderias perder-te.
Polegarzinho, então, pôs-se a chorar. Para que não o amolasse mais, o camponês meteu-o no bolso e levou-o consigo. Chegando ao campo, tirou o pequeno do bolso e acomodou-o num sulco recém-aberto, deixando-o lá sentado; nisso veio descendo da montanha um enorme gigante e o pai, apontando-o, disse ao menino, pondo-lhe medo para que ficasse quietinho:
- Estás vendo aquele monstro? Ele vem buscar-te!
Com as longas pernas, o gigante em dois passos chegara junto deles; com dois dedos ergueu delicadamente Polegarzinho, examinou-o bem e, sem proferir palavra, levou-o embora. De tão assustado, o pai ficara imóvel sem abrir a boca, pensando que acabava de perder o filhinho e que jamais o tornaria a ver nesta vida.
Entretanto, o gigante levou o pequeno para casa, mandando a mulher que o amamentasse; graças a isso Polegarzinho cresceu rapidamente, tornando-se grande e forte como os gigantes. Decorridos dois anos, o gigante velho levou-o à floresta, querendo experimentá-lo, e disse:
- Arranca uma varinha para ti.
O rapaz era já tão forte que arrancou da terra uma árvore com raiz e tudo. Mas o gigante não ficou satisfeito e disse:
- Deves fazer coisa melhor.
Voltou com ele para casa e sua mulher amamentou-o por mais dois anos. Na segunda prova, a força do rapaz havia aumentado a ponto de lhe permitir que arrancasse uma velha árvore troncuda. Mas, nem assim, o gigante se satisfez; entregou-o novamente á mulher por mais dois anos ainda, findos os quais levo-o á floresta, dizendo-lhe:
- Arranca uma boa vara que preste!
Dessa vez, o rapaz arrancou um enorme carvalho como se estivesse brincando.
- Bem, - disse o gigante, - agora chega; já estás habilitado.
E levou o rapaz de volta ao campo, onde o havia encontrado. O camponês lá estava empurrando o velho arado. Então o rapaz dirigiu-se a ele, dizendo:
- Olha meu pai, que homenzarrão se tornou teu filho!
O camponês espantou-se e exclamou:
- Não, tu não é o meu filho; nada quero contigo, vai-te embora.
- Sou realmente teu filho! Deixa-me trabalhar, sei arar tão bem ou melhor do que tu.
- Não, não; tu não és meu filho e não sabes arar coisa nenhuma; vai-te embora.
Mas, estando com medo daquele homenzarrão, largou o arado, afastou-se e foi sentar-se à margem do campo. Então o rapaz pegou no arado, segurou-o com uma só mão, mas tão fortemente que o mesmo afundou na terra. Vendo aquilo o camponês não se conteve e gritou:
- Se de fato queres arar, não deves imprimir tanta força, pois só farias um trabalho mal feito.
O rapaz, como resposta, desatrelou os cavalos e posse a puxar sozinho o arado, dizendo:
- Podes voltar para casa, meu pai. Não te esqueças de dizer à minha mãe que prepara um belo caldeirão de comida para o jantar, enquanto isso acabarei de arar o campo.
Voltando para casa, o camponês mandou a mulher preparar o jantar, enquanto o rapaz arava sozinho aquela grande extensão de terra; depois, pegou na grade e num breve lapso de tempo destorroou o campo. Uma vez terminado o trabalho, dirigiu-se a um bosque ali perto, arrancou dois carvalhos, colocou-os às costas, pondo por cima deles as grades, por cima das grades o arado, os cavalos e tudo o mais, e, como se estivesse carregando um feixe de palhas, levou tudo para casa.
Quando chegou no quintal da casa, a mãe não o reconheceu e perguntou;
- Quem é aquele homenzarrão espantoso?
- Ê nosso filho, - respondeu o camponês.
- Não, - disse ela, - não pode ser nosso filho. Jamais tivemos um filho tão grande; o nosso era um tiquinho.
E gritou-lhe da janela:
-Vai-te embora, não te queremos aqui.
O rapaz não respondeu, levou os cavalos para a estrebaria, deu-lhes feno e aveia como era preciso, depois foi para a sala e sentando-se no banco disse:
- Mãe, estou com fome, já está pronta a comida?
A mãe trouxe para a mesa dois pratos enormes e tão cheios, que daria para alimentar o casal durante oito dias. Mas o rapaz devorou tudo sozinho num instante e ainda perguntou se não havia mais.
- Não, isso é tudo o que temos.
- Isso foi apenas a amostra, para mim é preciso muito mais.
Com receio dele a mãe pês no fogo o caldeirão com que fazia comida para os porcos, cheio até transbordar, e, quando a comida ficou pronta, serviu-a.
- Até que enfim chegam mais algumas migalhas! - disse o rapaz. E comeu tudo, mais ainda não era o suficiente para matar-lhe a fome. Então, disse:
- Meu pai, bem vejo que na tua casa nunca conseguirei matar a fome; queres arranjar-me um cajado de ferro, bem forte, que eu não possa quebrá-lo sobre os joelhos? Depois ir-me-ei embora daqui.
O camponês alegrou-se; atrelou os dois cavalos no carro e foi à casa do ferreiro buscar uma barra tão grande e grassa que os cavalos mal apenas podiam transportar. O rapaz pegou-a e, com o joelho, partiu-a pelo meio como se fora uma frágil bengala e atirou-a fora.
Então o pai atrelou quatro cavalos no carro e foi buscar uma barra de ferro tão grossa que os quatro cavalos quase não podiam transportar. E, novamente, o filho partiu-a, com o joelho, em dois pedaços; jogando-a fora, disse:
- Meu pai, isto é pouco; é preciso atrelar mais cavalos e ir buscar uma barra mais forte.
O pai, então, atrelou oito cavalos e foi buscar uma barra tão grossa e forte que os oito cavalos quase não podiam transportar. Quando o filho pegou na mão essa barra, logo quebrou-lhe uma das pontas.
- Vejo, meu pai que não consegues arranjar-me o cajado adequado, portanto não ficarei mais aqui.
Foi-se embora, fazendo-se passar por um ajudante de ferreiro. Assim chegou a uma aldeia onde morava um ferreiro tremendamente avarento, que nunca dava nada a ninguém e tudo queria para si; o rapaz entrou na ferraria perguntando se não necessitavam de um bom ajudante. O ferreiro contemplou-o de alto abaixo, depois disse:
- Sim, estou precisando de um, - e pensava consigo mesmo: "Este é um mocetão vigoroso, deve ser capaz de bater o malho com força e ganhar honestamente o pão!"
- Quanto queres ganhar? - perguntou-lhe.
- Não quero salário algum. - respondeu o moço; - quero somente que me permitas dar-te, em cada quinzena, quando pagas os outros empregados, dois pontapés para ver se aguentas.
O avarento ficou bem satisfeito com a proposta, achando que economizaria um bom dinheiro.
Na manhã seguinte, o novo ajudante foi encarregado de bater o malho, mas, quando o oficial-ferreiro manejou o ferro incandescente, o rapaz assestou-lhe tal golpe de malho que o reduziu a migalhas e, ainda por cima, enterrou a bigorna no chão, tão profundamente que nunca mais foi possível desenterrá-la. Terrivelmente zangado com isso, o ferreiro disse-lhe:
- Olá, rapaz vejo que não podes servir; és muito desastrado e bates com demasiada violência. Quanto queres por aquele único golpe?
O rapaz respondeu:
- Quero apenas que me deixes dar-te um levíssimo pontapé, e nada mais.
O homem concordou; então, levantando a perna, o rapaz assestou-lhe tamanho pontapé que o outro voou além de quatro carros de feno. Depois escolheu a barra mais forte que encontrou na oficina e, servindo-se dela como de um cajado, foi-se embora.
Andou um pouco, sem direção certa, até que avistou uma granja; foi até lá e perguntou ao administrador se não estava precisando de um feitor.
- Estou, sim - respondeu o outro; - tu me pareces forte e decidido, capaz de fazer bom trabalho. Quanto queres ganhar por ano?
Ele respondeu que não queria salário algum; queria apenas que lhe permitisse dar-lhe três pontapés por ano, mas que os deveria aguentar.
O administrador, que também era um grande avarento, aceitou a proposta. Na manha seguinte, os empregados deviam ir cortar lenha na floresta; já estavam todos levantados e prontos para partir, só o rapaz continuava ainda dormindo. Então, um deles gritou-lhe:
- Ei, levanta, já está na hora, seu preguiçoso! Temos de ir rachar lenha na floresta e tu também tens que vir conosco.
- Podem ir, - grunhiu impaciente o rapaz; - chegarei antes de todos.
Não se conformando, os empregados foram ter com o administrador, queixando-se do feitor que ainda estava na cama e não queria ir com eles. O administrador mandou que o chamassem, novamente, para que fosse atrelar os cavalos; mas o dorminhoco repetiu:
- Podeis ir adiante; sempre chegarei antes de todos.
E continuou a dormir mais umas duas horas e depois levantou-se. Antes de ir trabalhar, ainda foi ao celeiro buscar dois alqueires de ervilha e com elas preparou um excelente mingau. Muito sossegadamente comeu o mingau e depois foi atrelar os cavalos e dirigiu-se para a floresta, mas, pura chegar lá, tinha de passar por um estreito desfiladeiro; fez passar primeiro o carroção, em seguida voltou atrás e arrancando algumas árvores fez com elas uma barricada que impedia a passagem de qualquer cavalo. Depois, foi indo e, quando chegou à floresta, os companheiros já vinham de volta com os carros carregados de lenha. O rapaz tornou a repetir:
- Podeis ir; sempre chegarei antes.
Não se deu ao trabalho de penetrar muito na floresta, arrancou algumas árvores como se fossem gravetos, por aí mesmo, carregou-as no carro e voltou. Ao chegar onde estava a barricada, os companheiros estavam lá sem poder passar, pois a barricada obstruia-lhes o caminho.
- Estais vendo, - disse ele; - se tivésseis ficado comigo chegaríeis todos na mesma hora, com a vantagem de dormir um pouco mais.
Foi tocando os cavalos, mas estes não conseguiram passar; então desceu do carro, desatrelou os cavalos, embarcando-os junto com a lenha, pegou nos varais e, com todo aquele peso, passou com a mesma facilidade como se estivesse puxando um carro de plumas. Transposto o obstáculo, voltou-se e disse aos outros:
- Vistes? Passei mais depressa que todos.
Continuou o caminho tranquilamente, enquanto que os companheiros ficaram lá parados resolvendo os próprios problemas. Entrando no terreiro da casa, o rapaz agarrou uma daquelas árvores enormes com uma só mão e, mostrando-a ao administrador, disse:
- Não é uma boa tora?
O administrador virou-se para a mulher, exclamando:
- Esse camarada é bom mesmo! Embora durma mais do que os outros, ainda assim chega primeiro.
O rapaz trabalhou na granja durante um ano, findo o qual o administrador distribuiu o salário aos outros empregados; - então o rapaz disse que chegara o momento de ajustar também as contas. Mas agora o administrador estava com medo de receber os pontapés convencionados e pediu-lhe, encarecidamente, que o perdoasse. A ter de receber os pontapés, preferia que o rapaz se tornasse administrador e ele simples feitor.
- Não, - respondeu o moço, - não quero ser administrador; sou e continuarei sendo feitor, mas faço questão de executar o que foi combinado.
O administrador propôs dar-lhe tudo o que ele quisesse, mas em vão. O rapaz não quis aceitar coisa alguma. O administrador, não sabendo para que santo apelar, pediu-lhe então que prorrogasse o pagamento por uns quinze dias, para ter tempo de refletir.
O feitor consentiu. Então o administrador reuniu todos os escrivães para que o ajudassem a resolver a questão. Os escrivães meditaram, profundamente, e acabaram concluindo que, com esse feitor ali, ninguém tinha a vida segura, pois ele mataria qualquer pessoa como se fosse minúsculo mosquito. Aconselharam-no a que o mandasse limpar o poço e, quando ele estivesse no fundo fazendo a limpeza, eles aproveitariam para atirar-lhe na cabeça a mó que estava aí porto e assim o perigoso rapaz não voltaria nunca mais a ver a luz do sol!
Tal conselho agradou ao administrador que mandou sem mais demora o rapaz limpar o poço, o qual obedeceu e entrou nele. Enquanto estava lá no fundo trabalhando, os outros rolaram depressa a grande mó deixando-a cair no poço, certos de lhe terem esmigalhado o crânio; mas ele gritou.
- Enxotem as galinhas daí. Elas ficam ciscando perto do poço e me jogam areia nos olhos, cegando-me a vista.
Então o administrador, vendo que as mós não faziam efeito, fingiu tocar as galinhas fazendo: xó, xó.
Terminado o trabalho, o feitor saiu do poço, dizendo:
- Olha que belo colar eu tenho!
Era, simplesmente, a mó que tinha enfiada no pescoço.
Já se esgotara o prazo determinado; então, o rapaz exigiu que fosse efetuado o pagamento, mas o administrador pediu outra prorrogação de quinze dias e convocou nova reunião dos escrivães para que o ajudassem; estes o aconselharam a que mandasse o feitor ao moinho enfeitiçado, durante a noite, para moer o grão, pois era sabido que quem passasse a noite lá não saia vivo.
O administrador achou a ideia ótima e, nessa mesma tarde, deu ordens ao feitor para que levasse oito alqueires de grão ao moinho e o moesse durante a noite, alegando que tinha grande urgência disso.
O feitor obedeceu. Foi ao celeiro, pôs dois alqueires de grão no bolso direito, dois no bolso esquerdo e os outro quatro numa sacola, pendendo metade nas costas e metade na frente; assim carregado foi para o moinho enfeitiçado.
Lá, o moleiro contou-lhe que durante o dia podia moer à vontade, mas à noite era impossível, porque o moinho estava embruxado e quem nele entrasse de noite, de manhã seria encontrado morto. Mas o rapaz disse com otimismo:
- Eu darei um jeito. Quanto a vós, podeis descansar as orelhas no travesseiro e dormir sossegadamente.
Em seguida, entrou no moinho, despejou o grão na canoura e, por volta das onze horas, foi sentar-se no quarto ao lado. Depois de certo tempo que estava aí sentado tranquilamente, abriu-se inopinadamente a porta e por ela foi entrando uma grande mesa, enorme. Depois foi aparecendo sobre a mesa vinhos, assados e muitos outros petiscos deliciosos. As cadeiras achegaram-se sozinhas junto da mesa, mas não viu ninguém sentar-se e, de repente, viu uma porção de dedos manejando facas e garfos e servindo comida nos pratos, sem que aparecesse ninguém.
O rapaz, que estava com uma fome de lobo, vendo toda aquela comida não hesitou, sentou-se junto da mesa e comeu com o maior apetite. Quando acabaram de comer e todos os pratos estavam vazios, apagaram-se as luzes, reinando a maior escuridão. Ouviu alguém chamando-o e, logo depois, recebeu uma forte bofetada em pleno rosto. Então protestou:
- Se isto se repetir, eu também começarei a distribuir bofetadas a torto e a direito.
A segunda bofetada não se fez esperar; então, ele posse a distribuir sopapos com u maior boa vontade do mundo, continuando assim a noite inteira. Não recebeu nenhuma grátis; todas que lhe chegavam recebiam o troco dobrado. E quando, finalmente, raiou o dia, cessou todo aquele pandemônio. Ao levantar-se da cama, o moleiro foi logo para o moinho, querendo saber que fim tinha levado o rapaz e, vendo-o ainda vivo e são, ficou tão espantado que quase caiu de costas.
- Comi tanto e tão bem como nunca na minha vida, - disse-lhe o rapaz. - É verdade que levei uma boa dose de bofetadas, mas também as retribui com gosto.
O moleiro não cabia em si de alegria, pois, com essa façanha, o moinho libertara-se do feitiço e desejou dar-lhe muito dinheiro para recompensá-lo de tudo. Mas o rapaz disse-lhe:
- Não aceito dinheiro, já tenho suficiente.
Em seguida, carregando os sacos de farinha nas costas, voltou para a granja e foi dizer ao administrador que, tendo executado as ordens, vinha cobrar o pagamento antes combinado.
O pobre administrador, diante disso, quase morreu de susto. Completamente desatinado, andava de cá para lá na sala, o suor escorrendo-lhe do rosto. Sentiu necessidade de respirar um pouco de ar fresco e dirigiu-se à janela, abrindo-a de par em par; mas, quando menos o esperava, o feitor assestou-lhe tamanho pontapé que o atirou fora da janela, fazendo-o voar tão longe, tão longe que nunca mais o viram. Feito isto, o feitor disse à mulher do administrador:
- Se ele não voltar, terás que receber em seu lugar o segundo pontapé.
- Não, não, - gritou ela assustada; - eu não aguentaria.
E aproximou-se da janela, porque o suor lhe banhava o rosto. Ele aproveitou a oportunidade e deu-lhe, com força, o segundo pontapé, fazendo-a voar pelos ares, e, sendo ela mais leve que o marido, foi para muito mais longe ainda.
O marido gritou-lhe de onde estava:
- Vem junto de mim!
- Eu não posso, - gritou ela, - vem tu perto de mim!
E assim, librando-se no espaço, lá ficaram sem poder um alcançar o outro.
Se ainda estão lá, não sei; só sei que o jovem gigante pegou no cajado de ferro e continuou a correr mundo.