Érase una vez un pobre leñador que trabajaba desde la madrugada hasta bien entrada la noche. Habiendo conseguido, al fin, reunir un poco de dinero, manifestó a su hijo:
- Tú eres mi hijo único; el dinero que he logrado ahorrar con mis sudores, voy a gastarlo en tu instrucción. Aprende un oficio que sea útil y honrado, y podrás mantenerme cuando yo sea viejo y mis miembros estén tan débiles que haya de quedarme en casa sentado.
Se fue el muchacho a la universidad y estudió con aplicación y diligencia durante un tiempo, mereciendo los encomios de sus maestros.
Después de estudiar dos o tres cursos, se agotó el poco dinero recogido por el padre, y el mancebo hubo de volver al pueblo.
- ¡Ay - díjole tristemente el viejo -, nada más puedo darte! Son tiempos muy duros, y apenas llego a ganar lo bastante para el pan de cada día.
- Padre - respondió el muchacho -, no os inquietéis por esto. Cuando Dios lo ha dispuesto así, es que será por mi bien. Ya me las arreglaré.
Como el padre se preparaba a marcharse al bosque para ganarse unas monedas con su oficio de leñador, díjole su hijo:
- Dejadme ir con vos a ayudaros.
- No, hijo - respondióle el leñador -. Te resultaría muy penoso, ya que no estás acostumbrado a esta clase de trabajo; no lo resistirías. Además, sólo tengo un hacha, y no hay dinero para comprar otra.
- Pedid una al vecino - dijo el mozo-. Os prestará su hacha hasta que yo haya ganado lo suficiente para comprarme una.
Fue el hombre a pedir prestada el hacha a su vecino, y al despertar el día se dirigieron juntos al bosque, donde el hijo se puso a ayudar a su padre, trabajando con todo ardor y alegría. A mediodía, cuando el sol caía sobre sus cabezas, dijo el viejo:
- Ahora descansaremos y comeremos; luego reanudaremos el trabajo.
Cogiendo el muchacho su pan, dijo:
- Descansad vos, padre. Yo no estoy fatigado; voy a pasear un poco en busca de nidos.
- No seas tonto - exclamó el viejo -. Si te vas a correr por ahí, luego estarás rendido y no podrás ni levantar el brazo; mejor es que te quedes conmigo.
Pero el hijo se metió en el bosque comiendo pan y mirando alegremente las ramas en busca de nidos. Así, andando sin rumbo fijo, llegó al pie de un alto y corpulento roble, que parecía varias veces centenario y cuyo tronco, apenas abrazarían cinco hombres con los brazos extendidos. Se detuvo y pensó: "Muchos serán los pájaros que habrán hecho aquí su nido". De pronto parecióle oír una voz; aguzando el oído, percibió unas palabras en tono apagado: "¡Déjame salir, déjame salir!". Miró en torno suyo, pero no descubrió nada. La voz parecía salir del interior de la tierra. Gritó entonces:
- ¿Dónde estás?
Respondió la voz:
- ¡Estoy aquí, entre las raíces del roble! ¡Déjame salir, déjame salir!
El estudiante se puso a desbrozar el pie del árbol y ahondar en la tierra, entre las raíces, hasta que, al fin, descubrió una botella de cristal metida en un pequeño hueco. Al levantarla y examinarla a la luz, vio una forma, parecida a una rana, que saltaba en el interior del frasco. "¡Déjame salir, déjame salir!", volvió a oír, y el mozo, sin pensar nada malo, quitó el tapón de la botella.
Inmediatamente salió de ella un espíritu, que empezó a crecer, tan rápidamente, que a los pocos instantes se había convertido en un tipo horrible, grande y corpulento como la mitad del roble.
- ¿Sabes - dijo el monstruo con voz espantosa - cuál será tu recompensa por haberme libertado?
- No - respondióle el muchacho, sin sentir miedo -. ¿Cómo voy a saberlo?
- ¡Pues te lo diré - gritó el espíritu -; en premio, voy a retorcerte el pescuezo!
- ¡Pudiste decírmelo antes - replicó el muchacho - y te habría dejado donde estabas! Por el momento, deja mi cabeza en su sitio, pues hay que consultar a otras personas.
- ¡Otras personas, otras personas! Digan lo que quieran, recibirás el premio que te mereces. ¿Crees, que me han tenido encerrado tanto tiempo en este frasco para hacerme un favor? No, fue para castigo. Soy el poderoso Mercurio. A cualquiera que me ponga en libertad, tengo que romperle el cuello.
- ¡Poco a poco! - replicó el estudiante -. No nos precipitemos. Antes he de saber si realmente eres tú quien estaba aprisionado en la botella y si se trata, en realidad, de un auténtico espíritu. Si eres capaz de volver a introducirte en ella, te creeré; y entonces podrás hacer conmigo lo que te venga en gana.
- Esto es facilísimo - respondió el espíritu, lleno de arrogancia; y, contrayéndose hasta quedar tan pequeño y sutil como antes, se deslizó por el cuello de la botella y se metió dentro. Apenas se hubo metido, el estudiante aplicó rápidamente el tapón y volvió a poner la botella en el lugar de donde la sacara, entre las raíces del roble, dejando así burlado al espíritu.
Disponíase el mozo a volver junto a su padre, cuando el espíritu exclamó, con voz lastimera: "¡Déjame salir, déjame salir!".
- ¡No - replicóle el muchacho -, no me cogerás por segunda vez! No vuelvo a soltar a quién quiso quitarme la vida, ahora que lo tengo reducido a la impotencia.
- Si me dejas en libertad - exclamó el espíritu -, te daré riquezas bastantes para toda la vida.
- No. Me engañarías como antes.
- Estás jugándote tu felicidad - insistió el espíritu -. No te causaré ningún daño, sino que te recompensaré con largueza.
Pensó el estudiante: "Voy a aventurarme; tal vez cumpla su palabra. De todos modos, no me pescará". Quitó el tapón, salió el espíritu y, dilatándose como la vez primera, pronto
quedó transformado en un gigante.
- Ahora te daré la recompensa prometida - dijo, y, alargando al muchacho un trapito parecido a un parche, prosiguió -. Frotando una herida con un extremo de este paño, quedará curada en el acto; y si con el otro extremo frotas un objeto de hierro o acero, al momento se convertirá en plata.
- Antes he de probarlo - respondió el estudiante. Acercóse a un árbol y arrancó con su hacha un poco de corteza; frotó luego el tronco con el extremo del parche, y en seguida se cubrió de corteza.
- Muy bien, no me has engañado - dijo al espíritu -, ahora podemos separarnos.
El espíritu le dio las gracias por haberlo libertado, y el estudiante se las dio, a su vez, por el regalo y regresó junto a su padre.
- ¿Dónde estuviste? - preguntóle el viejo -. Por lo visto te has olvidado del trabajo. Siempre pensé que no harías nada bueno.
- No os apuréis, padre. Recuperaré el tiempo perdido.
- ¡Ya lo veo! - refunfuñó el viejo -. No es ésa la manera de portarse.
- Fijaos, padre, cómo corto aquel árbol. Oíd cómo cruje. Frotó el hacha con su parche y pegó un fuerte golpe; pero como el hierro se había transformado en plata, el filo se le torció -. Padre, ¡qué hacha más mala me habéis dado! ¡Ved cómo se ha torcido!
Asustóse el viejo y exclamó:
- ¡Dios Santo, qué has hecho! Ahora habré de pagar el hacha y no tengo con qué. Éste es el beneficio que he sacado de tu ayuda.
- No os apuréis - respondió el hijo -; yo pagaré la herramienta.
- ¡Mentecato! - exclamó el leñador -. ¿Con qué piensas pagarla? No tienes más que lo que yo te doy. Tretas de estudiante no te faltan, pero del oficio de leñador no entiendes una palabra.
Al cabo de un rato dijo el estudiante:
- Padre, ya que no puedo seguir trabajando; mejor será que lo dejemos.
- ¡Cómo! - replicó el viejo -. Piensas que voy a estar mano sobre mano como tú? Márchate si quieres, que yo tengo todavía que hacer.
- Padre, es la primera vez que he ido al bosque y no sé el camino. Veníos conmigo.
Al viejo se le aplacó el enojo y se dejó convencer al fin. Emprendieron, pues, el regreso, y durante el camino dijo el anciano al muchacho:
- Ve a vender el hacha estropeada. Saca cuanto puedas por ella; el resto tendré que ganarlo yo para pagar al vecino.
El mozo se fue con la herramienta a la ciudad, y, entrando en la tienda de un orfebre, se la ofreció en venta. Examinóla el platero y, después de pesada, dijo:
- Vale cuatrocientos escudos; pero ahora no tengo tanto dinero aquí.
- Dadme lo que tengáis; el resto me lo pagaréis más adelante - propuso el muchacho.
Pagóle el orfebre trescientos escudos, y le quedó deudor de otros cien. El mozo regreso a su casa:
- Padre - dijo -, ya tengo dinero. Id a preguntar al vecino lo que le debéis por el hacha.
- No tengo que preguntárselo - respondió el leñador -. Vale un escudo y seis cuartos.
- Pues dadle tres escudos; es el doble y quedará contento. Mirad: me sobra dinero - y, entregando a su padre cien escudos, le dijo -: Ya nada os faltará. Podéis vivir tranquilamente.
- ¡Dios mío! - exclamó el hombre -; ¿y cómo has adquirido toda esta riqueza?
Entonces le explicó el hijo lo que le había ocurrido y cómo, fiando en la suerte, había realizado aquella rica adquisición. Con el resto del dinero se marchó a seguir sus estudios en la universidad; y como, gracias a su parche, curaba todas las heridas, pronto convirtióse en el doctor más famoso del mundo entero.
- Tú eres mi hijo único; el dinero que he logrado ahorrar con mis sudores, voy a gastarlo en tu instrucción. Aprende un oficio que sea útil y honrado, y podrás mantenerme cuando yo sea viejo y mis miembros estén tan débiles que haya de quedarme en casa sentado.
Se fue el muchacho a la universidad y estudió con aplicación y diligencia durante un tiempo, mereciendo los encomios de sus maestros.
Después de estudiar dos o tres cursos, se agotó el poco dinero recogido por el padre, y el mancebo hubo de volver al pueblo.
- ¡Ay - díjole tristemente el viejo -, nada más puedo darte! Son tiempos muy duros, y apenas llego a ganar lo bastante para el pan de cada día.
- Padre - respondió el muchacho -, no os inquietéis por esto. Cuando Dios lo ha dispuesto así, es que será por mi bien. Ya me las arreglaré.
Como el padre se preparaba a marcharse al bosque para ganarse unas monedas con su oficio de leñador, díjole su hijo:
- Dejadme ir con vos a ayudaros.
- No, hijo - respondióle el leñador -. Te resultaría muy penoso, ya que no estás acostumbrado a esta clase de trabajo; no lo resistirías. Además, sólo tengo un hacha, y no hay dinero para comprar otra.
- Pedid una al vecino - dijo el mozo-. Os prestará su hacha hasta que yo haya ganado lo suficiente para comprarme una.
Fue el hombre a pedir prestada el hacha a su vecino, y al despertar el día se dirigieron juntos al bosque, donde el hijo se puso a ayudar a su padre, trabajando con todo ardor y alegría. A mediodía, cuando el sol caía sobre sus cabezas, dijo el viejo:
- Ahora descansaremos y comeremos; luego reanudaremos el trabajo.
Cogiendo el muchacho su pan, dijo:
- Descansad vos, padre. Yo no estoy fatigado; voy a pasear un poco en busca de nidos.
- No seas tonto - exclamó el viejo -. Si te vas a correr por ahí, luego estarás rendido y no podrás ni levantar el brazo; mejor es que te quedes conmigo.
Pero el hijo se metió en el bosque comiendo pan y mirando alegremente las ramas en busca de nidos. Así, andando sin rumbo fijo, llegó al pie de un alto y corpulento roble, que parecía varias veces centenario y cuyo tronco, apenas abrazarían cinco hombres con los brazos extendidos. Se detuvo y pensó: "Muchos serán los pájaros que habrán hecho aquí su nido". De pronto parecióle oír una voz; aguzando el oído, percibió unas palabras en tono apagado: "¡Déjame salir, déjame salir!". Miró en torno suyo, pero no descubrió nada. La voz parecía salir del interior de la tierra. Gritó entonces:
- ¿Dónde estás?
Respondió la voz:
- ¡Estoy aquí, entre las raíces del roble! ¡Déjame salir, déjame salir!
El estudiante se puso a desbrozar el pie del árbol y ahondar en la tierra, entre las raíces, hasta que, al fin, descubrió una botella de cristal metida en un pequeño hueco. Al levantarla y examinarla a la luz, vio una forma, parecida a una rana, que saltaba en el interior del frasco. "¡Déjame salir, déjame salir!", volvió a oír, y el mozo, sin pensar nada malo, quitó el tapón de la botella.
Inmediatamente salió de ella un espíritu, que empezó a crecer, tan rápidamente, que a los pocos instantes se había convertido en un tipo horrible, grande y corpulento como la mitad del roble.
- ¿Sabes - dijo el monstruo con voz espantosa - cuál será tu recompensa por haberme libertado?
- No - respondióle el muchacho, sin sentir miedo -. ¿Cómo voy a saberlo?
- ¡Pues te lo diré - gritó el espíritu -; en premio, voy a retorcerte el pescuezo!
- ¡Pudiste decírmelo antes - replicó el muchacho - y te habría dejado donde estabas! Por el momento, deja mi cabeza en su sitio, pues hay que consultar a otras personas.
- ¡Otras personas, otras personas! Digan lo que quieran, recibirás el premio que te mereces. ¿Crees, que me han tenido encerrado tanto tiempo en este frasco para hacerme un favor? No, fue para castigo. Soy el poderoso Mercurio. A cualquiera que me ponga en libertad, tengo que romperle el cuello.
- ¡Poco a poco! - replicó el estudiante -. No nos precipitemos. Antes he de saber si realmente eres tú quien estaba aprisionado en la botella y si se trata, en realidad, de un auténtico espíritu. Si eres capaz de volver a introducirte en ella, te creeré; y entonces podrás hacer conmigo lo que te venga en gana.
- Esto es facilísimo - respondió el espíritu, lleno de arrogancia; y, contrayéndose hasta quedar tan pequeño y sutil como antes, se deslizó por el cuello de la botella y se metió dentro. Apenas se hubo metido, el estudiante aplicó rápidamente el tapón y volvió a poner la botella en el lugar de donde la sacara, entre las raíces del roble, dejando así burlado al espíritu.
Disponíase el mozo a volver junto a su padre, cuando el espíritu exclamó, con voz lastimera: "¡Déjame salir, déjame salir!".
- ¡No - replicóle el muchacho -, no me cogerás por segunda vez! No vuelvo a soltar a quién quiso quitarme la vida, ahora que lo tengo reducido a la impotencia.
- Si me dejas en libertad - exclamó el espíritu -, te daré riquezas bastantes para toda la vida.
- No. Me engañarías como antes.
- Estás jugándote tu felicidad - insistió el espíritu -. No te causaré ningún daño, sino que te recompensaré con largueza.
Pensó el estudiante: "Voy a aventurarme; tal vez cumpla su palabra. De todos modos, no me pescará". Quitó el tapón, salió el espíritu y, dilatándose como la vez primera, pronto
quedó transformado en un gigante.
- Ahora te daré la recompensa prometida - dijo, y, alargando al muchacho un trapito parecido a un parche, prosiguió -. Frotando una herida con un extremo de este paño, quedará curada en el acto; y si con el otro extremo frotas un objeto de hierro o acero, al momento se convertirá en plata.
- Antes he de probarlo - respondió el estudiante. Acercóse a un árbol y arrancó con su hacha un poco de corteza; frotó luego el tronco con el extremo del parche, y en seguida se cubrió de corteza.
- Muy bien, no me has engañado - dijo al espíritu -, ahora podemos separarnos.
El espíritu le dio las gracias por haberlo libertado, y el estudiante se las dio, a su vez, por el regalo y regresó junto a su padre.
- ¿Dónde estuviste? - preguntóle el viejo -. Por lo visto te has olvidado del trabajo. Siempre pensé que no harías nada bueno.
- No os apuréis, padre. Recuperaré el tiempo perdido.
- ¡Ya lo veo! - refunfuñó el viejo -. No es ésa la manera de portarse.
- Fijaos, padre, cómo corto aquel árbol. Oíd cómo cruje. Frotó el hacha con su parche y pegó un fuerte golpe; pero como el hierro se había transformado en plata, el filo se le torció -. Padre, ¡qué hacha más mala me habéis dado! ¡Ved cómo se ha torcido!
Asustóse el viejo y exclamó:
- ¡Dios Santo, qué has hecho! Ahora habré de pagar el hacha y no tengo con qué. Éste es el beneficio que he sacado de tu ayuda.
- No os apuréis - respondió el hijo -; yo pagaré la herramienta.
- ¡Mentecato! - exclamó el leñador -. ¿Con qué piensas pagarla? No tienes más que lo que yo te doy. Tretas de estudiante no te faltan, pero del oficio de leñador no entiendes una palabra.
Al cabo de un rato dijo el estudiante:
- Padre, ya que no puedo seguir trabajando; mejor será que lo dejemos.
- ¡Cómo! - replicó el viejo -. Piensas que voy a estar mano sobre mano como tú? Márchate si quieres, que yo tengo todavía que hacer.
- Padre, es la primera vez que he ido al bosque y no sé el camino. Veníos conmigo.
Al viejo se le aplacó el enojo y se dejó convencer al fin. Emprendieron, pues, el regreso, y durante el camino dijo el anciano al muchacho:
- Ve a vender el hacha estropeada. Saca cuanto puedas por ella; el resto tendré que ganarlo yo para pagar al vecino.
El mozo se fue con la herramienta a la ciudad, y, entrando en la tienda de un orfebre, se la ofreció en venta. Examinóla el platero y, después de pesada, dijo:
- Vale cuatrocientos escudos; pero ahora no tengo tanto dinero aquí.
- Dadme lo que tengáis; el resto me lo pagaréis más adelante - propuso el muchacho.
Pagóle el orfebre trescientos escudos, y le quedó deudor de otros cien. El mozo regreso a su casa:
- Padre - dijo -, ya tengo dinero. Id a preguntar al vecino lo que le debéis por el hacha.
- No tengo que preguntárselo - respondió el leñador -. Vale un escudo y seis cuartos.
- Pues dadle tres escudos; es el doble y quedará contento. Mirad: me sobra dinero - y, entregando a su padre cien escudos, le dijo -: Ya nada os faltará. Podéis vivir tranquilamente.
- ¡Dios mío! - exclamó el hombre -; ¿y cómo has adquirido toda esta riqueza?
Entonces le explicó el hijo lo que le había ocurrido y cómo, fiando en la suerte, había realizado aquella rica adquisición. Con el resto del dinero se marchó a seguir sus estudios en la universidad; y como, gracias a su parche, curaba todas las heridas, pronto convirtióse en el doctor más famoso del mundo entero.
Volt egyszer egy szegény favágó. Törte magát, dolgozott kora reggeltől késő estig. Mikor már megtakarított némi pénzecskét, így szólt a fiához:
- Egyetlen gyermekem vagy, rád akarom fordítani, amit az arcom verejtékével kerestem. Eredj a városba, tanulj meg ott valami rendes tudományt; akkor többre viheted, mint én, és engem is eltarthatsz öreg napjaimra.
A fiú megköszönte az apjának, hogy addig is annyit fáradozott érte, elbúcsúzott tőle, és beköltözött a városba. Ott beiratkozott egy híres-neves iskolába, és olyan szorgalmasan tanult, hogy a tanítói nem győzték dicsérni. Becsülettel kijárt néhány osztályt, de úgy érezte, még mindig nem elég nagy a tudománya. Hanem a pénzecske, amit az apja megtakarított, közben mind elfogyott, így hát haza kellett térnie.
- Hajaj - búslakodott az öreg -, nem adhatok neked többet; a lelkemet kitehetem; mégsem tudok egy garassal sem többet keresni ebben a cudar világban, mint amennyi a mindennapi betevő falatra kell.
- Egyet se búsulj, édesapám! - felelte a fiú, mert azt nem olyan fából faragták ám, hogy egykettőre elveszítse a kedvét. - Ki tudja, nem válik-e majd ez is a javamra?
És mikor a favágó legközelebb megint az erdőbe készült fát vágni, elébe állt, azt mondta:
- Én is veled megyek, édesapám, segítek neked.
- Nem úgy van az, édes fiam - felelte az apja -, diákember vagy te, nem szoktál a nehéz munkához, nem is igen bírnád. Meg aztán nincs is, csak ez az egy fejszém; honnét vennék én másikat, ha egyszer nincs rá pénzem?
- Kérd el a szomszédét - mondta a diák -, biztosan szívesen kölcsönadja addig, amíg szerzek magamnak egyet.
A szomszéd készséges ember volt, valóban odaadta a fejszét, s másnap pitymallatkor már együtt mentek ki az erdőre. A diák kezében frissen forgott a szerszám, meg sem látszott rajta a munka, még fütyürészett is hozzá, mintha az neki mind semmi volna.
Mikor a nap delelőre hágott, az öreg már elfáradt.
- Most megebédelünk, és pihenünk egyet - mondta -, utána kétszer olyan jól megy a dolog.
- Te csak dőlj le, édesapám - felelte a diák -, én nem vagyok fáradt; amíg te alszol, járok egyet az erdőben.
- Ó, te pernahajder! - korholta az öreg. - Addig lótsz-futsz, míg a végén majd moccanni sem tudsz! Inkább maradj velem, és dőlj le ide mellém.
A diák csak nevetett. Fogta a kenyerét, s kószálni kezdett az erdőben. Nagyon jól érezte magát a hűvös zöld lombsátor alatt.
"Jó élet a diákélet - gondolta -, de a favágó sem utolsó ember ám!"
Így járt-kelt elégedetten, vidáman, be-benézett az ágak alá, nem lel-e fészket. Egyszer csak egy rengeteg nagy tölgyfához ért. Jó pár száz esztendős fa lehetett, öt ember sem érte volna át a derekát.
A diák megállt, nézegette a fát, azt gondolta magában:
"Ezen is fészkelhet vagy két tucat madár, ha nem több!"
Elkezdte körüljárni. Egyszerre mintha valami hangot hallott volna. Fülelt, és most már tisztán ki tudta venni, egy tompa hang azt kiáltozta:
- Engedj ki! Engedj ki!
Nézett a diák jobbra is, nézett balra is, de senkit sem látott. Föltekintett a fa koronájára, be a lomb közé, de egy fia madarat sem pillantott meg a levelek közt, nemhogy embert, aki beszélni tud. Akkor azonban megint megszólalt a tompa hang:
- Engedj ki!
Mintha lentről, a föld alól jött volna.
- Hol vagy hát? - kiáltott a diák elképedve.
- Itt a tölgyfa gyökerei közt - felelte a hang. És újból rákezdte: - Engedj ki! Engedj ki!
A diák négykézlábra ereszkedett, és keresgélni kezdett a vastag gyökerek közt az avarban. Egyszer csak ráakadt egy üregben egy palackra. Fölemelte, és a világosság felé tartotta; valami furcsaság kuporgott benne, olyasforma, mint egy béka. S ahogy a diák a palackot forgatta, hol ide ugrott benne, hol meg amoda, és közben egyre hallatszott a panaszos, tompa nyögés:
- Engedj ki! Engedj ki!
- Ha ki akarsz jönni, hát gyere! - mondta a diák, és kihúzta az üveg szájából a dugót.
Abban a szempillantásban egy szellem ugrott ki a palackból. Növekedni kezdett; nőttön-nőtt, de olyan sebesen, hogy máris olyan behemót nagy volt, mint a fél fa.
- Hallod-e, te diák! - dörrent rá rettenetes hangon a fiúra. - Tudod-e, mi lesz a jutalmad?
- Nem én - mondta a diák, és vállat vont. - Honnét tudnám?
- Hát akkor tudd meg! - üvöltötte a szellem. - Kitekerem a nyakadat!
- No, ezt előbb is megmondhattad volna - szólt a diák -, akkor bezzeg nem engedlek ki a tömlöcödből! Egyébként előbb meg kell hallgatnunk másokat is, vajon mit szólnak a dologhoz.
- Szólnak, nem szólnak - dörgött a szellem -, megkapod, amit megszolgáltál! Mit gondolsz, jókedvemből kuporogtam olyan sokáig odabent? Nem, barátocskám, hanem azért, mert bezártak! S ezért most valakinek lakolnia kell!
- Ha szabad kérdeznem, miért éppen nekem? - kérdezte a diák.
- Mert te kerültél először az utamba!
- Ebben igazad van, de azért olyan egykettőre mégsem megy a dolog. Honnan tudjam én, hogy valóban te ültél az előbb a palackban? Előbb bizonyítsd be, hogy te vagy a szellem, aztán nem bánom, kitekerheted a nyakamat, ha olyan nagyon akarod.
- Mit akarsz bizonyságul?
- Csekélység az egész! Ha vissza tudsz bújni a palackba, elhiszem, hogy az előbb is te ültél benne.
- Ha csak ez kell! - zúgta gőgösen a szellem.
Azzal a diák szeme láttára elkezdett zsugorodni. Már nem volt nagyobb egy jól megtermett juhászkutyánál, már csak akkora volt, mint egy mezei nyúl, már csak akkora, mint egy béka; ugrott egyet, nyújtózkodott egyet, bebújt az üveg száján, végigmászott a karcsú nyakán, s máris megint ott kuporgott benne.
Akkor a furfangos diák gyorsan bedugaszolta az üveget, és visszadobta a gyökerek közé.
- No, itt most pihenhetsz ítéletnapig! - mondta.
És megfordult, hogy megy vissza az édesapjához, mert jócskán elmúlt dél, és a lombon már kissé ferdén tűzött át a napsugár.
Alig tett egy lépést, rákezdte a pórul járt szellem:
- Engedj ki! Engedj ki!
- Ha bolond volnék! - felelte a diák. - Hogyisne! Hogy megint az életemre törj!
- Dehogy török, dehogy török, csak engedj ki! Inkább gazdaggá teszlek egész életedre!
- Aztán megint becsapsz, mint az előbb!
- Megbántam már a vétkemet, jóvá is teszem, ha kiengedsz. Vigyázz, ne szalaszd el a szerencsédet!
A diák tűnődött egy kicsit, aztán azt gondolta:
"Megpróbálhatjuk: hátha a szavának áll. Különben is, ha bántani merészel, majd elbánok vele!"
Visszament a tölgyfához, kipiszkálta lábával a gyökerei közül a palackot, és kinyitotta. A szellem kimászott, megnőtt, akkora lett, mint egy óriás. A magasból, valahonnét a fák koronái közül szólt le a diákhoz:
- Vedd a jutalmadat, ahogyan megígértem.
Egy darabka rongy hullott a fiú elé, legföljebb akkorka, mint a hüvelykujjam.
- Ez az egész? - kérdezte a diák.
- Ez - folytatta a szellem -, de ez a világ minden kincsénél többet ér neked. Mert ha az egyik végével akármilyen sebhez hozzáérsz, nyomban begyógyul; ha a másik végével vasat vagy acélt dörgölsz meg, tüstént ezüstté válik.
- Várj - mondta a diák -, ezt először ki kell próbálni.
Odalépett az egyik fához, fölemelte a fejszéjét, és egy jó nagyot rásújtott vele, hogy csak úgy pattogtak szerteszét a kéreg szilánkjai. Mély seb tátongott a fa derekán, de nem sokáig; a diák megérintette a rongyocskával, s erre tüstént beforrott.
- No, látom, igazat szóltál - mondta a diák -, most aztán elválhatunk békességgel.
A szellem nagy zúgással eltűnt, a fiú meg visszament az apjához.
- Ej, hát hol kószáltál ennyi ideig? - dohogott az öreg. - Csak így itt hagyni a munkát! Megmondtam előre, nem diáknak való ez! Persze, az úrfinak nem fűlik a foga hozzá...
- Nem baj, apám, majd pótlom, amit elmulasztottam - szabadkozott a fiú.
- Pótlod, pótlod - morogta az öreg. - Szájjal, azt elhiszem, de nem munkával...
A fiú megfogta a rongyocskát, s megdörgölte vele a fejszéje élét.
- Vigyázz onnét, édesapám! - kiáltotta. - Mindjárt kidöntöm ezt a fát.
És rásújtott hatalmasan egy vén gyertyánra.
Annak nagyon kemény a fája, aztán meg már a fejsze is ezüstből volt, pendült egyet; s kifordult a kéregből.
- Ejnye, édesapám - adta a diák az ijedtet -, miféle életlen, csorba ócskaságot szereztél te nekem? Nem ér az egy hajítófát sem!
Az öreg odanézett.
Még a vér is elhűlt benne.
- Mit csináltál, te szerencsétlen! Most aztán fizethetek érte, ha lesz miből! Ez a te munkád haszna!
- Sose bosszankodjál, édesapám - csitította a diák -, majd én megfizetem.
- Miből, te tökéletlen? - tüzeskedett az öreg. - Csak tréfálj velem, csak bolondozzál, nem elég a kár, amit tettél?! Mindig ilyen garabonciáskodással van tele a fejed, de a favágáshoz ennyit se konyítasz, ni!
És mutatta nagy mérgesen a kisujja körme hegyét.
Egy ideig szótlanul dolgoztak tovább. Akkor megint megszólalt a diák:
- Nekem elég volt mára, édesapám, nem bírom tovább.
Az öreget megint elfogta a méreg.
- Minek jöttél ki, ha nem bírod? Tudtam én, hogy csak kolonc leszel a nyakamon! Mit gondolsz, én is az ölembe tehetem a kezemet, mint te? Nekem még dolgom van, én itt maradok - aztán egy kicsit megenyhülve hozzátette: - Hanem te hazamehetsz, ha elfáradtál.
A diák hamiskásan mosolygott magában, de azt persze az öreg favágó nem látta.
- Édesapám, most vagyok kint először az erdőn, nem találnék haza, gyere velem.
Az öregnek már elpárolgott a haragja. Engedett a fiú kérésének, s elindultak hazafelé.
Útközben egyszer csak odaszólt a diáknak:
- Jó volna, ha megpróbálnád eladni azt a csorba fejszét, hátha kapsz valamit érte. A többit majd megkeresem valahogyan, hogy megfizethessük a szomszédnak.
- Igazad van, édesapám - felelte a fiú -, talán kapok érte pár fillért az ócskásnál.
Elvált az apjától, de nem az ócskáshoz ment, hanem egy ötvösmesterhez.
- Hoztam egy darabka ezüstöt, ha megvenné...
Az ötvös először megpróbálta, valódi ezüst-e a fejsze, aztán föltette a mérlegére, méregette, latolgatta, végül azt mondta:
- Négyszáz tallért ér, se többet, se kevesebbet. Csakhogy nekem akkor sincs annyim, ha az egész boltomat pénzzé teszem.
- Hát mennyije van? - kérdezte a fiú.
- Legföljebb háromszáz, ha mindent egybeveszek.
- Adjon, amennyit tud, a többit majd megfizeti máskor.
A mester leszámolt neki háromszáz tallért, százzal adósa maradt. A diák hazament az apjához, s mindjárt azzal állított be:
- Édesapám, szereztem egy kis pénzt, át kellene menni, megkérdezni a szomszédtól, mit kér a fejszéért.
- Már kérdeztem - legyintett keservesen az öreg. - Egy tallér hat krajcárt. De hát kinek van annyija?!
- Biztosan neki sincs - mondta a diák -, éppen azért jól fog esni neki, ha dupla annyit kap. Itt van két tallér tizenkét krajcár, vidd át neki, hadd örüljön.
Az öreg egészen elhűlt.
- Megháborodtál? Két tallért azért a fejszéért?
- Meg a szívességért, hogy kölcsönadták - mondta a diák. Ezt meg tedd el te édesapám, élj kedvedre, ne láss szükséget, amíg érted nem jövök, és magamhoz nem veszlek.
Azzal odaadott az öregnek száz tallért, elmondta neki, mi történt vele az erdőben, milyen jó fogást csinált a tölgyfa alatt, aztán másnap hajnalban útra kelt a városba. Ott végig kijárta az iskolát megtanult mindent, amit csak megtanulhatott, s olyan híres orvos lett belőle, hogy csak úgy tódultak hozzá a betegek. A rongyocskát egy szép üveges szekrényben őrizte aranyrojtos bársonypárnán, és néha megmutatta egyik-másik betegének.
- Ennek köszönhetem hogy el tudtam végezni az iskolámat - mondta. - De most már nincs szükségem rá, nélküle is meg tudom gyógyítani a sebeket.
Az öreg favágó meg bólintgatott rá, mert hát ott töltötte szép csendes öregségét a kedves gyermeke házában, s esténként, vacsora után szívesen el-elemlegették azt a réges-régi napot, amikor együtt vágták a fát odakint az erdőn.