El pobre mozo molinero y la gatita


O pobre moço do moinho e a gatinha


Vivía en un molino un viejo molinero que no tenía mujer ni hijos, sino sólo tres mozos a su servicio. Cuando ya llevaban muchos años trabajando con él, un día les dijo:
- Soy viejo y quiero retirarme a descansar. Salid a recorrer el mundo, y a aquel de vosotros que me traiga el mejor caballo, le cederé el molino; pero con la condición de que me cuide hasta mi muerte.
El más joven de los mozos, que era el aprendiz, se llamaba Juan, y los otros lo tenían por necio y no querían que llegase a ser dueño del molino. Marcháronse los tres juntos y, al llegar a las afueras del pueblo, dijeron los dos a Juan el tonto:
- Mejor será que te quedes aquí; en toda tu vida no podrás procurarte un jamelgo.
Sin embargo, Juan insistió en ir con ellos, y al anochecer llegaron a una cueva en la que se refugiaron para dormir. Los dos mayores, que se creían muy listos, aguardaron a que Juan estuviese dormido, y luego se marcharon, abandonando a su compañero.
¡Ya veréis cómo saldrá la criada respondona!
Cuando, al salir el sol, se despertó Juan, encontróse en una profunda caverna y, mirando en torno suyo, exclamó:
- ¡Dios mío!, ¿dónde estoy?
Subió al borde de la cueva y salió al bosque, pensando: "Solo y abandonado, ¿cómo me procuraré el caballo?". Mientras andaba sumido en sus pensamientos, salióle al encuentro una gatita, de piel abigarrada, que le dijo en tono amistoso:
- ¿Adónde vas, Juan?
- ¡Bah! ¿Qué puedes hacer tú por mí?
- Sé muy bien qué es lo que buscas - respondióle la gata -: un buen caballo. Vente conmigo; si me sirves durante siete años, te daré uno tan hermoso como jamás lo viste en tu vida.
"¡Vaya una gata maravillosa! - pensó Juan -; voy a probar si es cierto lo que me dice". Condújolo la gata a un pequeño palacio encantado en el que todos los servidores eran gatitos; saltaban con gran agilidad por las escaleras, arriba y abajo, y parecían de muy buen humor. Al anochecer, cuando se sentaron a la mesa, tres de ellos se encargaron de amenizar la comida con música: tocaba uno el contrabajo; otro, el violín, y el tercero, la trompeta, soplando con toda la fuerza de sus pulmones. Después de cenar, y levantados los manteles, dijo la gatita:
- ¡Anda, Juan, vamos a bailar!
- No - respondió él -, yo no sé bailar con una gata; jamás lo hice.
- Entonces, llevadlo a la cama - mandó la gata a los gatitos. Acompañáronlo con una vela a su dormitorio; uno le quitó los zapatos; otro, las medias y, finalmente, apagaron la luz. Por la mañana se presentaron de nuevo y le ayudaron a vestirse. Púsole uno las medias; otro le ató las ligas; un tercero le trajo los zapatos; el cuarto le lavó la cara, y, finalmente, otro se la secó con el rabo.
- ¡Qué suavidad! - dijo Juan. Pero él tenía que servir a la gata y ocuparse en partir leña todos los días, para lo cual le habían dado un hacha de plata, cuñas y sierras de plata también, y el tajo, que era de cobre. Y he aquí que, por cortar la leña, estaba en aquella casa donde no le faltaba buena comida ni bebida y no veía a nadie, aparte la gata y su servidumbre. Un día le dijo la dueña:
- Ve a segar el prado y haz secar la hierba - y le dio una guadaña de plata y un mollejón de oro, recomendándole que lo devolviese todo en buen estado. Salió Juan a cumplir lo mandado, y, una vez listo el trabajo, volvió a casa con la guadaña, la piedra afiladora y el heno, y preguntó al ama si quería darle ya su prometida recompensa.
- No - respondióle la gata -; antes has de hacerme otra cosa. Ahí tienes tablas de plata, un hacha, una escuadra y demás instrumentos necesarios, todos de plata; con ello vas a construirme una casita.
Juan levantó una casita y luego le recordó que seguía aún sin el caballo, a pesar de haber cumplido cuanto le ordenara; pues, sin darse cuenta apenas, habían transcurrido ya los siete años.
Preguntóle entonces la gata si quería ver los caballos que tenía a lo que Juan respondió afirmativamente. Abrió ella la puerta de la casita, y lo primero que se ofreció a su vista fueron doce caballos soberbios, pulidos y relucientes, que le hicieron saltar el corazón de gozo. Dioles la gata de comer y de beber, y luego dijo a Juan:
- Vuélvete a tu casa, ahora no te daré el caballo. Pero dentro de tres días iré yo a llevártelo -. Y le indicó el camino del molino.
Durante todo aquel tiempo no le había dado ningún traje nuevo; seguía llevando su vieja blusa andrajosa que, en el curso de los siete años, se le había quedado pequeña por todas partes. Al llegar a casa encontró que los otros dos mozos estaban ya en ella, y cada uno había traído un caballo, aunque el uno era ciego, y el otro, cojo.
- ¿Dónde está tu caballo, Juan? - le preguntaron.
- Llegará dentro de tres días.
Echáronse los otros a reír, diciendo:
- ¡Mira el bobo! ¡De dónde vas a sacar tú un caballo que no sea un saldo!
Al entrar Juan en la sala, el molinero no lo dejó sentarse a la mesa, porque iba demasiado roto y harapiento. ¡Sería una vergüenza que alguien lo viese!
Sacáronle a la era una pizca de comida, y cuando fue la hora de acostarse, los otros se negaron a darle una cama, por lo que tuvo que acomodarse en el corral, sobre un lecho de dura paja.
A la mañana siguiente habían transcurrido ya los tres días, y he aquí que se presentó una carroza, tirada por seis caballos relucientes que daba gloria verlos; venía, además, otro que un criado llevaba de la brida, destinado al pobre mozo molinero. Del coche se apeó una bellísima princesa, que entró en el molino; no era otra sino la gatita, a la que el pobre Juan sirviera durante siete años. Preguntó al molinero por el más pequeño de los mozos, y el hombre respondió:
- No lo queremos en el molino, porque va demasiado roto; está en el corral de los gansos.
Dijo entonces la princesa que fuesen a buscarlo. El muchacho se presentó sujetándose la blusa, que a duras penas alcanzaba a cubrirle el cuerpo. El criado sacó magníficos vestidos y, después que lo hubo lavado y vestido, quedó tan bello y elegante que ni un rey podía comparársele. Quiso la princesa ver los caballos que habían traído los otros dos, y resultó que, como ya hemos dicho, eran uno ciego y el otro cojo. Mandó entonces al criado que trajese el séptimo, que no venía enganchado a la carroza, y, al verlo, el molinero hubo de confesar que jamás había entrado en el molino un animal como aquél.
- Éste es el caballo de Juan - dijo la princesa.
- Suyo será, pues, el molino - contestó el molinero.
Pero la princesa le dijo que podía quedarse con el caballo y el molino, y, llevándose a su fiel Juan, lo hizo subir al coche y se marchó con él. Fueron primero a la casita que él había construido con las herramientas de plata y que, a la sazón, se había transformado en un gran palacio, todo de plata y oro. Allí se casó con él, y Juan fue rico, tan rico, que ya no le faltó nada en toda su vida. Nadie diga, pues, que un tonto no puede hacer nada a derechas.
Num antigo moinho vivia um moleiro que não tinha mulher nem filhos. Três rapazes o auxiliavam e estavam com ele havia vários anos. Certo dia, chamou-os e disse-lhes:
- Já estou velho e agora quero ficar tranquilamente sentado ao pé do fogo; aconselho-vos a correr mundo: aquele que me trouxer o melhor cavalo, herdará o moinho, em troca do qual terá que me manter até ao fim de minha vida.
O mais jovem dos rapazes não era moleiro, mas simplesmente o moço do moinho, incumbido de todos os misteres grosseiros. Os outros dois consideravam-no tolo e não queriam que o moinho fosse ter às suas mãos. Ele, também, não o desejava.
Assim, pois, partiram os três juntos e, ao sair da aldeia, disseram ao pobre João-Bobo:
- Tu ficas aqui, porquanto, em toda a tua vida, nunca serás capaz de arranjar um cavalo.
Mas Joãozinho seguiu com eles e, à noite, chegaram a uma furna; entraram e deitaram-se para dormir. Os dois malandros aguardaram que Joãozinho estivesse dormindo, depois saíram da furna e foram-se embora, largando-o aí sozinho. Pensavam ter-se livrado dele para sempre, com sua esperteza. Mas, cuidado, isso poderá acabar mal!
De manhã, ao raiar do sol, Joãozinho acordou e encontrou-se sozinho numa furna profunda; voltou o olhar de um lado e de outro, exclamando:
- Meu Deus, onde estou?
Levantou-se e arrastou-se para fora da furna, seguindo para a floresta. Ia pensando consigo mesmo:
- Estou aqui só e abandonado; que hei de fazer para encontrar um cavalo?
Caminhava muito preocupado, pensando nos seus problemas, quando deparou com uma gatinha malhada, que lhe dirigiu a palavra amavelmente:
- Joãozinho, aonde vais?
- Ah, tu certamente não podes vir em meu auxílio!
- Sei muito bem de que necessitas! - disse a gatinha - é de um bom cavalo. Vem comigo e serve-me durante sete anos com a maior lealdade. Prometo, em troca, dar-te um cavalo tão maravilhoso como nunca viste na vida.
- Eis aí uma gata interessante, - pensou Joãozinho - quero ver mesmo se diz a verdade.
A gatinha conduziu-o ao seu castelo encantado, onde era servida por uma multidão de gatinhos u correr agilmente de um lado para outro, subindo e descendo as escadas muito alegremente.
A noite, quando sentaram à mesa para jantar, três deles incumbiram-se do concerto musical: um tocava violoncelo, o outro violino, e o terceiro assoprava numa trompa, inchando as bochechas até quase estourar. Terminado o jantar, tiraram a mesa e a gata disse:
- Vem, Joãozinho, dança comigo!
- Não, - disse ele - não danço com uma bicha-ninha, nunca o fiz na minha vida.
- Nesse caso, levai-o para a cama, - ordenou ela aos seus gatinhos.
Um deles foi na frente com a luz acesa e os outros levaram-no até o quarto; depois um descalçou-lhe os sapatos, outro as meias e, quando acabaram, um deles apagou a luz.
Na manhã seguinte, apresentaram-se e o ajudaram a sair da cama. Um gatinho calçou-lhe as meias, outro prendeu-lhe as ligas, outro deu-lhe os sapatos, outro lavou-o e outro enxugou-lhe o rosto com a cauda.
- Como é macio! - exclamou Joãozinho.
Em compensação, ele era obrigado a servir a gatinha e rachar lenha todos os santos dias. Para isso ser- via-se de um machado de prata; as cunhas o a sorra também eram de prata e a maceta era de cobre. Assim passava os dias: partia a lenha, ficava em casa, recebia boa alimentação, mas não via ninguém mais além da gatinha malhada e seus criadinhos. Certo dia, a gata disse:
- Vai ao meu campo e ceifa o capim, depois deixa-o secar ao sol.
E deu-lhe um alfanje de prata e uma pedra de amolar do ouro, recomendando-lhe que devolvesse tudo pontualmente.
Joãozinho foi ao campo o executou fielmente suas ordens; terminado o trabalho, levou para casa o alfanje, a pedra de amolar e o feno. Depois foi ter com a gata e perguntou-lhe se já não estava na hora de remunerá-lo.
- Não, -- respondeu a gata; antes disso tens de fazer mais um serviço: aqui está esta madeira de prata, uma machadinha, uma esquadria e demais instrumentos de prata; constrói-me uma linda casinha.
Joãozinho pôs-se a trabalhar e construiu a casinha. Quando ficou pronta, foi ter com a gata, dizendo-lhe que havia executado suas ordens, mas que ainda não ganhara o cavalo, embora tivessem passado os sete anos, tão rapidamente como se fossem seis meses. A gata perguntou-lhe se queria ver os seus cavalos.
- Quero, sim. - respondeu Joãozinho.
Ela, então, abriu a porta da casinha e, no mesmo instante, surgiram doze cavalos. Ah, eram realmente soberbos, luzidios como espelhos; o coração do rapaz pulou de alegria. A gatinha deu-lhe ainda o que comer e beber e depois disse:
- Podes voltar para tua casa; ainda não to dou o cavalo, mas dentro de três dias irci pessoalmente levá-lo à tua casa.
Joãozinho despediu-se, ela indicou-lhe o caminho certo e ele seguiu para o moinho.
Não tendo, porém, recebido roupa nova, ele teve do ir vestido com seu velho o esfarrapado blusão que trouxera ao sair de casa e que já ficara pequeno nesses sete anos. Quando chegou a casa, chegaram também os outros dois, trazendo umbros um belo cavalo cada um, só que um estava cego e o outro era coxo. Perguntaram-lhe:
- E teu cavalo, Joãozinho, onde está?
- Vai chegar dentro de três dias.
Os outros caíram em gargalhada, e disseram:
- Justamente tu, João-Bobo, onde queres encontrar um cavalo? Quem sabe lá que obra-prima, será!
Joãozinho entrou na sala, mas o velho moleiro disse-lhe que não podia sentar-se à mesa com os outros; estava tão maltrapilho e sujo a ponto de causar vergonha. Deram-lhe alguma coisa para que fosse comer lá fora. E à noite, na hora de deitar-se, os outros dois não quiseram dar-lhe uma cama e o pobre Joãozinho teve de se meter na casinhola dos gansos e dormir sobre um molho de palha dura.
Pela manhã, quando acordou, já haviam passado os três dias, viu chegar um coche puxado por seis cavalos, luzidios e brilhantes que era um encanto! E um criado trazia pela mão um sétimo cavalo, que era o destinado a Joãozinho. Enquanto isso, do coche desceu uma princesa maravilhosa, que entrou no moinho: era nem mais nem menos que a gatinha malhada, a mesma que o rapaz servira durante sete anos. Perguntou ao moleiro onde estava o moço, o pobre criado. O moleiro explicou:
- Não podemos deixá-lo entrar no moinho porque está muito sujo e esfarrapado; por isso ficou na casinhola dos gansos.
A princesa, então, ordenou que fossem buscá-lo imediatamente. Foram buscá-lo e o coitadinho veio segurando os farrapos do blusão para cobrir-se. O criado da princesa tirou da bagagem por eles trazida, um traje suntuoso, depois lavou e vestiu o moço, o qual, assim lavado e vestido, estava mais belo do que qualquer rei desta terra.
Em seguida, a princesa pediu para ver os cavalos pertencentes aos outros rapazes e notou que um era cego e o outro coxo. Então ela mandou o criado trazer o sétimo cavalo; ao vê-lo, o moleiro ficou encantado e disse que jamais vira um igual.
- Este cavalo pertence ao teu terceiro ajudante, - disse a princesa.
- Nesse caso, ele herdará o moinho - disse o moleiro.
Mas a princesa respondeu-lhe que aí estava o cavalo exigido, e que podia ficar, também, com o moinho. E, pegando na mão de Joãozinho, seu fiel Joãozinho, fê-lo subir no coche e partiu com ele.
Dirigiram-se à casinha por ele construída com as ferramentas de prata, e, eis que, ao entrar, ela transformou- se num magnífico castelo. Dentro do castelo, tudo era de prata e ouro, de uma magnificência nunca vista.
Casaram-se lá mesmo; e Joãozinho ficou rico, tão rico que nada mais lhe faltou durante a vida toda.
Portanto, ninguém deve dizer que um simplório nunca poderá ser nada no mundo.